Mezcla de perfecto villano de ficción con verdadero hijo de puta, Marcelo Torrico vive en nuestra provincia, encerrado bajo máximas condiciones de seguridad que a nadie dejan tranquilo, porque ya se fugó una vez. Ese hombre de 44 años está condenado desde diciembre de 1999 por haber sido el principal responsable del secuestro, asesinato y violación de Octavio y Melani Leguina, crimen cometido junto a su amigo Ariel Esteban Brandán. Los hermanitos, de 6 y 9 años, desaparecieron el 4 de mayo de 1998 y aparecieron muertos seis días después. En este artículo intentaremos reconstruir el estupor vivido por los salteños ante semejante hecho.
La primera información de que algo andaba mal surgió el martes 5 de mayo de 1998. Ese día, Salta supo que había dos pequeños desaparecidos. El miércoles 6, el diario El Tribuno tituló en su página 26 “Intensa búsqueda de 2 hermanos desaparecidos desde el lunes”. Allí se relataba que más de 150 efectivos participaban del operativo. En los días de incertidumbre y búsqueda, el número de policías involucrados crecería notablemente.
Dos pequeños tímidos
Melani de los Ángeles y Octavio Facundo eran dos de los nueve hijos del matrimonio de Miguel Ángel Leguina y María Rosa Pereyra. En ese momento, los esposos tenían 36 y 37 años. Vivían en el barrio Alto La Viña, al oeste del Grand Bourg. El lunes 4, los hermanitos salieron para tomar, como todos los días a las 7 de la mañana, el colectivo 9 que los depositaba en la Casita de Belén, en el barrio San José.
“Llegaban caminando hasta aquí, desayunaban y luego yo los acompañaba hasta la escuela Nuestra Señora de la Candelaria, en Villa Costanera. Al mediodía los iba a buscar y almorzaban con los otros niños; luego de jugar y descansar un rato los ayudaba a resolver sus tareas escolares, hasta que iban de vuelta a su domicilio”, relataba Evelia de Puentes, la maestra voluntaria que ayudaba a los hermanitos en la Casita de Belén. En la misma declaración, la mujer los describía como “sumisos y callados”.
Melani y Octavio debían regresar a su hogar a las 18, pero ese día no volvieron. María Rosa realizó la denuncia esa misma noche en la comisaría de Villa Asunción. La Policía comenzó inmediatamente la búsqueda. Al día siguiente, el martes, un empleado municipal de San Luis se presentó en la dependencia policial de esa zona. Había encontrado una mochila que contenía útiles escolares, libros de tercer grado y utensilios para comer. La mochila tenía una etiqueta con una identificación: Melani Leguina.
El jueves, la prensa informaba que ya eran más de 400 los policías involucrados en la búsqueda de los menores, que llegaba hasta El Encón. Además, había sucedido otro hallazgo: ropa con sangre de uno de los niños. La investigación no avanzaba mucho e incluso los padres de los niños fueron detenidos junto a otros tres sospechosos. Uno de los títulos de ese día en el diario era “Entre el optimimo y la peor presunción”.
El 8 de mayo, el temor era bastante parecido a la realidad, aunque sin certezas. Se temía que los hermanitos hubieran sido “víctimas de un psicópata”. Ya eran más de 600 los uniformados que participaban de la búsqueda, que también abarcaba La Silleta.
En medio de la incertidumbre (El Tribuno llegó a titular “La Policía no tiene más pistas”), comenzaron a surgir las versiones. Un hombre denunció haber visto a Octavio en Cerrillos. Melani era víctima de conventilleos menos tolerables para una nena de 9 años. Ambos fueron desmentidos.
Ante la falta de certezas, todo podía ayudar. A la par de los investigadores, una mentalista buscaba a su manera a los hermanitos. Analizando algunas pertenencias de los niños, la mujer aseguraba que tenía datos precisos gracias a sus poderes. Decía que los chicos estaban vivos y sanos en una casa. En las escuelas, los alumnos se organizaban para rezar por ellos.
El 10 de mayo existían tres teorías girando alrededor del caso. La primera, más absurda, hablaba de una posible fuga de los hermanitos. La segunda contemplaba la posibilidad de que Melani y Octavio hubiesen sido raptados por “un psicópata” que tenía como único objetivo “satisfacer su enfermedad”. La Policía también descartaba esta teoría basándose en que en esos casos, el pervertido se caracteriza por no contar con un plan detallado y siempre comete errores en su accionar.
La tercera hipótesis ponía en la mira a una organización criminal que se dedicara al tráfico de órganos.
El hallazgo
La tapa de El Tribuno del lunes 11 de mayo de 1998 estaba dedicada prácticamente a una sola noticia que conmovía a toda la provincia: los hermanitos Leguina habían sido brutalmente asesinados. Sus cuerpos habían sido hallados el domingo en La Silleta. Una “patrulla motorizada” los encontró en un campo. El matutino le dedicaba cuatro páginas de esa edición al caso.
Rápidamente trascendió la información que nadie quería conocer. La autopsia realizada en la morgue del Hospital San Bernardo determinó que los dos niños habían sido salvajemente golpeados hasta producirles la muerte por pérdida de masa encefálica. Uno de los peores datos seguía luego: Melani había sido violada. El estado de putrefacción de los cuerpos señalaba que habían sido asesinados el mismo día de la desaparición.
La consternación por el crimen fue gigante. Miguel Leguina, sin consuelo, le dijo a los periodistas: “Pido a las familias que nunca descuiden a sus hijos para que no pasen lo que hoy estamos sufriendo nosotros”. El martes, una multitudinaria marcha unió el barrio de la familia con la plaza 9 de Julio pidiendo justicia.
La Justicia tardó
Durante el resto del año, la búsqueda de los culpables del hecho se hacía interminable. En enero de 1999, la Justicia Federal recibió la causa debido a que se detectó que los cuerpos de los chicos tenían cocaína. La indignación no cesaba. “La investigación del doble homicidio es competencia de la Justicia provincial, pero la existencia de droga es materia de la Nación”, explicaba el secretario Penal del Juzgado Federal Uno, Horacio Aguilar.
El 27 de enero, una testigo reservada reveló el nombre de Torrico. Interpol lo buscaba. El asesino cayó en marzo, mientras trabajaba de remisero. El juicio se resolvió antes del nuevo siglo.
El miércoles 1 de diciembre ya todo el país sabia de la existencia de Torrico y de Esteban Brandán, el sumiso ayudante del perverso. El Tribuno tituló esa mañana “Torrico fue descripto como un psicópata y sádico irreversible”. En ese artículo, el psiquiatra David Flores relataba su experiencia frente al asesino, que ya había hecho desmayar a su propia abogada al relatar los hechos. “Torrico no manifestó arrepentimiento y cuenta todo lo que pasó como si fuera una película”, explicaba el analista. Flores era un viejo conocido de Torrico. El psiquiatra lo había atendido dos veces en el pasado, cuando había sido acusado de abuso deshonesto contra dos niñas.
La historia de Torrico era siniestra desde el árbol genealógico: su familia materna tenía ascendencia alemana e ideología nazi. Sus familiares arios lo rechazaban por tener sangre boliviana por parte de padre. Flores contaba que el asesino se crió con la abuela paterna, que murió quemada delante de su nieto cuando intentaba encender con nafta un horno de barro. Para el analista, ese hecho fue el que determinó la vida delictiva de Torrico, su inconstancia en las relaciones afectivas con mujeres y su inclinación a las drogas duras.
Esteban Brandán era la otra parte. Para Flores, se trataba de un sujeto afeminado, dependiente sometido y con una marcada tendencia homosexual. “Es una persona sumisa”, agregó. Finalizó diciendo que el cómplice se había desligado totalmente del crimen.
El 10 de diciembre de 1999 llegó la sentencia. El tribunal presidido por Alberto Fleming, Susana Sálico de Martínez, Antonio Morosini y la secretaría de Ana Gloria Moya condenó a reclusión perpetua y reclusión por tiempo indeterminado a los dos imputados. Se los encontró culpables de rapto, drogadicción de los dos hermanitos, la violación de la nena y el doble homicidio agravado por alevosía. Para la fiscal Herrera de Gudiño, el motivo del rapto fue la satisfacción sexual de los acusados, y el asesinato fue un medio favorable para ocultar el crimen”.
La historia de Torrico no se cerró con la condena. El 1 de enero de 2006 escapó junto a Diego Enríquez, su compañero de celda. Se habló entonces de la complicidad de varios policías en la huida. Fue atrapado a fines de agosto en Buenos Aires, cuando intentaba robar un local de venta de teléfonos celulares. Hoy comparte pabellón con Gustavo Lasi, el asesino de las turistas francesas.