La imputación del exfuncionario Benjamín Cruz por el presunto delito de tráfico de influencias no solo marca un punto de inflexión en una causa compleja, sino que también pone en tela de juicio la transparencia y la responsabilidad de quienes deben velar por la seguridad de la provincia. El trasfondo de este caso, vinculado a una serie de visitas irregulares en la Unidad Carcelaria de Orán, revela las vulnerabilidades que enfrenta la administración pública cuando el poder se mezcla con intereses y negocios personales.
Dr. d. morando
El tráfico de influencias, delito por el cual Cruz fue imputado, se enmarca dentro de las infracciones contra la administración pública. En estos casos, un funcionario utiliza su posición para inducir a otro a realizar, retrasar u omitir algún acto de su competencia a cambio de un beneficio. La gravedad de esta acusación reside en que, de probarse su culpabilidad, el exfuncionario enfrentaría no solo sanciones legales, sino también la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos.
La Unidad Fiscal, conformada por la fiscal penal 2 de Orán, Mariana Torres, y el fiscal penal 2 de Salta, Ramiro Ramos Ossorio, dio a conocer la citación a audiencia de imputación, destacando que el exsecretario de Seguridad facilitó el ingreso irregular de Darío Monges, un hombre que se presentaba como asesor del Ministerio de Seguridad. La maniobra, realizada supuestamente bajo la autorización del entonces Director General de Políticas Penales, Ángel Augusto Sarmiento, generó un eslabón más en una trama que combina poder, criminalidad y complicidad.
El hecho que dio origen a la investigación ocurrió en junio de 2022, cuando Monges ingresó a la cárcel de Orán con la intención de entrevistarse con Oscar Alberto Alejandro Díaz, un peligroso procesado provincial conocido por sus conexiones con el mundo del sicariato. Las dudas sobre la legalidad de esta visita no tardaron en surgir, ya que el acceso se dio fuera de horario, sin las acreditaciones correspondientes y con la presunta venia de quienes debían impedirlo.
Al ser consultado en su momento como testigo, Cruz se defendió argumentando que la autorización de estos ingresos no era de su competencia, y que simplemente había trasladado la inquietud de Monges al Director de Políticas Penales. Pero la situación se volvió más turbia cuando la misma persona que logró el ingreso —invocando su nombre— fue asesinada en circunstancias violentas pocos meses después.
El asesinato de Monges en septiembre de 2022 destapó una red de relaciones que involucraba a múltiples actores políticos y sociales. Testigos y vinculados a la causa lo describen como alguien con múltiples contactos en el ámbito político y deportivo, un hombre que, a pesar de su apariencia como simple gestor, podía moverse en los límites de la legalidad. ¿Cómo alguien con ese perfil accedió a una prisión de máxima seguridad para entrevistarse con un sicario? Las respuestas que ha intentado ofrecer Cruz no han disipado las sospechas, sino que más bien las han incrementado.
El crimen violento —cinco disparos y signos de tortura— deja entrever que el asesinato no fue un hecho aislado. La figura de Monges comienza a adquirir una connotación mucho más oscura. No era solo un “asesor” del Ministerio de Seguridad que en ese entonces estaba a cargo de Abel Cornejo, como pretendió presentarse en la cárcel. Sus conexiones lo hacían valioso para ciertos sectores, y al mismo tiempo, peligroso para otros.
El caso de Cruz no solo es el relato de un funcionario acusado de tráfico de influencias, sino un reflejo de las fisuras que se generan cuando el poder no encuentra límites claros. La justicia y la administración pública deberían ser bastiones de transparencia y rectitud, pero este episodio deja al descubierto la facilidad con la que las barreras institucionales pueden ser vulneradas cuando existen intereses ocultos.
La presunta implicación del exsecretario de Seguridad, sumada a la del Director General de Políticas Penales, Ángel Sarmiento, a quien se le sigue una causa por abuso de autoridad y revelación de secretos, cuestiona la integridad del sistema. Mientras los fiscales intentan conectar cada eslabón de esta cadena, la sociedad se pregunta si se llegará al fondo del asunto o si, como ha ocurrido en otras oportunidades, la verdad será enterrada junto a sus protagonistas.
El peligro de la impunidad
El caso Monges ha destapado mucho más que un simple acto de tráfico de influencias. Ha dejado al descubierto un entramado en el que los cargos públicos parecen ser monedas de cambio y las decisiones administrativas, meras formalidades manipulables. Benjamín Cruz ha optado por presentar su defensa por escrito, una maniobra que, aunque legal, sugiere cautela y temor a enfrentarse directamente a las acusaciones.
La justicia tiene ahora la responsabilidad de dilucidar si el exfuncionario actuó en complicidad con otros actores, si facilitó el acceso a un asesino a una cárcel en condiciones irregulares o si, como él afirma, simplemente fue un intermediario inocente. Pero más allá de su rol específico, lo que está en juego es la credibilidad de las instituciones que deben protegernos.
En una provincia donde el crimen organizado, la corrupción y la impunidad han dejado marcas indelebles, cada caso se convierte en un examen para la justicia. Si Benjamín Cruz y quienes estén involucrados en esta trama no enfrentan las consecuencias de sus actos, se estará enviando un mensaje peligroso: que el poder aún puede torcer la justicia a su antojo.