Libertad de prensa sitiada: Milei y el avance contra el periodismo

 

El informe anual de FOPEA sobre ataques a la prensa en 2024 arroja cifras alarmantes: se registró un ataque cada dos días, con el propio presidente como principal agresor. Las agresiones verbales, la estigmatización pública y las restricciones institucionales delinean un escenario sombrío para el ejercicio del periodismo en la Argentina libertaria.

 

En su informe anual 2024, el Foro de Periodismo Argentino (FOPEA) da cuenta de un panorama desolador para la libertad de prensa en la Argentina gobernada por Javier Milei. Durante el primer año de gestión del mandatario libertario, se contabilizaron 173 ataques a periodistas, medios y trabajadores de prensa, lo que equivale a un promedio de un ataque cada 2,1 días. El dato más inquietante, sin embargo, no reside únicamente en la cantidad, sino en la procedencia: el 69,3% de esas agresiones fueron perpetradas desde el propio aparato estatal.

No se trata, por tanto, de hechos aislados ni de actos marginales. La figura presidencial encabeza con claridad la estadística: Javier Milei protagonizó personalmente 56 agresiones —un 32,4% del total— constituyéndose, paradójicamente, en el actor estatal más hostil hacia el periodismo, un rol inédito desde la recuperación democrática. A través de sus redes sociales, en conferencias, entrevistas o publicaciones oficiales, el presidente ha estigmatizado, ridiculizado y descalificado sistemáticamente a comunicadores, cronistas, medios gráficos y audiovisuales.

Las formas de violencia ejercidas incluyen una amplia gama de estrategias. El 44,5% de los ataques correspondieron a discursos estigmatizantes, difamaciones y campañas de descrédito público; el 25,4% fueron ataques directos a la integridad física o moral de periodistas. El informe también contabiliza restricciones al acceso a la información pública (13,3%), utilización del aparato judicial con fines intimidatorios (6,4%) y actos de censura directa o indirecta (3,5%).

Este conjunto de prácticas no constituye un fenómeno accidental, sino un engranaje funcional dentro de una lógica de poder que percibe a la prensa como enemiga ideológica, y no como un pilar esencial del sistema democrático. Como subraya FOPEA, “la proliferación de ataques desde funcionarios públicos revela una decisión deliberada de hostigar a la prensa, deslegitimarla frente a la opinión pública y aislarla del ecosistema institucional”.

Un modelo de “libertad” que excluye la crítica

La paradoja no podría ser más evidente. Bajo la bandera discursiva de la “libertad”, el gobierno de Milei ha edificado un aparato de comunicación oficial basado en la desinformación, la confrontación permanente y la cancelación del disenso. El periodismo profesional, sobre todo aquel que osa formular preguntas incómodas o poner en duda el relato presidencial, ha sido sistemáticamente colocado en el lugar del enemigo interno, del “ensobrador”, del “sicario mediático” o del “operador político”.

Milei no actúa en soledad. Lo acompañan —y amplifican— ministros, secretarios, voceros y, sobre todo, una estructura digital agresiva y eficaz: miles de cuentas automatizadas o anónimas que replican el discurso oficial con una ferocidad que recuerda a los peores momentos de la posverdad global. FOPEA remarca que el 81,5% de los ataques a la prensa durante 2024 fueron cometidos por actores vinculados directamente al poder estatal. El fenómeno excede largamente los exabruptos presidenciales: es un modo de gobernar, de disciplinar y de condicionar.

Uno de los elementos novedosos del informe es la identificación de patrones de agresión coordinados. Las redes sociales, convertidas en verdaderos campos de batalla ideológica, son el vehículo privilegiado para el hostigamiento público. En no pocos casos, periodistas que realizaron investigaciones críticas sobre el gobierno vieron su información personal difundida, fueron objeto de campañas de desprestigio e incluso recibieron amenazas.

Además, se señala un preocupante retroceso en el acceso a la información pública: ministerios que se niegan a responder consultas, conferencias de prensa que se suprimen o transforman en monólogos presidenciales, oficinas públicas que desacreditan a periodistas por sus líneas editoriales. Todo este andamiaje, articulado de manera sistemática, limita la posibilidad de ejercer el periodismo con libertad y sin miedo, un requisito indispensable para cualquier democracia que se precie de tal.

Una democracia incompleta bajo asedio discursivo

El informe de FOPEA no sólo advierte sobre los hechos concretos del 2024, sino que llama la atención sobre el clima generalizado de deterioro democrático. “La libertad de expresión no puede ser un privilegio reservado a quienes aplauden al poder”, sostiene el documento, en una afirmación que funciona como advertencia, pero también como diagnóstico.

Lo más inquietante no es sólo la virulencia de los ataques, sino su sistematicidad y su naturalización. En Argentina, por primera vez en décadas, se ha instalado la noción de que agredir periodistas es un acto legítimo, incluso celebrable. Esta concepción peligrosa erosiona lentamente los consensos básicos que sustentan la vida institucional: el derecho a preguntar, a criticar, a investigar, a informar.

En lugar de fomentar una relación madura entre gobierno y prensa, el oficialismo ha optado por una estrategia de guerra discursiva, que utiliza a la prensa como chivo expiatorio de todos sus fracasos y tensiones internas. El resultado es una esfera pública intoxicada, polarizada, desprovista de los mínimos acuerdos para la deliberación democrática.

La gravedad de esta situación no puede ser relativizada ni absorbida por la inercia del escándalo cotidiano. La historia reciente de América Latina ofrece múltiples ejemplos de cómo los liderazgos populistas, autoritarios o ultraliberales han utilizado el desprestigio de la prensa como antesala del silenciamiento total. La Argentina está todavía a tiempo de revertir esa deriva, pero el tiempo se acorta.

FOPEA, al finalizar su informe, formula un llamado a la responsabilidad institucional: exige al Poder Ejecutivo el cese de los ataques, la garantía del derecho a la información y el respeto irrestricto por la labor periodística. Pero también interpela al resto de los poderes del Estado, a la sociedad civil y a los propios medios de comunicación: la defensa de la libertad de prensa no puede quedar librada a una lógica de resistencia dispersa, ni al voluntarismo aislado.

En un país con inflación persistente, pobreza estructural, fragmentación política y crisis social, la destrucción del periodismo independiente no es un problema más: es una amenaza directa a la posibilidad misma de reconstruir un contrato democrático que incluya a todos. La pregunta que queda abierta es si la sociedad argentina —sus instituciones, su dirigencia y su ciudadanía— está dispuesta a defender esa posibilidad antes de que sea demasiado tarde.