A 250 kilómetros de Salta, la bodega Tacuil produce y exporta vinos a EEUU y Europa usando caminos en donde pozos y calamina maltratan vehículos y producción. Con sólo $250.000 anuales para rutas del departamento de Molinos, el Estado desaprovecha potencial productivo y turístico de un lugar asombroso. (Daniel Avalos)
Desde el punto más alto de la cuesta por donde se arriba a la Bodega Tacuil, uno la observa maravillado. Esa hoyada gigante a 2.597 metros sobre el nivel del mar, escondida entre las enormes montañas, es un valle fértil que, metros antes del punto en donde un orgulloso cartel da la bienvenida, resultaba inimaginable para el que lo visita por primera vez. Desde arriba, uno ve con claridad cómo el río Tacuil atraviesa el viñedo y, a su vez, alimenta un sistema de acequias que hace un siglo regó trigales y hoy riega la vid. Tacuil, en definitiva, es uno más de los 26.133 viñedos que existen en el país, aunque la forma en que se presenta a los visitantes es sorprendentemente única.
Casi al centro de ese valle, que se alarga y se estrecha a medida que se aleja de la cuesta de ingreso, sobre una colina decididamente enana en relación a los cerros que la circundan, se levanta el casco de la finca: una construcción de estilo colonial en donde resaltan los arcos de la galería. Por detrás de ella, una hilera de habitaciones de techos altos que alguna vez debieron hacer de caballerizas y casillas para los trabajadores. A los pies de ese conjunto arquitectónico que data de la década del 40, la bodega que cobija tanques de acero inoxidable de distintos tamaños en donde anualmente se producen los 300.000 litros de vino que en parte importante se exportan al Reino Unido, EEUU, Australia y Suiza.
Diez de las veinte hectáreas en donde Tacuil produce las uvas forman un semicírculo que rodea el frente del casco principal constituido por tres potreros. El que limita con la bodega es el más grande y reúne casi seis hectáreas. El que se ubica al frente de la casa principal llega a dos. A este potrero del tercero, los separa el río que, desde su margen hasta el borde la montaña por donde se ingresa al valle, encierran las restantes hectáreas. Allí y en otras hoyadas que salpican la irregular geografía, crece el fruto que, para su propietario, es el secreto de lo que él llama el maná de Tacuil: las uvas Malbec. Y aunque esa variedad no tiene ya nada de particular en la industria vitivinícola nacional, para el dueño de la bodega sus uvas poseen una singularidad en la que se asienta el éxito de su vino estrella: Viñas de Dávalos.
Lo primero es relativamente fácil de explicar. La variedad Malbec sirvió de lanza para el ingreso de Argentina en el mercado internacional y esa rápida inserción generó la multiplicación de esas cepas. Los números de la provincia vitivinícola por excelencia de la Argentina -Mendoza- lo confirman: según el informe de inversión que presentó el Banco Macro cuando, en una polémica compra, adquirió más de 250 hectáreas a la provincia en Tolombón para destinarlas a la producción de uvas, en 1993 había 9.189 hectáreas implantadas con Malbec, mientras en el 2008 la cifra creció hasta 22.885. El Malbec, además, es el más elegido por los clientes internacionales. Hasta el 2010, las exportaciones de esa variedad alcanzaban el 31% del total y se estima que ese porcentaje se ha incrementado al día de hoy. El Banco Macro, por supuesto, pensaba destinar 40 de las 50 hectáreas de una primera etapa de cultivo a la producción de Malbec.
casco princial de la finca tacuil
Foto: casco principal de la Finca de Tacuil

La singularidad de esa variedad en Tacuil según el dueño de la finca Raúl Dávalos, radica no en los mandatos del mercado, sino en la combinación de varias razones naturales y la pericia propia de la bodega. El clima y la altura de Tacuil, por ejemplo, producen oscilaciones atmosféricas más bruscas entre el día y la noche con respecto a otros puntos de la provincia, y la particularidad le otorga a sus vinos características singulares; el sistema de riego por acequia, además, convierte al producto en uno orgánico; y el método de cultivo conocido como la “espaldera” explica gran parte del resto. En contraposición a la clásica “parra”, la espaldera otorga una ventaja fundamental: mejor maduración de la uva al recibir más directamente el racimo los rayos del sol. En eso, dice Dávalos, radica el color de sus vinos. Un tinto intenso que resume para los expertos la calidad de la variedad usada y del vino elaborado. Con la seguridad propia de quienes están convencidos de saberlo todo en cuanto producción de vinos se refiere, e inclinado a darle una clasificación precisa a las ideas confusas de quienes sabemos casi nada, el bodeguero de Tacuil explica que, para ayudar a la naturaleza, él ordena extirpar los racimos que no permiten el soleado de todas sus uvas. El arrancado precoz de algunos miles de kilos garantiza que las sobrevivientes reciban todo lo que deban recibir del sol. Eso y algunas de las características de la tierra, explicarían por qué, de los 10.000 kilos que suele rendir una hectárea en la zona de Cafayate, en sus viñedos se reducen a unos 6.000.
La excepcionalidad, sin embargo, trae consigo alguna complicación. Sus uvas experimentan un proceso de fermentación que les da a sus vinos una graduación alcohólica de 16%. Porcentaje que le trajo problemas en la Comunidad Europa donde, a fin de combatir las intoxicaciones etílicas de sus jóvenes, dispuso que todo vino que supere el 15% de graduación debe abonar impuestos extras en el Viejo Mundo.
Raúl Dávalos, propietario de la bodega
Foto: Raúl Dávalos, propietario de la bodega.

La ruta que no está
En el salón principal de la casa en la que Juan Carlos Dávalos escribió mucho de sus relatos sobre los valles de Cachi y Molinos, en una mesa ratonera de cardón que el anfitrión asegura es obra de carpintería del poeta muerto en la década del 50`, Raúl Dávalos asienta cuatro botellas: un RD, un Doña Ascensión, un 33 de Dávalos y un Viñas de Dávalos. Nos recuerda que, para él, la fermentación de las uvas en madera no favorece al vino, razón por la cual, y por insistencia de sus hijos, sólo el que lleva el nombre de la primera propietaria del lugar -Doña Ascensión- incluye una elaboración de ese tipo. Volvemos a comentar lo extraña que nos parece la observación en un mundo vitivinícola en donde la madera resulta ser la aliada fundamental de los viñedos y por respuesta, esta vez, sólo obtenemos un gesto indiferente. Raúl Dávalos ya está ocupado en otra cosa. En recodarnos cuál debe ser el orden en el que debemos degustar los vinos: primero el que posee un menor porcentaje de Malbec y sólo al final el que es 100% Malbec: el Viñas de Dávalos.
Y en eso estábamos cuando el ventanal dejó ver algo increíble. Por la cuesta de acceso a la bodega, esa que surca oblicuamente a un cerro enorme en donde la única vegetación visible son los cardones que, en posición marcial, parecen vigilarlo todo, asciende lo que a la distancia se muestra como un diminuto camioncito. Uno que a paso de hombre carga 140 cajas del vino que es 100% Malbec. Cajas que cobijan un total de 840 botellas que, en nuestra ciudad, se exponen en las góndolas a $250. Uno, entonces, puede imaginarse a ese conductor: manipulando con su mano derecha la palanca de cambios; accionando con el pie izquierdo el pedal del embrague; con el derecho el freno y, como la empinada subida lo exige, también accionando el acelerador con prudencia mientras la mano izquierda sostiene firme el volante. Conductor que seguramente ejercita el insulto fácil y maldice la precariedad de un camino por el que está transportando, insistamos, 140 cajas de vinos que contienen 840 botellas cuyo precio de plaza es de $250 pesos. Un conductor, en definitiva, que transporta por esa cuesta empedrada $210.000 y debe cuidar que ninguna botella se rompa. Que el vino transportado es el que decimos, es un hecho. Unas horas antes, en la sala de etiquetado, un trabajador de la bodega, el atento Alfredo nos informaba que esperaban un camión que se llevará la carga.
Lo hizo mientras sus enormes manos fijaban en la botella las etiquetas beige que, en un elegante inglés, informan a los clientes del viejo mundo las virtudes del producto. Dueño de unos modales que cualquier docente capitalino desearía para sus estudiantes, Alfredo, como buen hombre del campo descendiente de diaguitas, responde a nuestras preguntas sin concluir nunca nada, salvo el arribo de ese camión que luego subiría a paso de hombre por la cuesta. Ese kilometro no será lo único que el chofer del transporte deberá padecer. Si el viaje entre Cachi y Molinos representa ya todo un problema para el transporte por la precariedad de las rutas, el camino entre Molino y Tacuil es en realidad sólo una huella en medio del paisaje. Ni la existencia de tres bodegas importantes entre un punto y otro (Colomé, que siendo alguna vez de la familia Dávalos hoy pertenece al millonario suizo Donald Hess; Humanao, del sojero Carlos Francini y la misma Tacuil), han mejorado la situación de una vía en donde los pozos y la calamina castigan permanentemente al vehículo, en donde el polvo lo envuelve todo, en donde el camino serpentea siempre, acercando a veces al rodado a las enormes e irregulares formaciones rocosas, y otras veces alejándolas de ellas para que los ocupantes adviertan la inmensidad del escenario que transitan.
Tampoco las inversiones anunciadas por el gobierno provincial despiertan expectativa alguna al respecto. Del $1.359.743.443 que el gobierno provincial destinó para obras públicas en el presupuesto 2013, sólo $6.531.190 se destinaron a Molinos (0,48%). Y de ese total, $250.000 se destinarán a caminos (0,01%). Cuarto de millón de pesos que, según la planilla de Plan de Trabajos Públicos del presupuesto, se utilizará para unas defensas sobre el río Luracatao en la ruta nacional 56. Puede que el famoso capitalismo de amigos del que tanto se habla encuentre en el caso de la industria vitivinícola salteña una perfecta ejemplificación: un Estado al servicio de promover la infraestructura necesaria a aquellas regiones como Cafayate, en donde las bodegas pertenecen al banco operador de las cuentas provinciales, al conductor radial devenido en empresario hotelero y vitivinícola, a la familia del exgobernador y a otros personajes que de una forma u otra, siempre han formado parte del establishment.
El Fuerte de Tacuil
Al extremo sudoeste de la cuesta de ingreso a la bodega, transitando por el camino que se interna a la parte baja del valle, se acerca uno al Fuerte de Tacuil: el lugar en donde los relatos coloniales aseguran que los indígenas calchaquíes eligieron morir antes que quedar sometidos a los conquistadores españoles.

El camino que nos acerca al Fuerte es menos pedregoso que el que une Molinos con Tacuil. Serpenteante, se abre paso entre las sementeras de los campesinos. Está enmarcado por pircas de granito y hasta por un callejón de cardones que los lugareños levantaron para embellecer el camino. Mientras uno avanza por él, va dejando atrás los ranchos de adobe con techos bajos. En cada uno de ellos resaltan los paneles solares y los característicos platos-antenas de Direct TV. El contraste entre el color de ese valle y el horizonte es asombroso. En el valle, un verde claro tipo cañaveral salpicado de sauces llorones, se explica por la cercana presencia del río. Pero se trata de una mancha en medio de un paisaje inmenso y áspero, en donde dominan los enormes bloques de granito rojo, de todas las formas y tamaños, que a veces se asemejan a una piel surcada por miles de arrugas y otras veces nos recuerdan a las pieles tersas y suaves.

Allí, al fondo del paisaje y en medio de inmensas cadenas montañosas, es imposible no reconocer el Fuerte. La prolijidad de sus cortes, la verticalidad de sus murallas, lo convencen a uno de que la construcción es obra de la civilización. Pero no. Se trata de una formación moldeada por el agua de las lluvias veraniegas y el viento de todo el año que durante milenios bañaron y acariciaron a esa geografía enorme. Como si la naturaleza hubiera querido compensar con una fortaleza natural a los pueblos que, viviendo allí durante siglos, mostraron siempre un trato respetuoso para con la tierra. Una fortaleza que, al decir de Juan Carlos Dávalos, podía permitir que mil hombres parapetados con piedras y flechas, derrotaran a diez mil invasores atacándolos desde arriba y resguardando la única garganta por la que puede subirse.

La naturaleza, finalmente, no pudo resguardar a los suyos. Luego de años de valerosa resistencia contra los españoles, varias tribus diaguitas empezaron a replegarse a Colomé, Amaicha y Gualfin, y finalmente a Tacuil, para terminar atrincherándose en la imponente fortificación natural. La misma fue inexpugnable, pero la falta de agua natural y alimentos facilitó la estrategia española del sitio. Ese paciente, implacable y demoledor movimiento bélico que se esfuerza por privar a los díscolos de los recursos indispensables para la supervivencia misma hasta quebrar moralmente a los asediados. Los españoles lograron su objetivo. La falta de agua y de alimentos quebrantaron las fuerzas de los rebeldes que, sin embargo, decidieron protagonizar su último y trágico acto de resistencia. Entregaron sus niños a los sacerdotes que acompañaban a los conquistadores y luego, hombres y mujeres, se arrojaron al abismo. El conquistador bárbaro había triunfado en nombre del avance de una civilización que empezaba su historia en estas tierras chorreando sangre y lodo.
Viñedos Tacuil
Foto: Viñedos Tacuil