El Poder Judicial es un poder contra mayoritario. No porque esté en contra de las mayorías sociales, sino porque es el poder que, precisamente, le pone límites a las mayorías políticas representadas en el Poder Ejecutivo y en el Poder Legislativo, que son los poderes políticos por antonomasia. Por Alejandro Saravia 

Cuando en 1863, el presidente Bartolomé Mitre posesionó en sus cargos a los integrantes de  la Corte Suprema de Justicia de la Nación, dijo, textualmente, que «como Presidente de la Nación busqué a los hombres que en la Corte Suprema fueran un contralor imparcial e insospechado de las demasías de los otros Poderes del Estado, y que, viniendo de la oposición, dieran a sus conciudadanos la mayor seguridad de la amplia protección de sus derechos y la garantía de una total y absoluta independencia del Poder Judicial…”

Con esas palabras ponía de manifiesto no sólo las dos funciones esenciales que la Constitución confiere e impone a la Justicia, al Poder Judicial, es decir, la protección de los derechos y garantías de todos los habitantes de nuestro país y el control necesario para que los otros poderes no incurran en demasías, para utilizar las palabras del propio Mitre. También dibujaba un respeto institucional que habría de abrir nuestro desarrollo como país. Tiempos idos.

Se da la particularidad de que en el per saltum de la Corte Suprema de la Nación de hace unos días, causa en la que se trata el traslado de los jueces Bruglia, Bertuzzi y Castelli, esas dos funciones de control se ponían en juego. La de los derechos y garantías de los ciudadanos y la de las demasías de los poderes políticos, bajo la burla de los procedimientos mediante los cuales éstos deben actuar y pronunciarse.

El Poder Judicial es, digamos, un poder contra mayoritario. No porque esté en contra de las mayorías sociales, sino porque es el poder que, precisamente, le pone límites a las mayorías políticas representadas en el Poder Ejecutivo y en el Poder Legislativo, que son los poderes políticos por antonomasia.

Nuestro país tiene la singularidad de que ese poder político está en cabeza de una sola persona, que, vaya paradoja, no es el presidente de la Nación, sino que es la vicepresidenta de la misma. Por eso, con algo de ironía, se dice que nuestro sistema actual es vice presidencialista. Una de nuestras tantas disfuncionalidades.

En verdad, la cuestión que trata la Suprema Corte de Justicia de la Nación no se vincula a meros traslados de jueces. La causa, como bien lo señaló el presidente de la Corte, Carlos Ronsenkratz, «fundamentalmente versa acerca de la validez constitucional de la revisión retroactiva de un mecanismo por el cual un importante número de jueces, quienes cuentan con acuerdo del Senado, han sido designados en diversos tribunales del Poder Judicial de la Nación y en los cuales han venido desempeñando sus funciones durante diversos periodos de tiempo».

A su vez, los otros integrantes de la Corte Suprema destacaron  que “las disposiciones que rigen esos procedimientos se sustentan en la aspiración de contar con una magistratura independiente e imparcial, lo que está directamente relacionado con la consagración constitucional de la garantía del ‘juez natural’, expresada en la prohibición de que los habitantes de la Nación puedan ser juzgados por comisiones especiales o sacados de los jueces legítimamente nombrados”.

Se plantean, entonces, dos cuestiones técnicas. Una, la denominada cosa juzgada administrativa, la otra, vinculada al concepto del juez natural y al de la inamovilidad de los jueces, cuestiones que fueron vulneradas con el decreto del Poder Ejecutivo, basado en un supuestamente necesario -y negado- segundo acuerdo del Senado, mediante el cual dejaba sin efecto los traslados y redefinía, retroactivamente, el modo en que dichos traslados debían hacerse, sin detenerse a pensar en los derechos de los trasladados y el derecho de los ciudadanos al juez natural y a una justicia independiente basada en la inamovilidad de los mismos.

Pero, lo peor de todo este desaguisado institucional, es el móvil: está claro que detrás de todo esto está la voluntad de quien manda, la vice presidenta, en dirección a elegir los jueces que habrán de juzgarla en los diversos delitos que por corrupción se le imputan. Entre ellos el de los cuadernos de Centeno, es decir, el remisero que solía escribir en cuadernos Gloria la memoria de los viajes, los famosos cuadernos de bitácora de los navegantes, llevando bolsos llenos de dólares a Olivos o a la Recoleta, el coqueto barrio en que vivía el matrimonio presidencial Kirchner. Deben ser, con los de López revoleando bolsos y los de Báez filmado contando billetes en Puerto Madero, los delitos mejor probados de la historia criminal mundial.

De allí la desmesura de poner a todos los poderes del Estado en la defensa penal de la jefa. Pero a estos poderes estatales, recordemos, los corporizan, los actúan, personas de carne y hueso. Por ello es patético el espectáculo del presidente, profesor adjunto de Derecho Penal en la UBA, sobreactuar enojos, para tapar, quizás, su propia vergüenza, en el supuesto, obviamente, de tenerla.