Por Alejandro Saravia

Días pasados se publicó una encuesta realizada por D´Alessio – Berensztein, es decir, dos personas serias en la cuestión de las encuestas y análisis político; en ella se mostraba cuál era, a la vista de los argentinos, el peor presidente de los últimos 35 años, es decir, desde la reinstauración de la democracia en 1983. Ganó ese concurso negativo con un 42 %, Cristina Fernández de Kirchner. Segundo salió, con un 38 %, Mauricio Macri.

Desde un punto de vista podría decirse que eso es grieta pura. Que refleja el desencuentro argentino, el empate hegemónico que mencionaba Tulio Halperín Donghi. Desde otro ángulo, podría sostenerse que los argentinos se preparan a elegir presidente, el año próximo, entre aquellas dos personas que están conceptuadas como “las peores del grado”.

Paralelamente, puestos a elegir al mejor presidente, salió airoso Raúl Alfonsín, con un 37 % y, segundo, Néstor Kirchner con un 29 %. Luego, viene Cristina Fernández con un 12 % y Mauricio Macri con un 9 %. No son buenos números, en verdad, para estos dos últimos.

¿A qué se podrían atribuir estos resultados? Intuitivamente podríamos decir que a Raúl Alfonsín se le atribuye haber cumplido con su misión fundamental que fue, precisamente, la difícil tarea de la reinstauración democrática, con el Juicio a las Juntas Militares como uno de los principales hitos. A Néstor Kirchner, la restauración de la autoridad presidencial después de la crisis de 2001/2002 y el crecimiento económico, más que nada por el viento de cola de la soja, el yuyito, a 600 dólares la tonelada. Pero, eso sí, con superávit gemelos.

Cristina Fernández y Mauricio Macri quedan como aquellos que “chocaron la calesita”, para usar la gráfica figura de Jorge Asís. Es decir, como dos figuras que no estuvieron a la altura de sus circunstancias. La primera por exceso de narcisismo y ambición, el segundo por falta de audacia y liderazgo.

Muchas veces se dijo, parafraseándolo al expresidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, que gobernar es explicar, convencer. “Venceréis, pero no convenceréis”, la frase que se le atribute a don Miguel de Unamuno, rector de la Universidad de Salamanca, muestra la sustancial diferencia cualitativa existente en sus términos. Entre el mero acto o hecho de ganar, vencer, y el de convencer, argumentar, conducir. Entre el hecho casi físico, material, del poder y el intangible de la autoridad.

La periodista y analista política Laura Di Marco, ante una encuesta de Julio Aurelio que la daba ganando a Cristina Fernández, manifestó que Macri debería darle paso a María Eugenia Vidal o a Rodríguez Larreta. De ese modo, decía, se podría superar la grieta que nos aqueja como sociedad.

Desde un punto de vista tiene razón, atento a que esta grieta, este empate hegemónico, no nos permite avanzar. Macri, cediendo el lugar a otra persona de Cambiemos, consolidaría los principios que llevaron a la formación de esa alianza táctica: la recuperación de un sistema político republicano, en riesgo por los devaneos adolescentes y pseudo revolucionarios del sistema kirchnerista. Después se supo qué escondían…

Ahora bien, se da acá una paradoja: en principio, es la persona de Mauricio Macri la que garantizaría el apoyo internacional, presuntamente necesario para superar la crítica situación en la que estamos. No de ahora, de hace 50 o, bien, de 70 años, como se prefiera. Pero ese apoyo internacional alimentaría, a su vez, al otro extremo de la grieta, personificado en el Papa Francisco y su mito del pobrismo y de la nación católica.

Porque lo que está en juego en nuestro país es el modelo de sociedad. Por eso hablamos de empate hegemónico. Y por eso es tan difícil salir de él. El modo de salir de ese empate es medrar en las filas adversarias convenciendo, persuadiendo.  ¿Convenciendo de qué? Pues, de la necesidad, de la conveniencia de un sistema político que de modo racional nos lleve a superar esa suerte de empate. Pero, para eso se necesita pactos, acuerdos. En otras palabras, se necesita hacer política. Acuerdos sobre el rumbo y sobre los medios o instrumentos. Eso da previsibilidad.

En el medio, como siempre, la sufrida y a veces desnortada sociedad argentina. La que despierta tantos elogios por sus talentos individuales y tantas críticas por sus falencias colectivas.

En el fondo, todo señala a que padecemos de una profunda crisis de liderazgo. No sólo en lo político, también en lo empresarial, gremial, en lo social, hasta en lo deportivo. Por eso muchas veces se me vienen esos versos del Cantar del Mio Cid: qué buen vasallo sería si tuviese un buen señor…

Pareciera que es eso lo que nos falta: autoridad en los líderes. Autoridad que deviene, como dijimos, de la ejemplaridad, de la respetabilidad, de la honorabilidad.