por Alejandro Saravia
Todo el mundo, al menos todos los argentinos, de repente se está haciendo esta pregunta: ¿Quién es Alberto? Inclusive, creo que hasta él mismo se la debe hacer todos los días cuando se enfrenta al espejo: ¿quién soy?…
Porque Alberto fue, no sé si sucesivamente, cavallista, menemista, kirchnerista, cristinista, anticristinista, cristinista. Y digo que no sé si sucesivamente porque así como cada cual tiene todas las edades que tuvo, cada cual también, en alguna molécula de su ser, debe guardar todas sus aficiones, vivencias y experiencias.
Lo que sí podríamos decir es que Alberto era, hasta hace muy poco, un simple asesor, un armador de coyunturas, un abogado con llegada al poder político, un simple cagatintas como diría Raúl Alfonsín, pero ni por asomo alguien premoldeado, ni siquiera psicológicamente, para ser presidente.
Y precisamente eso es lo que todo el mundo le requiere: que se asuma como tal. El propio Adelmo Gabbi, presidente de la Bolsa de Comercio, le espetó los otros días que no dé tantas vueltas y que sepa que tiene la lapicera. Es decir, que ejerza lo que es: presidente de los argentinos y no alcahuete de Cristina.
En el prólogo de ese extraordinario libro que es “Anatomía de un instante”, obra en que se analiza detalladamente el comportamiento de cada uno de los protagonistas del episodio conocido como “el Tejerazo”, sucedido el 23 de febrero de 1981, su autor, Javier Cercas, reproduce una sentencia de nuestro Jorge Luis Borges: “Cualquier destino por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”.
Esa epifanía es la que se le está requiriendo a Alberto Fernández. De lo contrario, puesto donde está por Cristina, su paso por la presidencia de la Nación habrá de ser una circunstancia en la vida de ella. De la autora del hecho, no de él, el seudo protagonista. Por eso Gabbi lo urgió a que use la lapicera. Para que en uso de los atributos presidenciales deje de ser solo un instrumento de quien allí lo puso. Un mero instrumento para limpiarle el prontuario. A ella y su banda.
Los argentinos estamos condenados a vivir una historia circular que se repite una y otra vez, incesantemente, como aquella película de Bill Murray, El día de la marmota o Hechizo del tiempo, en la que un periodista que va a cubrir, precisamente, ese festejo de los granjeros americanos, se ve enmarañado en el tiempo de tal manera que los días siempre son iguales y, lo peor, nunca se avanza. Pues bien, nosotros tampoco avanzamos y planteamos que nuestro futuro es, sencillamente, el pasado. En ese pasado permanentemente estamos y, lo que es peor, lo postulamos como proyecto futuro mientras a nuestro alrededor todos los países del mundo avanzan. Por algo es que se puso de moda citar esa película.
Un ejemplo: La postulación por Cristina del contenido de la columna de Alfredo Zaiat, en Página 12, como modelo político-económico deseable, nos habla de eso, marca un lugar deseado. Pero es algo superado. Es el pasado y es mezquino. Producir sólo para el mercado interno. Reducirnos a eso. Vivir a gatas. Lo que se quiere es concentrar el poder económico en manos amigas, pero también el poder político a grupas del 50 % de pobres que va a resultar de esta pandemia y de la cuarentena. Lindo ejército para el clientelismo.
En una muy vieja columna titulada “Stalinismo a la criolla”, explicábamos que el modelo kirchnerista era una copia fiel del que vivieron los rusos en la transición de Yeltsin a Putin.
En efecto, allí decíamos que “…hay algunas similitudes entre el proceso que acá soportamos y el que les tocó a los rusos cuando dejaron de ser la Unión Soviética. Ese tiempo, desde Yeltsin a Putin, muestra algunas similitudes con lo que nos tocó vivir. Para los críticos de ese proceso el resultado de lo ocurrido a lo largo de la década de los 90, cuando gobernó Yeltsin, es la consolidación de un régimen capitalista caracterizado por el hecho de que el éxito en los negocios dependía de las relaciones entre los empresarios privados mejor situados y el gobierno, y tuvo sus principales manifestaciones en licitaciones arregladas, distribución de permisos legales, exenciones impositivas, etc. La expresión utilizada para definir esa forma de organización económica fue crony capitalism (“capitalismo de compinches” o “de amigos”). Es decir que no tenemos ni el mérito de la originalidad. Ese sistema está definido justamente porque el éxito en los negocios depende fundamentalmente de los estrechos vínculos entre los empresarios y los funcionarios gubernamentales. Por debajo de esa nueva oligarquía, conformada por los capitalistas compinches, a duras penas se desarrolló en Rusia una burguesía nacional destinada a producir bienes de consumo para el mercado interno…” Como vemos, en Rusia también se formó una nueva oligarquía y tienen a Putin eterno.
Alberto Fernández está en ese lugar en que los senderos se bifurcan, parafraseándolo de nuevo a Borges. Tendrá que tomar conciencia del sitio en que el destino lo puso y nosotros esperar que sepa, para siempre y para bien, quién es. A menos que resulte, como decía Alfonsín, un mero cagatintas y estemos pidiendo peras al olmo.