Y un día nos levantamos y descubrimos que los eslóganes de campaña devinieron en mensajes presidenciales bien distintos a lo que estábamos acostumbrados. Los días nos confirmaron que las diferencias eran de forma y de fondo. (Daniel Avalos)

Cristina Kirchner, guste o no, siempre  trataba de llevar al auditorio al convencimiento. Se tomaba el tiempo de explicar la necesidad de evitar una acción para optar por otra; recurría al pasado en busca del ejemplo que diera solidez al planteo que, nos aseguraba, tendría implicancias en el presente, y buscaba direccionar el futuro hacia un punto determinado. Había algo más en su discurso: admitía sin complejos la existencia de ideas que proviniendo de una determinada dimensión de lo social y no de otra, producía acciones que podían representar un beneficio o un retroceso para los sectores subalternos. A esto último, sus detractores lo consideraban de un ideologismo intolerable, un juego de ideas sin contacto con lo real pero subordinado al famoso “relato” que, por supuesto, es una deformación intencionada de la realidad que tenía por objeto producir en las “masas manipulables” una especie de estado alucinatorio.

Mauricio Macri desde hace años que impugna doblemente ese discurso. Exigía enunciados sobre las cosas que según él debía corresponderse con los que las cosas efectivamente eran, como condición de posibilidad para que los argentinos nos encaminemos a un mundo deseable. De allí que su oratoria sea tan distinta. No nos referimos a su torpeza verbal, tampoco a ese recurso de relatar docenas de anécdotas inconexas que pretenden convertir un suceso aislado de la cotidianeidad en prueba irrefutable de un estado de la sociedad que él dice interpretar. Nos referimos a otra cosa: a esa extraña apología de la diversidad, a ese rol de ser humano sensible a las diferencias que enriquecen maravillosamente todo y desliza a los humanos hacia la búsqueda de consensos que, por supuesto, nunca deben atentar contra el acuerdo esencial: no hay que meterse con el Capital. Los millonarios de cuna también pueden ser así: súper simpatiquísimos, seres que dicen ser modernos, devotos de las reglas que recomiendan distribuir brindis y halagos a aquellos que ultrajan, desfachatados capaces de ejercitar danzas ridículas en un balcón plagado de historia, o practicantes de una frivolidad tipo gala del teatro Colón que fue celebrada por personajes aún más frívolos como Susana Giménez, Guillermo Coppola o Mirtha Legrand, que así declararon que este país había retornado a la normalidad, a lo verdadero.

Todo esto pueden ser los Macri pero si, y sólo si, nadie osa oponerse a la lo que llaman la liberación de las fuerzas productivas a la que podemos definir de la siguiente manera: generar condiciones para que los grandes agentes económicos no sean importunados por las regulaciones del Estado, ni a la hora de producir ni a la hora de dejar que los productos de esa “liberación” fluyan sin obstáculos en dirección al mercado mundial. Y acá Macri ya no representa una derecha moderna. Representa a la derecha bien vieja. Tipo Julio Argentino Roca que en el siglo XIX popularizó un eslogan que todavía es bandera para los dueños del país: “Paz y Administración”. La administración intenta ponerse en marcha y no es más que el deseo de que el ideal liberal de enriquecimiento privado se concrete sin obstáculos. La Paz es la no menos recia determinación a eliminar toda discusión política y sortear todo mecanismo institucional que pueda cuestionar esa “buena” administración.

Y aquí sí que no conviene subestimar a Macri. No sólo tiene la voluntad de concretar ese ideal, cuenta también con aliados poderosos. Lo primero se ha visto en estos días: evitó la discusión parlamentaria y directamente bajó las retenciones a la exportación primaria e industrial por decreto, medida que evidentemente aminorará las arcas del estado, pero que Macri intenta reparar en parte quitando subsidios que afectarán los bolsillos de hombres y mujeres comunes y corrientes, o recurriendo a préstamos internacionales que siempre provocan un paraíso transitorio que acaba cuando los acreedores externos nos informan que el país ya no es nuestro porque les pertenece a ellos. Todo ello en un escenario político que no le es favorable parlamentariamente, aunque el percance busque resolverse a decretazo limpio que luego la Corte Suprema de Justicia podrá revalidar. Situación que requirió otro movimiento crucial como lo fue nombrar a dos magistrados de esa Corte mediante un recurso utilizado por primera y única vez en ¡1.862! por el unitario Bartolomé Mitre. Con respecto a lo último, la reacción social obligo al gobierno nacional a recular. Pero el recule no logra ocultar el carácter de las maniobras vergonzantes que otro aliado poderoso, los medios concentrados de comunicación, trataran de disfrazar de lógicas a partir de una catarata de mentiras que desde hace años fueron elevadas al rango de ciencia.

Los restauradores de hoy, afortunadamente, se mueven en un escenario que no es el de otros tiempos: no cuentan con un partido militar ni con las condiciones que explican la emergencia de un menemismo triunfalista en los 90. Repasemos. Los militares, desde 1930, con el salteño José Felix Uriburu a la cabeza, inauguraron los golpes de Estado y el marco conceptual que utilizaron para imponer a sangre y fuego los planes de los dueños del país. Ese marco conceptual quedó estampado en el “Manifiesto Revolucionario” redactado por Leopoldo Lugones, ese hombre al que muchos señalan con el desmesurado título de poeta nacional y suministro a los golpistas un discurso siempre igual: ellos eran los amantes del orden que aturdidos por los desquicios que producían la democracia, el comunismo o los populistas, se veían obligados a usar “la fuerza para liberar a la nación”. El caso de Menem fue distinto. Aprovechó un desgobierno radical que fue traumático para burgueses, intelectuales y sectores populares que padeciendo el problema de la hiperinflación -que no es más que la incapacidad de un país para atribuirle un valor fijo a la moneda- se mostraron dispuestos a dar un cheque en blanco a cualquier gobierno y a cualquier plan que se mostrara capaz de garantizar el valor de la moneda más de allá de unas horas, unos días o unas semanas.

Nada de eso ocurre ahora. En primer lugar porque el partido de Macri es la prueba de que los que se sienten dueños del país no pueden contar con los militares como lo hicieron en otros tiempos. En segundo porque la situación en la que el kirchnerismo dejó el país no resulta un trauma ni siquiera para aquellos que echan espuma por la boca ante cada mención a Cristina Fernández de Kirchner. Por si esto fuera poco, aquellos que sí optaron por el Frente para la Victoria, sienten que los primeros días de Macri sólo confirman lo que ya creían de él desde hace mucho tiempo: que es un neoliberal a secas. La mayoría de estos, además, vivenciaron la derrota electoral no como la aniquilación de un modelo sino como un percance del que se puede salir a fin de que en el futuro el propio modelo puede robustecerse.

No carecen de razones los que así piensan. Y aunque las simples razones nunca garantizan un triunfo que para ese amplio sector supone un retorno del kirchnerismo, no es menos cierto que esas razones siempre ayudan a evitar la balcanización de los esfuerzos y posibilitan que las fantasías colectivas encuentren una forma de canalización política. Algunas de esos elementos son los siguientes: tienen como horizonte de país un escenario localizable geográfica y temporalmente: el kirchnerismo; están convencidos de que aun existiendo modelos de países anarquistas, trotskistas, alfonsinistas o militaristas, sólo los modelos kirchnerista y macrista se han internalizado en las masas y cuentan con posibilidades de realización; y celebran que el triunfo del macrismo y lo deseos de ciertos justicialistas hayan sido estériles para jubilar a una Cristina Fernández de Kirchner que sigue siendo la síntesis de una amplia aspiración colectiva.

De allí que la dimensión política de la batalla que se avecina obligue al macrismo y su círculo rojo a concentrarse en el justicialismo y en Cristina Kirchner. Esta última, bien podría ser objeto de un generalizado esfuerzo que incluya movimientos políticos, judiciales y mediáticos que busquen sacarla del escenario con el riesgo obvio de convertirla en mártir popular. El justicialismo, mientras tanto, será escenario de eso que Antonio Gramsci denominaba “guerra de posiciones” en donde el macrismo y sectores del poder fáctico pertrecharan a pelotones que ayuden a que un peronismo descafeinado tome el control del partido para acordar políticas con el macrismo que los “K” no van a negociar.

De allí que las disputas en el interior del justicialismo ocuparan el centro de la escena en los próximos meses. Será la batalla en donde incluso muchos kirchneristas que sienten orgullo de nunca haber  pertenecido al PJ, estarán dispuestos a involucrarse para lograr que la nueva conducción sea funcional al proyecto de país que identifican con los doce años de gobierno K. Harán bien. Después de todo, en un escenario donde el ejecutivo nacional, la provincia de Buenos Aires y la Capital Federal es controlada directamente por el macrismo, una ruptura abierta entre justicialistas y cristinistas sería muy celebrada por el macrismo de cara al futuro. La vigencia de Juan Domingo Perón es mayor en estos tiempos de polarización: no sólo hay que saber comer sapos, también es importante simular que se goza de la comida.

Por fuera de ello, nada asoma. Sea porque el radicalismo quedó reducido a simple apéndice del PRO; sea porque del otro lado, los grupos de izquierdas que siempre buscan superarse entre ellos mismos quedaron reducidas a existencia testimonial. Tiene lógica. Tras una década de pasiones políticas desatadas, la población valora a las fuerzas a partir de evaluaciones concretas: la eficiencia para instalar ideas; la fuerza para impulsar medidas propositivas u otras capaces de frenar las medidas del adversario; y por la capacidad de generar hechos políticos que siempre suponen convertir en posible algo que parecía imposible.