Moralmente quebrado, el romerismo se asemeja a esos hombres que se dejan estar sin dar un sólo paso más porque desean abandonarlo todo. La conducta anuncia que la ya abrumadora diferencia que el oficialismo logró el 12 de abril pasado se incrementará el próximo 17 de mayo. Daniel Avalos

Admitamos que no hay audacia alguna en adelantar esos resultados. Si acá lo hacemos es porque sirve para recordar que en un actor central de la política salteña – el romerismo – nunca anidó una ideología que inclinara a sus practicantes a luchar hasta el final. Sólo se trataba de un actor dispuesto a protagonizar expediciones agresivas contra el adversario pero sólo para disputar el mismo estatus quo que el oficialismo vencedor seguirá administrando, aunque ahora  sin la sombra que a sus espaldas lo perseguía asegurando que podía hacerlo mejor por haber sido el ingeniero del mismo.

Lo último adelanta una conclusión: el romerismo como grupo capaz de darle dirección política a la oposición ha dejado de existir y  Juan Carlos Romero, principalmente, desaparece para siempre como aquel que personalizaba una oposición. Y es que el romerismo como corriente política tal vez pueda dejar como herencia algún fermento capaz de regenerarse en otros hombres y mujeres que se crean capaces de ofrecer participación y lograr fidelidad de algunos sectores; pero Juan Carlos Romero ya no podrá representar lo que hasta ahora representó: el elemento de cohesión principal de un grupo, la persona que transformaba en potentes a grupos que abandonados a sí mismos podían resultar políticamente inocuos y que por ello mismo siempre precisan de alguien que los dote de organización, objetivos y tareas.

 

Semejante fin de ciclo explica la parálisis romerista de hoy. No saldrá de allí ningún arrojo épico de cara al 17 de mayo. En esa cúpula sólo puede anidar el cálculo sesudo que posibilite disfrazar a la huida lisa y llana de una retirada ordenada que consuma los recursos estrictamente indispensables. Las consecuencias de todo ello están a la vista: el jefe vencido abandonó el centro de gravedad de la disputa electoral preanunciando lo que será su ostracismo político, mientras la tropa ha quedado abandonada a su suerte y empieza a protagonizar un espectáculo doloroso: algunos renuncian a sus candidaturas y otros son presas de un deterioro moral que los inclina a contar resignados los días que faltan para la llegada del final. El denominador común a todos es por supuesto la derrota.

 Lejos de apiadarse, el oficialismo arremete. Como si quisiera evitar que la huida lo prive del tiro de gracia final o de la actitud magnánima de perdonar la vida del vencido a cambio de que éste acepte un exilio definitivo. Es esa arremetida oficial la que sigue recordando a los salteños que el próximo 17 de mayo hay nuevas elecciones. Y el que lidera esos movimientos es el propio Urtubey que viaja al norte para arengar a los tibios que ponen en riesgo el triunfo de los intendentes propios; vuelve a la ciudad para impulsar al candidato propio para la intendencia; o atiende a los medios para acusar al derrotado de denunciar fraude electoral sólo para expiar las culpas propias apelando a una técnica que pretende generar un clima de desaprobación contra los mecanismos democráticos. Y así las cosas, Urtubey deja en claro que además de ganar, quiere hacerlo por una diferencia mayor a la conseguida el 12 de abril. No le resultara difícil. No sólo el adversario está cansado y desmoralizado; ese adversario con sus denuncias de fraude se parece mucho a los boxeadores que apabullados por un golpe, avanzan furiosos y sin plan para finalmente terminar de bruces en el suelo.

 

Todo ello ante la mirada muda de un público que siente que es testigo de un espectáculo poco honroso. Apatía ciudadana que amenaza con crecer un poco más en las generales de mayo, situación que devendrá en aliada del oficialismo que quiere estirar la distancia electoral. Porque aun cuando algunos sostengan que el 69% de participación ciudadana en las PASO de abril muestra el divorcio entre gran parte de la población y la clase política, o que ese 69% es en realidad un 66% si sumamos al bando de los desencantados los 27.781 votos en blanco sufragados; al oficialismo lo que le interesa de la ecuación es otra cosa: que una menor participación redituará en mayores beneficios para un Grand Bourg que sabe que un similar despliegue electoral al de abril supondrá un porcentaje mayor si el total sobre el que se mide es inferior al de las últimas PASO. Variable que será auxiliada por otra no menos importante para el objetivo oficial: el menor despliegue romerista que se sabe perdedor también ayudará a que el primero de abril incremente su ventaja sobre el segundo del mismo mes.

 

Urtubey, en definitiva, concentra voluntad y recursos para desarrollar una ofensiva rápida y definitiva capaz de aniquilar al adversario. No es poca cosa para un hombre que paradójicamente debió ganar con contundencia en Salta para empezar a irse de una provincia que no le permitirá otra re-re-reelección y porque siempre sintió que su lugar era las grandes ligas nacionales, allí donde las cosas en juego no son una parte de la nación sino la nación misma. Ahora sí podrá dar rienda suelta a ese anhelo hasta ahora abortado por la propia realidad y sus malos cálculos. Si tendrá éxito o no en esa empresa que debe iniciar es algo que no sabemos. Lo que sí sabemos son otras cosas. Por ejemplo que podrá planificar su partida desde un piso provincial que deja en claro a los referentes nacionales que él, Urtubey, no es lo que en Nación piensan de él sino lo que él dice que es: un político con aspiraciones e intereses no encorsetados a las fronteras provinciales sino a sus propias capacidades de expansión. También sabemos algo no menor para el futuro salteño: que su obligada partida y la defunción política del romerismo descongestiona la política salteña de cara al 2019 con lo cual, el éxito electoral de Urtubey, cierra una etapa que empezó hace 20 años y abre otra. Una en donde actores que aún no vemos bien empiezan a hacer sus propios cálculos.