Este espacio se destina a reproducir testimonios de mujeres que sufrieron la violencia machista. Hoy habla Lucila, 38 años, es profesora de letras en la Universidad Nacional de Salta, docente de secundario e investigadora. (Gastón Iñiguez)
En nuestra cosmovisión y cultura andina post-colonial el Carnaval es un periodo de varios días donde reina el descontrol, el diablo sale a meter la cola en los asuntos “carnales” y todo se permite… total después de tanto bailongo, espuma, harinas y vino barato llega Abril con el santo perdón y las culpas quedan lavadas, los traspiés olvidados y ciertos deslices sepultados en una pila de botellas.
A Lucila la palabra Carnaval le trae malos recuerdos y un escozor que le corre por la piel cada vez que se acuerda y un profundo rechazo al que no pudo sobreponerse con los años.
Ella ya se dio cuenta desde los 11 años, esa etapa de transición de la tierna niñez a la adolescencia, que los cambios en su cuerpo atraían la mirada perversa de tipos más grandes, al punto tal de que había comenzado a usar remeras encimadas para que no se notara que usaba corpiño. De todas maneras, porque su cabeza seguía siendo la de una niña, no podía llegar a comprender del todo esa fijación que tienen los hombres.
Corría el año 1990, ella vivía con su familia en el barrio 20 de febrero a pocas cuadras del estadio Delmi. El carnaval que hasta hacía poco se venía realizando en la avenida Belgrano se había mudado recientemente a la calle Ibazeta por pedido de la incipiente “elite” salteña que estaba cansada de barrer los despojos del corso al día siguiente en sus anchas y costosas veredas.
El corso era algo nuevo en el barrio así que con una amiga (2 o 3 años más grande) decidieron asistir y dar unas vueltas antes de entrar para comprar unas cosas. Lucila recuerda con claridad que caminaban por calle Maipú y al dar la vuelta por una esquina muy oscura vieron aparecer un grupo de muchachos más grandes en edad que ellas; eran unos diez que venían vociferando con el carnaval en las venas.
Apenas vieron a las chicas comenzaron a gritarles groserías de todo tipo entonces Lucila y su amiga optaron por hacer el intento de bajar a la calle para esquivarlos.
Los muchachos se dividen y las interceptan, cuál jauría de lobos que ya divisaron la presa y entre risas e insultos ambas son manoseadas sin ningún pudor. Aquí Lucila hace la salvedad entre dos conceptos que suelen confundirse: NO nos tocaron la “cola”; nos metieron todas las manos en el CULO; fue casi como una violación grupal y así se sintió el abuso.
Después de lo ocurrido el grupo de mal llamados “varones” siguió camino en dirección al corso y se despidieron de las chicas entre risotadas y empujones de camaradería; como un equipo de fútbol que acaba de ganar un kilo de asado y el litro de fernet como gran premio a un partido entre amigos.
Lucila cuenta que ambas quedaron completamente paralizadas y por supuesto no fueron al corso. No podían entender del todo ni verbalizar lo que les había acabado de ocurrir.
En esa época no se usaba contarle a nadie si te pasaba algo así en la calle y Lucila recuerda muy bien las enseñanzas que le habían inculcado desde pequeña; tener cuidado con los hombres, no hay que decirles nada, si te gritan algo en la calle pasa derechita mirando al frente, mirá que si les gritas quizás se enojen más. No le contestes jamás a un tipo que puede ser peor.
Las claras instrucciones instauradas por el patriarcado en nuestra cultura para mantener a la mujer sumisa y al hombre en un falso pedestal de poder. Además si alguien se enteraba que te había pasado algo así era una vergüenza, una mancha con la que tenías que vivir siempre.
A los días de lo sucedido Lucila se vuelve a reunir con su amiga y esta le confiesa que estaría bueno ir al corso… pero después de pensarlo un momento recapacita y le dice… mejor no, porque ahí te tocan la cola.