Por Alejandro Saravia para Cuarto Poder

Cuenta Hans Christian Andersen que ante  la  misma persona de un rey llegaron dos charlatanes que se decían a sí mismos sastres o tejedores. Afirmaban que eran capaces de elaborar las mejores telas, los mejores vestidos y las mejores capas que ojos humanos pudieran haber visto. Sólo exigían que se les entregase el dinero necesario para comprar las telas, los bordados, los hilos de oro y todo lo necesario para su confección. Ahora bien, dejaban bien entendido que tales obras sólo podían ser vistas por aquellas personas que realmente fueran de una gran honestidad e inteligencia. Admirado el rey de tan maravillosa cualidad, otorgó a los charlatanes todo aquello que estos solicitaban y, encerrados en una habitación bajo llave, simulaban trabajar en confeccionar ricas telas con las que hacer un traje para el rey y que éste pudiera lucirlo en las fiestas que se acercaban. Llegado el día de la fiesta, el rey se vistió con el supuesto vestido y montado en su caballo salió en procesión por las calles de la villa, la gente también conocedora de la rara cualidad que tenía el vestido callaba y veía pasar a su rey, hasta que un pobre niño de corta edad, inocente absolutamente, dijo en voz alta y clara «el rey está desnudo». Tal grito pareció remover las conciencias de todos aquellos que presenciaban el desfile, primero con murmullos y luego a voz en grito todos empezaron a chismorrear «el rey está desnudo» …»el rey está desnudo»; los cortesanos del rey y el mismo rey se dieron pronto cuenta del engaño y es que realmente el rey, efectivamente, estaba desnudo.

La moraleja podrá sacarla cada lector, a menos, claro, que también vea al rey desnudo. Yo, al menos, identifico el traje del cuento con el marketing político, con la publicidad vacía, con esa “insoportable levedad del ser”, para usar lo de Milan Kundera, título perfecto para señalar la insustancialidad política. La pura apariencia, como si las cuestiones públicas fueran un producto comercial común, un simple jabón de tocador.

En estos días, el gobierno provincial nos anotició a los salteños de que vamos a tener cinco en lugar de tres jornadas eleccionarias. Como si fuera una novedad recién sacada del horno, se nos dice que las elecciones regidas por dos sistemas diferentes, voto papel y voto electrónico, son muy complicadas para nosotros y que, pensando justamente en nosotros, las elecciones provinciales se van a desdoblar respecto de las nacionales. 

Se olvidan, quizás, que nosotros, los protegidos por ellos, ya vivimos esa compleja tarea en varias oportunidades y salimos, creo, airosos. También olvidan, quizás, que el problema no somos nosotros sino, precisamente, ellos. Los que nos quieren proteger. Con estos protectores mejor busquemos enemigos…

Ahora bien, “el ropaje” que envuelve la decisión es la supuesta complejidad del acto, pero, como insinuamos, la cuestión no es justamente esa. La cuestión es, con claridad, la conveniencia político-electoral del gobernador de posponer las elecciones provinciales respecto de las nacionales para que no le cuenten las costillas antes de tiempo. No importa el costo que tenga la triquiñuela. Eso, evidentemente, es lo de menos, total, la plata no sale de su bolsillo.  

Por fuera de la conveniencia, o no, de hacer ambas elecciones por separado, como para que no se mezcle la hacienda, lo que resulta de mal gusto es el argumento utilizado. La cuestión esta del ropaje. La del traje del emperador.

Otro tanto sucede a nivel nacional, ámbito en el que tenemos también un presidente marketinero. A disgusto, y se le notaba, tuvo que tomar medidas que también, supuestamente, se dirigen a protegernos. Tanto se le notaba el disgusto que, en la forma, la misma adoptó la de una patética visita al domicilio de un matrimonio con el que tuvo “una espontánea” charla. Creo, en definitiva, que se lo hizo así para evitar atragantarse cuando hablase de precios acordados, precios controlados, o como quiera llamárselos. Pero decirles a formadores de precios casi oligopólicos, como los que tenemos en nuestro mercado, que dentro de unos días se los vamos a controlar, es invitarlos a una remarcación a lo bruto hasta que llegue ese día de control. Sinceramente, y lo confieso, no sé si son o se hacen…

Cuando se habla de “piloto de tormenta”, por fuera de la referencia implícita al “Gringo” Carlos Pellegrini, y la muñeca con la que manejó la crisis de 1890, profundizada por los disparates del concuñado de Julio Roca, el presidente Miguel Juárez Celman, que tuvo que renunciar, se alude precisamente a la existencia de una tormenta. Y cuando hay una tormenta, el piloto no puede dedicarse a hacer budismo zen sino que tiene, debe, hacerse cargo del instrumental estatal para “pilotearla”. El Estado, entre otras cosas, está para eso.

Al presidente Macri hay que explicarle para qué está el Estado. Que sin él, sin el Estado, la vida en sociedad se asemejaría a la de la jungla. Gana el más fuerte. 

A un tiempo, a los peronistas hay que explicarles que el Estado no es la Cueva de Alí Babá. Eso está bien para las Mil y Una Noches, pero no para nuestro país. Aunque ellos hayan usufructuado, a piacere, también sin control, mucho más que mil…