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Políticamente castrado

Surgió estridentemente como alguien ajeno a los estragos que la política hace padecer a Salta. En el 2009, cuando saltó a la escena provincial, algunos recordaban que el millonario que buscaba la senaduría de Anta en el 2.007, obsequiaba remeras y gorras amarillas con sus iniciales. (Daniel Avalos)

No era la única técnica del hombre de ojitos achinados, puesto que también recurría al reparto de miles de frascos de aceitunas, sorteos de casas prefabricadas y viajes para presenciar el clásico River – Boca entre los participantes de sus actos proselitista que, invariablemente, finalizaban con recitales gratuitos. Un proselitismo que en el 2.009 proyectó a nivel provincial como asegurando que los derechos son favores que una persona otorga a los pobres a cambio de votos.

Algunos memoriosos, amantes de la lectura sobre los procesos políticos latinoamericanos, lo comparaban con el presidente peruano Fujimori que dos meses antes de las elecciones presidenciales de 1990, paseaba su humanidad colgado de un tractor gritando “Honradez, Tecnología y Trabajo”. Olmedo hacía lo mismo pero gritando “Dios, Verdad, Familia y Servicio Militar Obligatorio”. Conceptos arcaicos, efectistas y claramente clasificables en eso que algunos llaman la derecha reaccionaria. Algunos filósofos podrán decir que se trata de una acusación absurda. Que para acusar a alguien de reaccionario debemos creer que la historia avanza linealmente, porque ese avance progresivo sería la condición imprescindible para la existencia de un reaccionario que, por definición, es el que reclama desandar el camino de la historia. Olmedo se empeñaba, sin embargo, en confirmarnos que el reaccionario sigue existiendo y que a veces suelen contar con una tribuna apreciable. De allí su invitación recurrente a volver a un pasado en donde, supuestamente, habitaba una normalidad, aunque nunca precisara en qué tiempo esa normalidad había habitado: ¿La Salta de Romero, de Ulloa, de Hernán Cornejo, de Roberto Romero, de la dictadura? Olmedo nunca nos ilustró al respecto.

Lo que sí sabíamos era otra cosa. Que el despliegue fenomenal de recursos tenía un origen preciso: las riquezas naturales de la provincia que Romero le entregó a su padre y Urtubey le garantizaba conservando el modelo económico que el primero había montado. “Tenemos que observar qué consume el mundo y ver si eso se puede producir en nuestra zona”, declaro alguna vez Alfredo Olmedo padre a La Nación. El departamento de Anta cumplía ese objetivo y se convirtió en el espacio vital de los Olmedo. Allí, en ese departamento en donde Olmedo nunca superó el 15% de los votos en los últimos años, está Salta Forestal, ese ejemplo desmesurado del negociado y la corruptela provincial del que tanto hemos hablado y que es hijo del neoliberalismo que en Salta, como en el país, ajustó cuentas con paradigmas que atravesaron gran parte del siglo XX y que se visualizaban en un decreto de diciembre de 1974. Uno mediante el cual se constituyó Salta Forestal. Por él, la provincia y Fabricaciones Militares convenían formar una sociedad. La primera aportaba 339.371 hectáreas de tierras; la segunda, $32.500.000 para lograr un “Aprovechamiento integral del bosque…”, a fin de generar “una base de operaciones de incalculables efectos multiplicadores para la economía de la provincia y [que] hará un significativo aporte a un objetivo fundamental de la Reconstrucción y Liberación Nacional, cual es el del autoabastecimiento siderúrgico”, a través, precisemos nosotros, de la producción del carbón vegetal que debía emplearse en los Altos Hornos Zapla (Boletín Oficial, 27/12/75, p. 200)

Es cierto, el que firmó ese decreto por la provincia fue la persona que por decisión de la viuda de Perón y del esotérico López Rega, en 1974, había desalojado del gobierno provincial a Miguel Ragone: José Mosquera. Y, sin embargo, ese aspecto turbio de la política de entonces no podía prescindir de lineamientos generales entonces vigentes: el papel central del Estado en el diseño de las políticas económicas y la reivindicación de una economía al servicio de la soberanía nacional a partir del manejo de los recursos estratégicos de la nación. Paradigma que se sumergía entonces en una crisis terminal. No sólo por la descomposición política de aquellos tiempos, también por la emergencia de una ideología que durante cincuenta años había estado confinada a ciertos sectores académicos del primer mundo: el neoliberalismo. Y lo que éste haría en adelante, lo dijimos, sería ajustar cuentas con todo lo que supusiera estatismo. La venganza fue terrible. La dictadura arremetió eliminando físicamente a los miles de cuadros políticos que habían hecho de lo nacional y popular una bandera de lucha; el alfonsinismo de la democracia recuperada se declaró impotente para detener la embestida de los actores económicos que reivindicaban el libre mercado; mientras que el menemismo, finalmente, fue el abanderado de esos actores y sus valores.

Del menemismo, justamente, provinieron dos de las herramientas jurídicas fundamentales para el posterior desarrollo histórico de Salta Forestal: la Ley de Emergencia Económica y la Ley de Reforma del Estado. La primera, en nombre de la crisis, disponía la suspensión de subsidios y transferencias estatales a las empresas y sociedades del Estado profundizando su descapitalización; la segunda autorizaba la intervención de las mismas a fin de elaborar criterios y cronogramas para la posterior transferencia de lo público a lo privado. Roberto Augusto Ulloa empleó ambos instrumentos. En 1993, declaró sujetas a privatización diversas empresas, incluida Salta Forestal (Decreto 60 del 23/01/93). Un año después, dispuso su privatización (Decreto 754 del 25/04/94). Uno de los que firmaron esos decretos fue un personaje bien conocido por los salteños de hoy en día: Julio César Loutayf, actual ministro de Gobierno de un Urtubey que mientras era diputado provincial levantaba la mano cuando Juan Carlos Romero enviaba las leyes que posibilitaban achicar el Estado para engrandecer a la nación. La hora de los privados había llegado y allí apareció Olmedo. En 1997, conformó la firma ECODSARROLLO S.A.; en 1998, presentó un proyecto de licitación por Salta Forestal que el gobierno provincial declaró de interés público (Decreto 1140/98); en 1999, le otorgó la licitación (Resolución 188/99 del Ministerio de la Producción y el Empleo) para, finalmente, tomar la posesión del predio en julio del 2000.

El monstruo había nacido. Y de él, paradoja de la historia, surgió el hijo que hasta ayer se empeñaba en poner en peligro la carrera política del mismo Romero y que antes había desafiado a Urtubey. En medio de ese conflicto que involucró a los cómplices y amigos de ayer, aparecieron las pruebas que confirman que Salta Forestal es la historia de un fracaso. Pruebas que aparecieron cuando, disputando Olmedo la gobernación en el 2011, la Cámara de Diputados solicitó una auditoría que el organismo cumplió redactando un informe de 110 páginas confirmando todas las sospechas: la riqueza abundante en manos privadas nunca se derramaba en el pueblo llano. Un emprendimiento estaba lejos de representar algo estratégico para la provincia: no aportaba a la creación de empleos, no dinamizaba la economía regional y no contribuyó en materia de investigación ni desarrollo. Ya mucho se ha escrito sobre lo primero y lo segundo. Olmedo padre tuvo la gentileza de confesar en un documento del 2006, presente en esa auditoría, que tampoco aportó mucho a la investigación. Lo hizo cuando declaró que, de los 16 millones de pesos que debía invertir (el contrato original contemplaba 26 millones), sólo 100.000 estaban destinados a “Experimentos, Investigación y Extensión”. Un 0,62% del total, contra casi el 77% (12 millones) destinado al rubro “Agricultura a Secano y Desmontes”. Esos doce millones, por supuesto, son ínfimos en relación a las ganancias que esas tierras le reditúan a los concesionarios.

Salta Forestal, entonces, se constituyó como símbolo de una provincia que se precariza salvo por los pequeños enclaves donde los propietarios acumulan riqueza ilimitadamente. Tanta como para que los hijos puedan protagonizar millonarias campañas publicitarias cuya condición de posibilidad es la precariedad social de Anta. Los números de las elecciones de ayer están lejos de representar el fin de ese modelo de provincia que Romero, Urtubey y Olmedo montaron y de la que se beneficiaron. Tampoco suponen el fin de la carrera política de ese Olmedo al que podríamos definir como lo hacia Leopoldo Marechal con una oligarquía que “no se define por circunstancias de linaje o de tiempo, sino por esa mentalidad que le cierra el paso a cualquier otra visión de la patria”. Esa brutal realidad, sin embargo, no puede eclipsar cierto alivio transitorio: que una enorme parte de la población salteña haya decidido decirle a unos de los poderosos de la provincia sencilla y poderosamente no.