Juana Manuela Gorriti como muchas otras mujeres estuvo signada también por el amor, la pasión y la viudez provocada por las guerras de la independencia. La escritora salteña dejó retratada a otra viuda de la revolución: Carmen Puch, la esposa de Güemes. (Raquel Espinosa)
La ilustre escritora salteña se casó en Bolivia con Manuel Isidoro Belzú el 20 de abril de 1833; tenía 16 años. Como esposa de un militar lo acompañó a todos los lugares a donde fue destinado. Vivió, pues, entre permanentes mudanzas y a lomo de mula. Peregrinó por La Paz, Chuquisaca, Sucre y Oruro y, más tarde, cuando las peleas entre los esposos se hicieron cada vez más comunes, se instaló con sus hijas en Arequipa y, finalmente, en Lima.
Muchos de esos conflictos tuvieron que ver con la opresión que padecían las mujeres de su tiempo. Ella no estaba de acuerdo con la sociedad patriarcal de la Colonia que imponía a las mujeres un papel secundario o excluyente en la vida pública. Leía, opinaba, escribía y participaba de actividades conspirativas. A estas actividades se sumaron los rumores de romances clandestinos de ambos cónyuges por lo que la disolución del matrimonio fue un hecho previsible.
No obstante, cuando Juana Manuela se enteró del asesinato de su exesposo a manos del general Melgarejo emprendió, con decisión y valentía, rescatar, junto con su hija Edelmira, el cadáver de Manuel Isidoro que estaba abandonado en el Palacio Presidencial. Miró ese cuerpo ensangrentado que tantas veces había acariciado y al que tanto amó y organizó su funeral.
En su biografía sobre Belzú, incluída en el libro Panoramas de la vida, la autora cuenta que durante tres días desfilaron por la capilla ardiente, levantada en la residencia de su hija mayor, hombres, mujeres, ancianos y niños angustiados por la muerte del Tata, como lo llamaba el pueblo. En la reflexión final, luego de sintetizar la vida de Isidoro y narrar su fin, expresa: “Ojalá que aquella catástrofe, y el holocausto de ese protagonista de la democracia cierren el drama terrible de Caín y Abel, que se repite en ese país con espantosa frecuencia” y cierra su texto con dos preguntas y un deseo expresado a viva voz: “¿Cuál será el término de este cúmulo de horrores? ¿Dónde nos conducirá? ¡Haga el Señor como en el Génesis, de ese caos nacer la luz!”
En el cementerio, Juana Manuela pronunció una sentida oración fúnebre de despedida y luego, ante los enfrentamientos entre bandos opuestos, debió cruzar clandestinamente la frontera hacia el Perú. La guerra se había llevado a su marido y dejó huérfano al pueblo boliviano.
La pasión, el amor y la guerra con sus muertes no la abatieron. Su reciente viudez la dejó más desamparada; sin embargo, siguió luchando. Aparecieron luego nuevas lecturas, nuevos trabajos -fue educadora de señoritas y organizadora de veladas literarias- y nuevos amores.
Las guerras por la independencia la habían expulsado de su patria, a ella y a su familia, le habían arrebatado sus bienes y sus amigos y, puede decirse con razón, su infancia y su paraíso. En Bolivia las mismas luchas contribuyeron a la disolución de su matrimonio y determinaron su viudez. A la muerte de su esposo sucedieron las muertes de sus hijas. Debió también sufrir las muertes violentas de sus hermanos. Una vida, en síntesis, signada por la tragedia.
Años más tarde, como hija de un guerrero de la independencia se la notificó de una pensión que recibiría por una ley sancionada en 1872, durante la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento pero la pensión implicaba ciertas trampas. Juana Manuela tenía entonces casi 60 años y se le imponía la condición de residir en Buenos Aires para poder cobrarla. En Lima había encontrado un hogar seguro y acogedor pero necesitaba ese subsidio para vivir porque su salud empezaba a resentirse y ya no podía trabajar como antes. Una vez más los fantasmas de la guerra injusta ejercían su violencia sobre ella. Con las únicas armas que sabía defenderse, las palabras, disparó contra los responsables a quienes tilda en sus escritos de “zánganos”: “He aquí yo, que en la vejez, edad de reposo, para escapar al rudo trabajo de la enseñanza, voy peregrinando en busca de un pedazo de pan que mi país me echa como una limosna cacareado y dado en cara en pago de la inmensa fortuna que mi padre prodigó para darle la independencia.”
Carmen Puch de Güemes
Es Juana Manuela en su rol de escritora quien dejó retratada en Sueños y Realidades a otra viuda de la independencia a quien conoció siendo niña y a la que admiraba: María Margarita del Carmen Puch Velarde, la esposa del General Martín Miguel de Güemes.
Se había casado con el entonces gobernador de Salta el 10 de julio de 1815. Ella tenía 19 años; él, 30. En la semblanza que de Carmen hace Juana Manuela la compara primero con La Virgen de Las Mercedes, con Esmeralda, el personaje creado por Víctor Hugo, y luego con una sibila resaltando así, por un lado, su extraordinaria belleza y, por otro lado, su don de profetisa que también lo poseían otras mujeres de la familia.
Este último rasgo puede ejemplificarse con la escena en que Carmen despide a su esposo que debe marchar desde Miraflores a enfrentarse, nuevamente, con sus enemigos: “-He subido al tercer piso de la torre para ver todavía a Martín. Mis ojos lo han seguido hasta que se perdió, no en la distancia, sino entre las sombras de la noche. -¡De la noche eterna!- murmuró mi tía desde un ángulo oscuro del cuarto. La niña lloraba añadió como si la hubiera besado un muerto. ¡Ay! ¡Ay!”
El destino de Güemes estaba escrito y las noticias de su muerte llegan al refugio de Carmen a través del padre de Juana Manuela. Es él quien narra las últimas palabras del General antes de morir recomendándole al entrañable amigo el cuidado de sus soldados, seguir defendiendo la patria y cuidar de sus hijos y especialmente de Carmen: “¡Oh! Ella vendrá conmigo, porque no querrá habitar sin mí la tierra y morirá de mi muerte, como ha vivido de mi vida”.
La pluma romántica de la Gorriti actualiza así una escena contemplada en su niñez, repetida y transformada por los distintos narradores que la evocaron una y otra vez.
Los seis años que estuvieron juntos Carmen y Martín compartieron amor y compañerismo pero también una vida agitada, llena de dificultades y largas separaciones. Carmen, que había nacido en el seno de una familia acomodada, era una buena amazona y esto le permitió escapar muchas veces del asedio de los enemigos de Güemes que deseaban secuestrarla a ella y a sus hijos para doblegar al general patriota.
La esposa de Güemes se convirtió en una nueva viuda de la independencia cuando Martín expiró el 17 de junio de 1821. Los autores consultados coinciden en señalar su desconsuelo irreversible y su decisión de cortarse la hermosa cabellera como símbolo de renuncia a la vida. No pudo como Juana Manuela Gorriti sobrevivir a su esposo. No tuvo necesidad de reclamar ninguna pensión porque las fuerzas para seguir luchando la abandonaron y falleció el 3 de abril de 1822. Tenía sólo 25 años.
Las otras mujeres ligadas a la vida del héroe gaucho, como Juana Manuela Saravia, la legendaria Iguanzo o la jujeña que retrata Elsa Ducraroff en su novela Conspiración contra Güemes no causaron tanto dolor a Carmen como aquella otra esposa a la que el poeta César Luzatto se refiere: A ese león de las batallas/ al que las lanzas no encierran,/ las pestañas de unos ojos/ lo aprisionan en su reja./ Se casa pronto. Lo aguarda/ su otra esposa, que es la guerra.
Será la guerra la que triunfe, la que con artes de seducción y engaños se lleve al héroe finalmente, tal como le sucedió a Belzú. Y a aquellos otros que seguían persiguiendo la utopía de la independencia. Sus ausencias, paradójicamente, fueron las que ostentaron la presencia de las viudas, esas mujeres que, de otra manera, seguirían conformando los ejércitos de la patria. La historia está en deuda con ellas.