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Monumentos y miserias política e históricas

Un auxiliar docente de la cátedra de Historia Regional en la UNSa reflexiona sobre el reemplazo en Capital Federal, con la presencia de Evo Morales y Cristina Fernández de Kirchner incluida, del monumento que homenajeaba a Cristóbal Colón por otro que recuerda a la patriota Juana Azurduy de Padilla. (Osvaldo Geres)

Hace frío y desde la ventana de una de las habitaciones húmedas de un hotel ubicado entre avenida de Mayo y 9 de Julio, se divisan las carpas amontonadas de un puñado de hombres, mujeres y niños que a través de la ocupación del espacio público intentan revertir con algún grado de eficacia siglos de invisibilización sistemática por parte del estado. Las siglas QOPIWINI identifican las reivindicaciones de los pueblos Qom, Pilagá, Wichí y Nivaclé que desde hace más de 146 días acampan en la Capital en procura de ser considerados en la agenda del gobierno nacional.

En esta semana, CFK y su par boliviano Evo Morales, quien se encontraba en el país a efectos de firmar acuerdos sobre cooperación energética, asistieron al reemplazo del monumento a Cristóbal Colón, de más de 90 años en el lugar, por el de Juana Azurduy, heroína de la independencia sudamericana. La nueva estatua cuenta con una dimensión total de 15 metros de alto y un peso de 25 toneladas, fue exhibida por primera vez en un acto en la plaza ubicada a espaldas de la Casa Rosada. Su creador, Andrés Zerneri, considera que el recambio de estos monumentos significa en el contexto actual de los debates en torno a la memoria y la identidad en el país “un momento de quiebre simbólico”, un cambio en la perspectiva sobre las reivindicaciones históricas y culturales: “Antes -dice- los monumentos clausuraban un hito. Eran el cierre de un hecho. En cambio, este tipo de monumentos son inaugurales, por el tiempo que se abre”. El monumento abre, al parecer, una nueva grieta en el rancio bronce del panteón nacional para poder mirar con otros ojos una historia de reconocimiento multicultural.

Multiculturalidad sin embargo, dice la antropóloga Claudia Briones, no es lo mismo que multiculturalismo. Una sociedad multiculturalista en su sentido positivo es aquella que posee ordenamientos basados en políticas estatales de gestión explícita de su diversidad interior, es decir que ha alcanzado la capacidad suficiente para gestionar políticas diferenciadas        que alojen la diversidad de su ciudadanía. En este sentido, en contextos en donde el cambio de nombre de una calle o los intentos de sustitución de monumentos históricos por otros más “inclusivos” pueden despertar duros enfrentamientos ideológicos entre diversos sectores de la sociedad, la pregunta sigue siendo qué tipo de multiculturalismo es el que se está proyectando en el país a través de estas prácticas instituyentes de una determinada memoria histórica y de las imágenes del ser argentino que integran tal memoria.

No es casual que el reemplazo del nombre de la Avenida Virrey Toledo en nuestra ciudad se haya realizado por el de Avenida del Bicentenario de la Batalla de Salta, o que el proyecto de sustitución del monumento del marino genovés haya tenido un precedente en los intentos frustrados de reemplazar la cuestionada figura del Virrey Francisco de Toledo por la de Juana Azurduy en nuestra Plazoleta IV Siglos. Si de memorias impedidas, manipuladas y forzadas es de lo que se trata, los grupos indígenas aparecen ausentes en estas sustituciones simbólicas que no alcanzan un grado efectivo de impacto sobre las minorías étnicas del actual territorio argentino, porque en definitiva las políticas implementadas desde un marco jurídico adecuado siguen estando ausentes.

Desde el año 2006 el país cuenta con la Ley Nacional 26.160 de “Emergencia en Materia de Posesión y Propiedad de las Tierras que Tradicionalmente Ocupan las Comunidades Indígenas Originarias del País” (que permite suspender por 4 años el trámite de ejecución de desalojo de tierras de comunidades en litigio y obliga al relevamiento de la ocupación territorial de las comunidades), así como desde el 2001 ha introducido la forma de “autoidentificación” indígena en su censo nacional. Sin embargo la noción de “aboriginalidad” construida desde el discurso político sigue formulándose dentro de lógicas netamente contradictorias con cualquier posibilidad de reconocimiento concreto, y así prevalecen ideas esencialistas de restricción rural para la existencia indígena (como si en los barrios de Tartagal o en las villas de Buenos Aires no los hubiera o como si el hecho de reportar tal cambio implicara la pérdida de su pertenencia identitaria); la apelación al jus sanguinis para reconocer “herederos” de culturas ancestrales “legítimos” por sobre el jus solis en que se incluye al resto de los ciudadanos considerados “normales”; o la re-valorización del crisol de razas o en el mejor de los casos del mestizaje, que suele ser tan invisibilizador de algunas realidades como lo es el blanqueamiento de las políticas racistas de fines del XIX y principios del XX.

La sustitución de monumentos históricos, nombres de calles, nombres de escuelas, nombres de salones en la Casa Rosada, que constituyen lugares de memoria en su sentido más consagratorio, pueden aludir en ese acto de nominación, verdaderamente paradójico, a sectores puntuales de las comunidades originarias, lo que equivale en definitiva a una forma más de negación del reconocimiento de su existencia. Y es por eso que resulta un acto insuficiente, principalmente en la medida en que no se encuentre acompañado de un reconocimiento político de sus derechos, que es, a fin de cuentas, lo que se encuentra en un estado de urgencia en la agenda de los asuntos inconclusos de los sucesivos gobiernos nacionales y provinciales de la Argentina.

La memoria impedida a las comunidades corre del lente de observación el exterminio de los millones de indígenas producido desde la conquista, pero también el grado de violencia que sufren en el presente. La región chaqueña fue una de las últimas en incorporarse a la nación, no sin conflictos sumamente violentos como las “campañas de pacificación” emprendidas entre 1907 y 1911 por el coronel O’Donnel sobre el este y centro formoseño y en 1912 por el coronel Rostagno sobre el río Pilcomayo. Desde 1870 los gobiernos nacionales argentinos emprendieron una sistemática lucha en contra del indígena y en “defensa” de las “fronteras interiores”, proceso destinado a insertar a la Argentina en el mercado mundial capitalista, a partir de un doble frente militar y misional. Mariana Giordano, de quien tomamos estos datos, sostiene que es posible identificar, desde diferentes géneros discursivos, tres esquemas interpretativos de la realidad indígena chaqueña: el civilizatorio, el integracionista y el reparacionista-reivindicatorio y, que si bien podemos encontrar estos esquemas en periodos más o menos delimitados (en un amplio periodo que va desde 1853 hasta 1940 en adelante), suelen producirse fisuras con reapariciones de elementos de uno en épocas de supremacía de otro, hasta llegar a los años ´60 del siglo XX con un imaginario sobre el indígena compuesto de imágenes contradictorias y ambivalentes.

Las intervenciones militares posteriores a la Campaña del General Benjamín Victorica (1884) funcionaron, como señala Carla Lois, como “operaciones orientadas a afirmar la territorialidad estatal” sobre un espacio de ocupación étnica, lo que contribuyó a la fabricación de categorías oficiales y estandarizadas del territorio nacional. Desde entonces, asistimos a elaboraciones conceptuales -desde el discurso político, académico o periodístico- que no son otra cosa que luchas por la imposición de determinada visión sobre el mundo a través de la elaboración de principios de división que buscan imponerse y constituir el sentido y el consenso sobre el sentido que rige esas mismas divisiones.

Juana Azurduy de Padilla, reivindicada como heroína altoperuana o boliviana, interpelará a los próximos gobernantes, como desea su escultor, sobre la necesidad de no olvidar un pasado que ha sido blanqueado y posteriormente mestizado por políticas de estado, militares, religiosas y educativas, pero por sí misma nada dirá sobre la matanza de los 300 onas en playa Santo Domingo en 1905, la masacre de Napalpí en 1924, donde perecieron 200 indígenas qom y mocoví en manos de la policía, sobre la expulsión de los indígenas puneños del Malón de La Paz que visitaron Buenos Aires en busca del reconocimiento de Perón en 1946 y su feroz expulsión del Hotel de los inmigrantes, la masacre de Rincón Bomba en donde fueron masacrados 1000 pilagá en manos de la Gendarmería en 1947,o de cómo tras medio año de apostamiento en 9 de julio y avenida de Mayo los integrantes de QOPIWINI siguen siendo ninguneados. La colonización de la memoria no solo se produce a través de formas escritas de narrar la historia nacional, sino también desde formas instituyentes de reivindicación del pasado encaminadas a configurar determinadas nociones sobre la hibridez, el mestizaje o la “hermandad de los pueblos”. Lo cierto es que los miembros de QOPIWINI siguen apostando a sus derechos, pese al frio, al hambre y a la violencia cruenta, directa o simbólica, que día a día los confirman como “otros”. Basta abrir un diario o un portal de noticias para saber de los niños desnutridos, de los hombres muertos por la policía, de las mujeres violadas, de las tierras apropiadas ilegítimamente, del hostigamiento policial sobre los reclamos por el procesamiento del qarashé Felix Díaz, de un Estado que no llega ni con educación, ni con medicinas, ni con políticas certeras de verdadero reconocimiento.

Los Qom, Pilagá, Wichí y Nivaclé siguen acampando. Tal vez, como sugiere Ricoeur, “entre el voto de fidelidad de la memoria y el pacto de verdad en historia, el orden de prioridad es imposible de decidir. El único habilitado para ello es el lector, y en el lector, el ciudadano”. Como ciudadanos entonces tenemos la obligación de mirar con otros ojos la potencialidad de cambios jurídicos consistentes que permitan, como enfatiza Briones, “la posibilidad de construir un proyecto equitativo, justo y emancipadoramente plural de nación, lo que requiere replanteos en nuestras formas de pensar y hacer mucho más profundas de lo que hemos podido producir hasta el momento”.