Figura central de la campaña “Scioli al poder, Cristina a la casa”, a Urtubey lo señalan como Canciller puesto de una presidencia del primero. La reacción del salteño ante la versión careció de la seguridad que muestra en otros casos y ante la indagatoria de una radio cordobesa, balbuceó ambigüedades. (Daniel Avalos)

La versión se echó a circular el domingo pasado en el diario Clarín, pero fue en la radio Cadena 3 de Córdoba cuando los periodistas lo indagaron en vivo. Y entonces pasó lo que pasó: Urtubey restaba chances a la posibilidad en nombre del mandato popular que lo volvió a ungir gobernador de Salta, también remarcó que no es bueno hacer predicciones antes de ganar las elecciones, pero no descartó de plano la posibilidad, recordando que las misteriosas lógicas de la política suelen empujar a los dirigentes a caminos que el caminante a veces no imagina y que nunca se sabe del todo bien a dónde llevan, aunque nosotros, simples mortales, podamos asegurar que el caminante busca llegar lo más lejos posible.

La respuesta no parecía una ambigüedad perfectamente monitoreada para evadir una pregunta incómoda que devela un secreto que se prefería ocultar. Se parecía más a cierta pérdida de equilibrio. De allí que el balbuceo pueda merecer la atención que aquí le damos. Después de todo, de Urtubey podremos decir cualquier cosa pero no que sea un dirigente que carezca de una autoestima elevada que lo hace una figura desenvuelta y segura de sí misma. Lo ha demostrado en la provincia y ahora lo deja en claro a nivel nacional en medio de una campaña presidencial en la que proclama con firmeza el triunfo del exmotonauta, anuncia el fin del cristinismo y reclama que el mismo acepte las reglas de juego. Urtubey, en definitiva, se esfuerza por mostrar que está acostumbrado a cruzar límites y que en la práctica no busca ni evita librarse de las tensiones que ello ocasionan. De allí, decíamos, el interés por el balbuceo. No porque nos interese la psiquis de Urtubey, sino porque esa psiquis parece sentirse ante un dilema político que es el siguiente: el ofrecimiento nunca desmentido lo ubicaría en un cargo destinado a una elite de funcionarios, aunque ocuparlo implicaría un riesgo letal para la empresa en la que asegura estar embarcado y para la que dice estar capacitado: las presidenciales de 2019.

Demostrar la importancia de una cancillería en un Estado como el argentino puede hacerse con cierta facilidad. Alcanza con recordar que el Ministerio de Relaciones Internacionales cuenta con cinco secretarias, ocho subsecretarias y vela por la representación nacional en 192 puntos del planeta que incluyen desde la desconocida República de Palau, al poderoso EEUU, los países europeos, los gigantes asiáticos, el Vaticano y hasta organismos internacionales como las Naciones Unidas, la OEA o la UNESCO. Para tener una idea de lo que esto supone reparemos en lo siguiente: todos los ministros, secretarios, subsecretarios y presidentes de órganos parlamentarios y autárquicos de Salta podrían ser designados por el gobernador si éste siendo Canciller lo deseara. Sin olvidar que en el propio Urtubey recaería la misión de asistir al Presidente en todo lo inherente a las relaciones exteriores de la Nación.

¿A qué conclusión podríamos arribar de todo esto? A una que indica que efectivamente el gobernador salteño forma parte, hoy, de una elite de dirigentes que bien podrían considerar una cancillería como la frutilla del postre de su carrera, salvo para aquellos que deseen ser presidente. He allí el problema de Urtubey. El ofrecimiento es enorme, pero lo aleja de las chances presidenciales que él dice estar en condiciones de alcanzar en el 2019. Si lo último es enteramente factible o no, es materia de análisis y opinión. Lo que sí sabemos es que el gobernador salteño vivencia esa posibilidad como absolutamente real y que, como dijimos, una cancillería no aporta al objetivo.

Entre otras cosas porque como hijo legitimo del aparato justicialista, Urtubey ha ido mamando a lo largo de los años y de largas mesas de picadas, asados y vino fresco lo que los peces gordos del justicialismo enseñan a los círculos estrechos desde el retorno de la democracia: que aquellos con chances de llegar a la presidencia necesitan de lógicas precisas y deben evitar conductas que las supersticiones condenan. Una breve digresión se impone. Servirá para recordar que los hombres y mujeres del justicialismo están catalogados como los seres más pragmáticos de la política, aquellos que no compran ilusiones, que descreen de los idealistas, los magos y hasta de las tiernas ferias infantiles pero que al estar amasados con el mismo barro con el que se amasó al resto de los mortales, también son presas de creencias que sin ser racionalmente demostrables generan una serie de normas de conducta que el justicialista respeta con el objeto de no ser presa de una maldición implacable. Una de esas supersticiones es que aquel que llega a un gabinete presidencial se ha condenado a no ser elegido Presidente, tal como le ha ocurrido a los 8 cancilleres nacionales desde el retorno de la democracia o los centenares de ministros que desde esa misma etapa pasaron por los despachos de la Casa Rosada.

Superstición a la que acompaña una lógica estrictamente de Poder. Y es que para un justicialista llegar a la presidencia requiere tomar previsiones, imaginar escenarios, lidiar con voluntades múltiples que desean lo mismo o que el otro no llegue y muchas otras cosas impredecibles. Pero un justicialista cree ante todo que, inexorablemente, quien quiera ser presidente debe ser un gobernador capaz de liderar una Liga de Gobernadores. Esa entidad visible, esa conducción real de una maquinaria fenomenal que elige un candidato propio antes que la propia ciudadanía y provee al ungido de un poder territorial conformado por una intrincada red de senadores, diputados y caciques territoriales como los intendentes. Todos valiéndose de miles de intermediarios que finalmente ponen al aparato en los rincones más periféricos del territorio a través de esa mezcla de rufianes y asistentes sociales prácticos que son los punteros políticos. Aparato capaz de darle algún tipo de calor popular a una candidatura, tejer acuerdos de cúpula o de base que nunca dejan registros documentales y en los que nunca hay segundas, terceras o cuartas intenciones porque sólo sirve la primera; y aparato capaz de movilizar electorados que la conciencia ciudadana condena pero que difícilmente puede derrotar porque solo cuenta con una oposición política que a veces termina incorporándose a la red que dice aborrecer y otras veces trata de reproducirla sin éxito en beneficio propio hasta que, muy de cuando en cuando, alguien que pensando bien y deseando otra cosa para el país logra derrotar a esa cosa monstruosa que en cada elección avanza de manera arrolladora.

Una cancillería, entonces, parece poco funcional para quien dice querer la presidencia en 2019. Posibilita un protagonismo indudable, potenciales discursos brillantes, pero la derrota segura contra aquellos que, atrapados por la misma ambición presidencial, están en condiciones de obtener el apoyo de los capangas provinciales presentando credenciales y rosqueando acuerdos en la soledad de un despacho o en el quincho de una casa quinta donde suelen dar forma concreta a sus pasiones políticas.

Lo expuesto no supone que Urtubey necesariamente vaya a descartar el cargo que todos aseguran Scioli le ha ofrecido. Pero explicar una actitud así requeriría de algunas razones incomprobables para estas líneas: por ejemplo que en el gobernador anide la desmesurada convicción de que él puede romper con esa lógica aun cuando sea un practicante de la misma, como bien lo demuestra la réplica provincial de ese tipo de liga y que aquí tiene como pieza central a los intendentes; que el tedio que según muchos le produce la provincia al gobernador lo empuje a querer protagonizar años entusiastas en el exterior gozando de un cargo que muchos desean pero al que pocos llegaran; o que simplemente concluyó que la disputa hacia la presidencia 2019 es imposible o requerirá un costo demasiado alto sin que ello garantice el éxito de la empresa.

Lo último tampoco es descabellado. Después de todo, hacia el interior del Frente para la Victoria, la desaparición del kirchnerismo como actor de peso hacia el 2019 no se definirá el 11 de diciembre cuando abandone el poder, sino en el 2017, cuando en las legislativas de ese año se den las condiciones para los que piden su muerte política y los que advierten que volverán, ajusten cuentas. No menos importante resulta otro aspecto que Urtubey siempre enfatiza: si el presidente es el dueño de la lapicera capaz de subordinar y disciplinar al bando propio, nada hace pensar que siendo Scioli el dueño de esa lapicera sólo quiera manejarla cuatro años en un país incorregiblemente inclinado a presidentes que entienden que la gestión debe durar ocho. Variables que deberán incluir en el futuro cercano la incorporación de figuras que por fuera del heterogéneo oficialismo, cuentan con la misma ventaja de Urtubey -la relativa juventud- para mantenerse de pie aun tras la derrota.

Lo dicho no aminora en nada un hecho verificable de la política nacional: el gobernador está claramente posicionado en el lote reducido de presidenciables. Situación que habilita a pensar también que el mismo Scioli ofrece un cargo tentador para desembarazarse con elegancia y estilo de un rival potencial del futuro. No se trataría de algo extraño a la historia de la política nacional ni a las lógicas del propio justicialismo. Para lo primero, conviene recordar que en los albores de la nación, en 1810, Mariano Moreno redactó un Plan de Operaciones donde, entre otras cosas, recomendaba cosas como la que siguen y que luego él mismo la padeció: “…cuando los sujetos que empleados en los primeros cargos, como gobernadores de los pueblos, jefes de divisiones, o generales, llegasen a obtener una grande opinión y concepto, máxime los que gobiernan fuerzas, debe precisarse con disimulo mandarlos de unos a otros, o con cualquier otro pretextos, llamándolos a la capital, separándolos de sus cargos por algún tiempo”. Para lo segundo, en cambio, alcanza con recordar la vida cotidiana del justicialismo que siempre muestra escenas repetidas: la de hombres y mujeres que, hermanados en una lucha por un objetivo particular, saben bien que mañana pueden estar en pie de guerra entre ellos mismos y que de ser necesario se combatirán a muerte.