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Poder legislativo

 Al menos hay tres tipos de Constituciones. La formal, es decir la escrita, la contenida en ese librito que leemos de tanto en tanto. La material, a la que aludía Ferdinand Lasalle, el fundador de la socialdemocracia alemana, hoy triunfante en ese país, que se vincula a los factores reales de poder que existen en una sociedad concreta y que, cuando coinciden con la Constitución formal, la escrita, le dan a ésta efectiva vigencia. Y la Constitución real, que es el modo que en cada comunidad adopta la Constitución formal, es decir, la manera en que esa comunidad, o mejor dicho, los organismos públicos creados por la Constitución escrita, le dan cumplimiento. La manera en que éstos la acatan o, al menos, dicen acatar. La manera viviente que adquiere lo que está escrito.

Por Alejandro Saravia

Los otros días, en el seno de la Comisión que trata las eventuales reformas al Poder Legislativo de la Convención Constituyente reunida en nuestra provincia, recordaba una anécdota que habrá de servir de concreto ejemplo de lo que quiero decir. Allá por los años 1985 o 1986, durante la gestión gubernamental de Roberto Romero, vi entrar al entonces gobernador a la legislatura. Al inquirir acerca del motivo de esa visita se me informó que había concurrido allí a reunirse con el Bloque Justicialista de Diputados, es decir, el oficialista, para explicar y obviamente convencer a esos diputados acerca de la necesidad de que le den media sanción a un proyecto de ley de su interés. Años después, su hijo, también gobernador, no iba a la Legislatura por la misma necesidad sino que encomendaba a su secretario personal que ordenase a los diputados y senadores que aprueben algo que necesitaba y que previamente había enviado como proyecto. La Constitución era la misma, su acatamiento, no.

¿Qué es lo que había sucedido entre una gestión gubernamental y la otra? Sencillo: un cambio de sistema político. En el sistema presidencialista de gobierno, que es el que nos rige a nivel nacional y, en consecuencia, también a nivel provincial, la característica es la división e independencia de los poderes. Del ejecutivo, del legislativo y del judicial. La función primordial del legislativo no es sólo la de sancionar leyes sino, fundamentalmente, controlar al ejecutivo, limitarlo. E, inclusive, controlar que los funcionarios que propone el ejecutivo sean adecuados para determinadas funciones. Es el caso del Senado y la designación de los jueces. Ahora, si en lugar de limitar y controlar al poder ejecutivo el legislativo se limita a obedecer sus órdenes, no existe como tal poder.

Lo mismo sucede con el judicial. Es un poder independiente que debe controlar a los otros, principalmente al ejecutivo.

Esa es la diferencia entre el sistema presidencialista y el parlamentario. En éste no existe esa división de poderes, todos surgen del parlamento, de allí su propia denominación. El poder ejecutivo, ejercido por el gabinete de ministros y, de entre ellos, un primer ministro, que es el jefe de la bancada y del partido, deben ser previamente integrantes del parlamento.

En el sistema parlamentario, por ello mismo, existe una férrea disciplina partidaria, no así en el presidencialismo. En efecto, este sistema, el presidencialista, fue creado en Estados Unidos, en el que el sistema electoral para la designación de diputados o representantes es el de circunscripciones uninominales en el que los representantes, los diputados, tienen una vinculación cercana, directa, con los electores o representados, de modo que se deben con prioridad a éstos no tanto a su partido.

Se discute en nuestra Convención Constituyente la periodicidad de los mandatos de los legisladores. Estoy de acuerdo en que habría que recortar sus reelecciones a dos períodos, es decir, una sola reelección, a fin de evitar la eternización de los mismos en sus bancas, una manera de obstaculizar la oligarquización de los mismos y fomentar de ese modo la renovación de la dirigencia política. Mientras más viejos o más antiguos en el cargo, más mañeros se hacen.

Pero antes de la periodicidad de los mandatos primero hay que analizar la propia existencia de la legislatura como poder independiente. Si no hay independencia de la misma, no existe como tal. Es una mera ficción. Veamos lo que pasa con el Senado. Ya lo mencionamos al pasar, pero nos detengamos un poco. ¿Existe, por ventura, un análisis crítico respecto de los pliegos de jueces que el ejecutivo envía para el acuerdo de esa cámara? Desde ya que no. De no ser así no sucedería lo que está sucediendo en la Corte de Justicia cuyo desprestigio es ya insostenible. Pueden hacer la pantomima de reunirse con los propuestos, de publicar sus antecedentes, de abrir los mismos a las observaciones que se puedan hacer. Pero no deja de ser una pantomima. Siempre se ejecuta la voluntad del jefe, que es el titular del ejecutivo. Cuando se lo hace se desvanece la existencia del poder controlante. Es lo que sucede.

Los otros días escuchaba una entrevista que se le hacía a un senador respecto de ese tema y el mismo afirmaba que cumplían esas funciones muy a conciencia. Ni él lo creía. Es evidente que viven en un microclima, por no decir en un frasco, que los desvincula absolutamente de la sociedad que es la que debe soportar sus malas decisiones.

En resumidas cuentas, primero un poder debe existir y luego analizar la duración de los mandatos. Caso contrario nos sumamos a la ficción. El factor humano es muy importante. Tanto que podríamos traer, por ejemplo, a un Kelsen, a un Bobbio, al propio Alberdi, a redactar nuestra Constitución, pero si designamos para darle vida a personas subalternas, inidóneas, la impronta de la Constitución real va a ser la de los funcionarios subalternos o faltos de idoneidad que designemos, no la de los grandes constitucionalistas que redacten la Constitución formal.

Primero, insisto, el Poder Legislativo debe existir. Después discutamos lo demás.