La muestra itinerante del Museo del Holocausto Buenos Aires estará en Salta hasta este domingo. Recorrimos la exposición, que ofrece imágenes que todos conocemos pero nunca podremos asimilar. Una reconstrucción que se recorre en silencio.

El Centro de Convenciones está hecho para gente con guita que anda en auto, no para secos que se movilizan en colectivo. De lo contrario no se explica que su ingreso quede a doscientas mil cuadras del edificio propiamente dicho. ¿Cómo hace una vieja, por ejemplo, con perdón de las mismas, para caminar de una punta a la otra? Ni hablar de un rengo. Antes de entrar a observar cualquier cosa que se exponga en este lugar inaugurado por Juan Carlos Romero primero hay que saber sufrir. Hay que caminar por estas callecitas tan de barrio cerrado, tan de nuevo rico que quiere mostrarle al mundo que tiene plata y toma decisiones innecesarias.

Una vez adentro hay que volver a los 17, o a los quince años, cuando uno era un escolapio y acudía a muestras cuaderno en mano y con un mandato docente de ir, ver, anotar y resumir. En eso están cientos de estudiantes secundarios en este momento, en la muestra itinerante del Museo del Holocausto de Buenos Aires, “el museo que nunca hubiéramos querido tener”, como reza el folleto ilustrativo que se reparte en la entrada. El pequeño cartón posee una frase que el escritor húngaro sobreviviente de Auschwitz Elie Wiesel (el folleto dice “Ellie Wissel”) pronunció en París en 1998: “Ay de la humanidad si quiere que la protección de su memoria esté a cargo de los muertos, y no de los vivos”.

La muestra fue inaugurada el lunes. Ese día, un serio Juan Manuel Urtubey recorrió los espacios dedicados a recordar un genocidio que se cobró la vida de seis millones de judíos. Se la podrá visitar hasta el domingo 6 de 14 a 18 horas, con entrada libre y gratuita. Está dividida en tres secciones: un hall, el salón principal y una sala de videos.

El salón principal comienza con “Un día en el Ghetto de Varsovia”, exposición que incluye fotografías de Heinz Jöst, un soldado alemán que mantuvo en secreto las imágenes hasta la década del 80. Los banners muestran a chicos y adultos en estado deplorable. Algunos mantienen la dignidad, como la mujer que vende cintas con la Estrella de David que los judíos debían utilizar de manera obligatoria. Al lado de la imagen se cuenta que esa señora de edad impredecible (¿vieja? ¿joven pero arruinada por la miseria y el hacinamiento?) vendía distintos modelos. Los más baratos eran de papel, los más caros, de tela.

En los banners dedicados a Varsovia se cuenta que cuando estalló la Segunda Guerra Mundial vivían 380 mil judíos en la ciudad polaca. El Ghetto se conformó en noviembre de 1940, poco más de un año después de la invasión alemana a Polonia. Cuatro kilómetros cuadrados en los que convivieron 500 mil personas hacinadas.

“Las autoridades alemanas crearon deliberadamente condiciones conducentes a mortalidad masiva por inanición”, cuenta uno de los banners. Otro agrega que los nazis implementaron la restricción de alimentos, algo que trajo epidemias y provocó 85 mil muertes “naturales” en tres meses.

Los testimonios hablan de chicos hinchados, destruidos, que se arrastraban por un pedazo de pan y se morían antes de alcanzarlo. Las fotos y los testimonios impactan mucho más que el trabajo de las guías del salón. Es una muestra para mirar en silencio.

Esta etapa de la muestra también habla de las maniobras que hacían las víctimas para intentar zafar. Los rebusques que ya han sido contados en películas, libros, canciones y miles de entrevistas. Hasta en cómics, como el extraordinario Maus, donde Art Spiegelman cuenta la historia de sus padres. El viejo, Vladek, recuerda los días del Holocausto y relata los horrores inexplicables de un hecho que no parece haber sucedido en este mismo planeta. Cuenta, por ejemplo, que si los soldados nazis se hartaban de escuchar llorar a los chicos (los que se arrastraban), simplemente los reventaban contra una pared.

Y por supuesto, como dice Vladek, “casi nadie sobrevivió”. Uno de los banners que cierra la exposición sobre Varsovia es contundente respecto a lo que hacían las víctimas en el momento más crítico de esos años indescriptibles: ya no pedían pan, pedían morir.

Luego está la exposición “Identidad: Retratos de testigos de la Shoá”, fotos actuales de sobrevivientes del Holocausto. Son ancianos, eran niños. Lo principal son los rostros de sus cuerpos curtidos que no necesitan tatuajes porque parecen camas deshechas, arrugadas, como dijo el poeta Wystan Auden. Las palabras son pocas y se resumen en la de uno de los viejos, que dice que no quiere recordar porque vuelve a sufrir.

Al medio del salón, seis telas reflejan proyecciones de las imágenes que todos conocemos pero no podemos asimilar: Hitler en medio de tropas gigantescas, esvásticas que cuelgan de los edificios, montañas de cuerpos desnudos y flacos, un montón de tipos en pijama a rayas detrás de alambres de púa. Debajo, una llama está permanentemente encendida en homenaje a los seis millones de judíos muertos y a los sobrevivientes. No hay música, apenas una sutil sonorización que sugiere un suspenso continuo, una catástrofe inminente. Es un clima que se interrumpe con la llegada de nuevas camadas de estudiantes, que invaden todo con gritos que se apagan de a poco, a medida que se dan cuenta de que no da hablar. Entonces pelan celulares para selfiar y para capturar textos en lugar de tomar apuntes.

Al lado están los banners que conforman la exposición sobre Janusz Korczak, el pedagogo judío que vivió en el Ghetto de Varsovia y dirigió el orfanato del lugar. En pocos metros está resumida la vida que llevó, las obras y entrega para los niños más carenciados. Era un hombre que en 1910 hablaba de “hijos de la misma tierra” para describir a judíos y polacos de otras religiones. Sin embargo, no pudo escapar de la locura. La leyenda cuenta que Korczak caminó junto a los niños el día en que todos murieron a manos de los nazis realizando una marcha feliz que incluía canciones y risas. Nada lo comprobó, pero es preferible pensar que sucedió así.

En otro salón del Centro de Convenciones se proyecta un documental del Museo en el que sobrevivientes del Holocausto radicados en nuestro país cuentan algunas de las experiencias vividas. Una mujer cuenta que en un departamento de tres ambientes vivían siete familias. Dormían sentados, no había agua. Sobraba el hambre. Otra recuerda que la desgracia comenzó cuando los nazis ordenaron que salieran de sus casas.

“Hace diez días que nuestra alimentación consiste en una sopa de arvejas llena de gusanos gordos blancos. Hay que hacerlos a un lado y comer”, escribió Jonas Mekas en su diario el 23 de septiembre de 1944, cuando la vida no valía nada y la solidaridad no te la daba nadie, ni tus familiares. Mekas logró sobrevivir a la guerra, se mudó a Estados Unidos y logró convertirse en uno de los máximos exponentes del cine experimental. Su libro Ningún lugar adonde ir es una pequeña muestra en primera persona de la degradación de la vida humana.

En el hall de entrada hay otra exposición: “Genocidios del Siglo XX”, hechos “perpetrados por el hombre, contra el hombre”. Momentos trágicos de la historia que no pueden quedar en el olvido. Porque no pueden ocurrir otra vez. Allí, además del Holocausto, se mencionan los casos de Armenia, Ucrania. Camboya, Ruanda, Yugoslavia y, sí, Argentina.