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Rebelión en la granja

Miguel Isa rompió una regla no escrita pero poderosa. Esa que en el PJ dispone castigar a quienes, explicitando la ambición de reemplazar al que lidera la fuerza, protagoniza movimientos acordes con esa ambición. Por eso su candidatura a gobernador representa una especie de herejía dentro del justicialismo. (Daniel Avalos)

Una herejía que cobra sentido en el marco de las características propias de esa fuerza política que, sin apegos a las direcciones políticas colectivas propias de los enunciados de izquierda, reivindica sin complejos el liderazgo de un conductor cuyo supuesto arte consiste en armonizar y dirigir a las distintas partes del todo. Esa lógica explica la conducta de subordinados y líderes justicialistas. Los primeros, por ejemplo, suelen entender por ortodoxia la lealtad exenta de toda crítica pública al que conduce, mientras públicamente defiende los intereses del jefe donde quiere que estos intereses estén. Como contrapartida, los jefes suelen abrigar un celo obsesivo con sus propios lugartenientes. Un celo que muchas veces los empuja a rodearse de gente de extrema confianza y sin más ambición que serle leal, y cuya misión será abortar el surgimiento de potenciales rivales, sobre todo cuando estos son dueños de fuertes ambiciones políticas y controlan territorios y recursos que pueden convertir al subordinado de hoy, en un rival de mañana.

Urtubey, por supuesto, ha practicado escrupulosamente esa conducta. Isa también, aunque ahora ha decidido desoír el mandato implícito. Tratar de explicar esto último, es el objeto de estas líneas. Por la importancia del acto mismo en la política local, pero también porque la rebelión se ha dado a solo cuatro meses de una derrota electoral que muchos sentenciaron como devastadora para cualquier aspiración isista de controlar más de lo que hoy controla. La sentencia era equivocada. Y es que la derrota fue una bofetada sonora, cuyos ecos retumbaron durante meses, pero nunca fue devastadora para el isismo al interior de un justicialismo que, entre agosto y noviembre de 2013, vivió un proceso extraño. Uno al que alguna vez denominamos  un “empate múltiple permanente”. Un proceso en donde el vencedor ocasional de la interna justicialista o las generales, no contaba con la fuerza suficiente para doblegar la voluntad del que no perdía del todo y que, por ello mismo, podía seguir contando con un poder de veto a las iniciativas del que supuestamente había ganado. El triunfo del PO en la capital durante las generales del noviembre no modificó ese escenario. Y es que, aun cuando ese triunfo mostró que el justicialismo había perdido centralidad electoral, la pérdida de esa centralidad no modificaba la relación de fuerzas al interior del justicialismo, que seguía mostrando el empate permanente en donde ninguno de los sectores fuertes de ese PJ (urtubeicismo, isismo y godoicismo) tenía fuerza para imponer su propia voluntad al otro.

Allí radica una de las condiciones que posibilitaron el desafío del Intendente al Grand Bourg. Un desafío que está lejos de representar una aventura romántica, propia de aquellos que creen que, para superar una situación límite, alcanza con el arrojo heroico. Para entender el arrojo, entonces, hay que invertir el método: identificar las condiciones que permitían que al interior del justicialismo, ese arrojo fuera posible. Y es que, para que un acto de audacia sea posible, se requieren al menos dos condiciones: que el protagonista de la audacia llegue a la conclusión de que ese acto es necesario; y que la debilidad del adversario permita ejercitar el movimiento con posibilidades de éxito. Lo primero es una variable de tipo subjetivo. En el caso de Isa podemos resumirla así: es de esos políticos que, aspirando a ser parte central de la política provincial, sabe que siempre se llega a un punto en donde se puede empezar a morir cuando se ha dejado de crecer. La derrota electoral del isismo fue la prueba concluyente de que un ciclo estaba acabado, pero que no necesariamente probaba la imposibilidad de redoblar la apuesta para evitar convertirse en el Walter Wayar de Urtubey: el personaje que termina sus días políticos en una banca legislativa, situación que para aquellos que ocuparon cargos relevantes y ambicionaban aún más, representa el alejamiento permanente del Poder.

La otra condición que requiere el acto de arrojo, lo dijimos, es la debilidad relativa del adversario. El adversario a las pretensiones isistas al interior del justicialismo es el que encabeza ese justicialismo porque gobierna la provincia: Urtubey. Un Urtubey que empezó a dar muestra de esa debilidad con su frustrado lanzamiento presidencial. Uno que terminó por horadar parte de su prestigio entre las primeras, segundas y hasta terceras líneas de los cientos de cuadros políticos y técnicos oficialistas que ven que la importancia de una figura central en la política local, no es capaz de trasladar esa condición a un escenario mayor en donde, por ahora al menos, no es lo que él dice ser: un cuadro de primera línea, alguien crucial para la construcción de un espacio de Poder. Lo dicho no resta importancia al otro punto: una especie de desconfianza y hartazgo al goloso criterio personal del Gobernador, que lo inclina a dejar un vacío en la provincia que, en política, siempre es ocupado por alguien. Goloso criterio personal, además, que lo muestra dispuesto a sacrificar una provincia para ganar una nación, algo que puede ser bien valorado entre estrategas, pero que suele caer muy mal a los soldados que pelean en el territorio que el estratega está dispuesto a ceder. Todo en medio de otras variables que, lejos de ser subjetivas, son bien objetivas: un nivel de conflictividad creciente y en donde la situación de los intendentes que preocupados por no perder sus nichos de poder territorial, demandan al Grand Bourg lo que el Grand Bourg dice no tener: recursos para afrontar los gastos de funcionamiento en esos municipios.

Acá sí que el problema es serio. Desde el año 2009, fueron los intendentes quienes garantizaron resultados electorales que la capital provincial siempre mezquinó al Gobernador. El acuerdo estratégico entre Urtubey y esos intendentes ahora deja ver grietas, porque la lógica con la que se montó -recursos pertrechados por el Grand Bourg e impunidad en su manejo a cambio de que los caciques del interior transfieran su poder territorial-electoral al Gobernador- empieza a agotarse porque se asentó en la billetera y no en un modelo de gestión superador. Precisemos: lo dicho no supone que ese acuerdo vaya a romperse. Supone que las grietas abren posibilidades de que el hasta ahora monolítico poder de los intendentes -que ha sido el corazón del poder “U”- pueda resquebrajarse en favor de terceros. El famoso aparato, entonces, se convertirá pronto en territorio de disputa. Nos referimos a ese entramado enmarañado en donde el propio Estado suele confundirse con conducciones sindicales, sellos partidarios, asociaciones de profesionales, federaciones patronales, centros vecinales, cámaras legislativas, foros de intendentes y algunos etcéteras en donde los comandos isistas ya deben andar rondando evaluando la posibilidad de ocuparlos o al menos de sumar aliados.

La conclusión a la que se puede arribar después de lo dicho puede ser desoladora, pero no por ello irreal: la importancia de ese aparato sigue siendo alta. Es lo que ocurre cuando las fuerzas que pretenden ser una alternativa a lo existente, carecen de posibilidades reales de conformar otro tipo de Poder. Los conflictos que protagonizan distintos sectores de la sociedad vienen a confirmarlo, por parecer condenados a evaporarse sin modificar el rumbo que el gobierno ha impuesto a las cosas. Hasta ahora, esos conflictos se encuadran bien en eso que el teórico comunista Antonio Gramsci denominaba “ocasional”, en el sentido de que, aun cuando existan y vayan a seguir existiendo, no contienen en su interior la fortaleza capaz de generar una voluntad colectiva que subordine los reclamos estrictamente sectoriales a un tipo superador de organización. De allí que esos mismos conflictos no sean capaces de modificar la estructura en la que se mueven, en donde la relación de fuerzas es abrumadoramente superior para el establishment. El triunfo electoral hasta ahora inocuo del PO lo demuestra: 19% de los votos en toda la provincia en octubre pasado en la categoría diputado nacional; 28% en Capital; un 30% en la categoría concejal en la capital provincial en las generales provinciales de noviembre; pero nula incidencia en la política local y en las estructuras sindicales, en donde el trotskismo sigue siendo expresión minoritaria como ocurría antes del triunfo que protagonizó en el 2013.

Ese ha sido el marco de la herejía isista. Para evaluar cuáles serán los resultados concretos de la misma habrá aún que esperar. Lo indudable, sin embargo, es que el anuncio del Intendente ya fue exitoso al interior del propio isismo: la tropa confusa hasta hace un par de meses por el peso de la derrota, ahora parece recordar a la misma como un contratiempo de tiempos lejanos; la misma tropa se parece ahora a una que ha concentrado fuerzas; tropa que se muestra pertrechada de iniciativas que busca bajar a la sociedad; y tropa que aprovecha el anuncio para dar inicio a una política de alianza que permitirá calibrar fuerza de cara al encuentro frontal que deberá protagonizar si quiere llegar a la gobernación. No es poco para un sector al que no hace mucho se consideró destinado a extinguirse. Ni siquiera sería poco si, tal como dice Leavy, el objetivo del movimiento ejecutado fuera el de acceder a una vicegobernación. Ante ello, el diagnóstico de la política provincial que se puede aventurar es muy parecido al que una vez ciertos intelectuales rusos anunciaban para la ex URSS: la energía del pueblo salteño no se descargará en iniciativas salidas desde abajo, sino en el cumplimiento de la voluntad de las cúpulas gobernantes.