La atmósfera épica que había envuelto al paro docente se cargó ahora de denuncias y acusaciones. La más fuerte de todas recayó en un Víctor Gamboa señalado como traidor, cargo del que se defendió indicando que el epíteto proviene de un PO que montándose en el conflicto, persigue intereses ajenos al sentir docente. (Daniel Avalos)

El gobierno, por su parte, respira aliviado. Le interesa poco saber si lo que unos y otros dicen de las cosas se corresponden efectivamente con lo que las cosas son porque sabe que, independientemente de la verdad, el conflicto ha recibido un golpe que le garantiza beneficios que nunca pudo lograr por sí mismo. Por ello, el gobierno recibe con preocupación que la asamblea de ayer viernes haya decidido continuar con las medidas, pero sabe que lo crucial ocurrirá el lunes cuando los poco más de 20.000 docentes provinciales decidan en los hechos si reinician o no las clases.

Mientras tanto, aquellos que sin ser docentes deseaban el triunfo de estos, se quedaron con la desoladora sensación de que finalmente se produjo aquello que no debía producirse para que la historia tenga mayores chances de final feliz: la fractura de la asamblea. Fractura que ya muchos avizoraban como probable por los evidentes sablazos verbales que desde hace unas semanas protagonizaban los sectores nucleados con Víctor Gamboa contra los militantes del PO, como así también entre los que provenían del interior y los que residen en la capital. La lucha, sin embargo, exigía que no ocurra lo que finalmente ocurrió que es una fractura que genera incertidumbres que trascienden lo estrictamente coyuntural. Y es que el tenor de las acusaciones hace irrecuperable las relaciones entre sectores que protagonizaron una huelga en donde, no faltando la represión laboral y física, había logrado exitosamente desplazar a un sindicalismo formal y burocratizado que siempre redujo la lucha al papeleo jurídico y al trámite administrativo; huelga que había arrancado al gobierno concesiones que ese gobierno nunca pensó otorgar y que, por ello mismo, por primera vez en ocho años padecía una crisis política materializada por fisuras en el aglomerado de facciones que gobiernan y que se preguntan si este Urtubey es el que debe conducir al conjunto.

La fractura, sin embargo, se produjo y a ella le han seguido acusaciones cruzadas cuyo calibre nos obligan a tomar distancia y subordinarnos a la prudencia. Un tipo de prudencia que es hija de una carencia precisa que es la de no contar con testimonios o documentos fehacientes que prueben las acusaciones de un voltaje inédito. Y es que calificar a un dirigente docente de operador del gobierno, significa imputarlo de ser el responsable de forjar posicionamientos que, enrropados con las banderas del sector, responden en realidad a los intereses de un gobierno que se encarga de monitorearlos con el auxilio de dobles agentes. Acusarlo de traidor es aún peor. Así se califica a los seres que, abrazados a sus propios intereses, concilian estos con los intereses del adversario con el que se está luchando. Que estas acusaciones estén lejos de haber sido un exabrupto, lo prueban las declaraciones posteriores al quiebre de la asamblea. Cristina Foffani insistió con los días en lo uno y lo otro. Declaró a las radios que seguramente “el Gobierno le habrá exigido que haga algo (a Víctor Gamboa) para quebrar la asamblea”, para luego desarrollar una idea aún peor: “Los Docentes Unidos se han fortalecido con la depuración de SITEPSA”.Ramiro Maldonado, secretario General de DASA, no se quedó atrás y declaró que no “hubo quiebre sino una depuración de desechos”. El uso de esa palabra  – “depuración – preocupa. Sobre todo porque siempre en la historia política de nuestro país hubo grupos que, en nombre de una supuesta pureza, han reclamado la eliminación de los agentes cancerígenos que ponen en peligro una esencia que al parecer debe ser custodiada por una autoproclamada colectividad religiosa o políticamente calificada, de la que Foffani y Maldonado dicen ser parte. En otros momentos de nuestra historia, la tarea depuradora se hizo a los tiros. Y aunque acá eso no va a ocurrir, conviene creer que el uso del término constituyo efectivamente un exabrupto. De esos que suelen escapárseles a algunos en medio de una discusión acalorada pero sin que el emisor del mismo se sienta, efectivamente, como el inspector o comisario político de una causa a la que se siente llamado a resguardar de los indeseables.

De lo que no quedan dudas, en cambio, es que la situación vivida debilita al conjunto del sector. No sólo porque merma la masa de activistas docentes que hasta ahora habían logrado sostener una medida en momentos cruciales. También porque, luego de un mes de conflicto desgastante, las fisuras impactan más de lo normal en la moral de los que pelean; permite al gobierno insistir en que el conflicto responde a intereses ajenos a lo gremial; y, sobre todo, abre condiciones de posibilidad para que la misma lucha pueda ir aislándose del apoyo de una sociedad que hasta ahora no había mezquinado solidaridad y simpatía con los huelguistas. Por ello mismo parece lógico concluir que el verdadero problema no es que en ese conflicto intervengan sectores con intereses e identidades políticas partidarias, sino más bien que esos sectores carezcan de la sutileza propia de la política. Esa que siempre requiere avances y retrocesos, cambios de marcha, frenos, aceleramientos, aliados transitorios, otros permanentes, etc., a fin de ir orientando el devenir de las cosas hacia los objetivos. Las consecuencias de esa ausencia está a la vista: ya casi nadie habla del sorprendente proceso protagonizado por los maestros en el último mes porque la agenda se ha modificado. Todos los que se sienten con la obligación de decir algo respecto al conflicto, sienten que debe expedirse sobre si será verdad que SIPTESA operaba a favor del gobierno o si esa acusación es una calumnia del PO contra SIPTESA para ajustar cuentas con un sector con el que siempre ha disputado la conducción de los llamados autoconvocados.

Cualquier especulación al respecto, desde el miércoles a esta parte, está atravesada por la condena moral que unos puedan hacer de otros. Ese eje ha desplazado cualquier otro tipo de razonamiento. Por eso son objetos de notas periodísticas que resaltan las impugnaciones, las refutaciones y la defensa a uno o varios personajes según los bandos y que, inevitablemente, se irá haciendo menos interesante con los días por repetitiva. No puede ser de otra manera. Los referentes de esta lucha son muchos pero limitados. Las discusiones que protagonizaron también y en lo central pueden adivinarse las mismas porque se conoce el perfil de Gamboa y el PO. El primero como dueño de un tipo de razonamiento que creyendo que solo el progreso posible es bueno, consideraba legítimo levantar una medida que ya había arrancado concesiones importantes al gobierno. Razonamiento que el PO habría rebatido acusándolo de moderado, propio de los tibios que se conforman con alcanzar una parte del todo cuando lo que dicen los libros de la revolución es que lo importante es ir por todo. Razonamiento que Gamboa podría haber contraatacado, acusando al PO de planear fines ambiciosos sin tener en cuenta los medios adecuados para alcanzarlos y sin ponderar las consecuencias adversas que tendrían en el conjunto un potencial fracaso. Convengamos, se hubiera tratado también de una discusión no menos acalorada a la que hoy existe. Pero una discusión desprovista de las imputaciones morales que siempre convierten a las rupturas en definitivas. Justo lo que precisan las llamadas burocracias sindicales y los gobiernos para retrasar e impedir los procesos de cambio: si no se puede evitar que el descontento gane las calles, apostar fuerte para que experiencias genuinas de lucha no devengan en organizaciones capaces de disputarle poder a un sindicalismo burocratizado que, a cambio de apoyo gubernamental, está dispuesto a poner su supuesta representación al servicio del gobierno con el que debe negociar.