Por Alejandro Saravia
“Para la convivencia se necesita la política, y para la política se necesita liderazgo. Los liderazgos son convicciones y si genera convicciones hace más fácil los tránsitos. Acá no se explica bien. Se explica bien en términos de las teorías, pero falta un mensaje conmovedor en el que la gente se haga cargo del problema y se sienta aliado al esfuerzo que está haciendo por una buena explicación. Que tenga sentido.” A esto no lo dice un demagogo redomado o un populista idem, lo dice Jorge Bustamante, autor del libro “La república corporativa”, cuya primera edición saliera en el año 1988, la última hace unos días.
Quien también habla de liderazgo, y es usualmente citado por el diputado nacional de moda, Miguel Angel Pichetto, es el recientemente fallecido Henry Kissinger, secretario de Estado de los Estados Unidos y asesor de política exterior de presidentes de ese país, no muy bien recordado en nuestro continente latinoamericano, pero, al fin, un intelectual de nota. Tiene un libro que precisamente se titula así: “Liderazgo”, y coincide con un sesgo señalado también por Bustamante en cuanto a las bondades didácticas que deben tener los líderes. La de éstos, dice, es una comprensión intuitiva de la dirección que debe seguirse, lo que les permite fijar objetivos y establecer una estrategia. Ello, complementado con la clara comunicación de esos objetivos, mitigación de dudas y movilización de apoyos. En consecuencia, los líderes no son centrífugos, son centrípetos. No expulsan, generan adhesiones.
En el sentido apuntado por los dos autores citados, en nuestro país en estos últimos 40 años, es decir, los de la restauración de la democracia, hubo claramente dos líderes: Raúl Alfonsín y Carlos Menem. El primero con un mandato tácito como fue, precisamente, esa restauración. Por ello mismo se lo respeta y conmemora como el padre de la democracia moderna, la que se consolidara definitivamente con el juicio a las juntas militares. Ese hecho marcó para siempre a las fuerzas armadas en el sentido de que las mismas nunca más debían erigirse como una especie de partido militar con las consecuencias que ello les trajo. En ese sentido, pues, el liderazgo de Alfonsín fue exitoso en la medida en que con todas sus falencias disfrutamos del período democrático más extenso de nuestra historia.
A su vez, Carlos Menem tuvo como mandato tácito, complementario del primero, el solucionar los problemas que en nuestra economía había dejado la dictadura militar y que no habían podido ser solucionados por el gobierno de Alfonsín, avocado a una transición y reparación fatigosas. Recordemos que el interregno militar nos dejó un país en default, con una enorme deuda externa multiplicada por diez respecto de la que había quedado de la gestión del peronismo derrocado en 1976.
A diferencia de los liderazgos de Alfonsín y de Menem, los de los Kirchner, el de Néstor Kirchner y el de Cristina Fernández, fueron retrotópicos en el sentido de que al futuro lo imaginaron como una vuelta al pasado del primer peronismo e imaginaron un país bajo el modelo de su provincia de origen, Santa Cruz, desértica, improductiva, rentística y dependiente del Estado. Por ello es que desandaron el camino trazado por aquél, que si bien no era el mejor era, al menos, el que estábamos caminando y tenía ya el gasto hecho. Como resultado, dilapidaron la mejor oportunidad que este paìs tuvo de encaminarse definitivamente hacia su modernidad y lo hicieron tras de consignas ya perimidas.
A su vez, Milei, reproduce este modelo retrotópico en el sentido de Bauman, poniendo como futuro al país liberal de fines del siglo XIX y comienzos del XX, en un mundo que ya no es aquél que acogiera la edad de oro del “granero del mundo”. También en éste, en Milei, el futuro está en un pasado imposible de reproducir en el contexto presente. Renuncia, por ello mismo, hasta a tener moneda propia, a un paso de la toma de conciencia de la sociedad argentina de que la inflación es un fenómeno si no exclusivo al menos preponderantemente monetario. Es decir, que la emisión monetaria, al contrario de lo que dice Cristina Fernández, sí produce inflación cuando no está acompañada de la indispensable inversión y consecuente producción de bienes y servicios. Esta sociedad, dolorosamente, aprendió esa lección y no hay que desaprovechar eso. La misma líder del peronismo, dos veces presidenta y una vez vicepresidenta hasta hace unos días, reconoce que hay que racionalizar la dimensión y el costo del Estado, reducir o simplificar los impuestos que pagan los pequeños y medianos contribuyentes, el flagelo de la deuda y el déficit, la reforma laboral, la privatización de empresas públicas y hasta una reforma del sistema de salud que la haría enemistar con el mundo sindical, sin explicar, sin embargo el por qué no lo hizo durante sus prolongados mandatos.
La traigo a colación a Cristina Fernández, a raíz del documento emitido días pasados, en el “día de los enamorados”, en el que hace una composición extensa acerca de que el origen de nuestra inflación sería la deuda externa y no la emisión monetaria. Es decir, una obcecación que la lleva a omitir parte de la ecuación clave: el exceso de gasto público se solventa o con créditos o con emisión. Como nadie nos presta por nuestra mala fama, se emite. De ahí la inflación. Sencillo. Su silencio y obcecación será porque es ella la principal responsable de haber llevado ese gasto público del histórico 22% al 45% del PBI, tornándolo en insostenible.
Milei no debe equivocarse. Él no es un enviado divino. Es nada más que el instrumento que la sociedad utilizó para manifestar su enojo, su bronca, su hartazgo. Nada más que eso. Y lo mismo sucede con todos los funcionarios públicos, electivos o no, de los tres niveles: nacionales, provinciales, municipales. Pongan las barbas en remojo que la gente está harta y a un tris de “hacer sonar el escarmiento”…