Hoy domingo 26 de junio se celebra el Día Internacional de la Lucha contra el tráfico de drogas. Una guerra que fracasa porque como ocurre en Salta, las fuerzas estatales que deben combatirlo no son inmunes al largo brazo reclutador del mismo.
Salta es un ejemplo brutal de ello. Con demasiada frecuencia importamos noticias sobre miembros de las fuerzas de seguridad detenidos por transportar la letal mercancía. A veces se tata de uniformados poco sofisticados; pero a veces los detenidos son importantes funcionarios que debiendo emplear los recursos del Estado para centralizar información que ayude a combatir la actividad, terminan involucrados en la misma. Ello incluye a importantes cuadros policiales como es el caso de los policías Carlos Gallardo y Gabriel Jímenez actualmente detenidos, o el caso del juez Raúl Reynoso que días antes de ser detenido acusado de liberar narcos a cambio de coimas, era presentado por la prensa nacional como un símbolo de la lucha contra el narcotráfico.
Si así de grave es la situación, una pregunta se impone: ¿existe un cuerpo del Estado inmune al poder corruptor del narcotráfico? El problema asusta porque las repuestas que se dan a esa pregunta en otras regiones de Latinoamérica son negativas. Lo dicen especialistas en la materia, periodistas de renombre y hasta hombres del Estado. Muchos de ellos advierten que las ciudades narco mejicanas son el futuro de muchas ciudades latinoamericanas.
La dramática predicción, la ubicación geográfica de nuestra provincia, el incremento del consumo y la naturaleza de los actores involucrados, deberían atemorizarnos. No para paralizarnos, pero sí para admitir la posibilidad de que esa lucha está perdida en términos convencionales y que Salta puede no escapar al diagnóstico por algunas razones de peso: limitamos con Bolivia que es estratégico para la actividad por producir coca, pero también porque limita con cinco países, entre ellos el nuestro, con déficits estructurales para controlar sus fronteras; la pobreza extendida en nuestro país sigue siendo la condición de posibilidad para que el narcotráfico cuente con un potencial ejército de sicarios, mulas y transas; también porque las noticias nos informan que la lucha ya no está definida entre los supuestamente buenos (el Estado) y los decididamente malos (los narcos), porque el dios maligno de la droga fundió en su ejército a figuras provenientes de uno y otro bando; y porque el narcotráfico ha producido el sujeto ideal del mercado, aquel que es capaz de recurrir a cualquier medio para acceder a la droga misma.
En ese marco se debería recordar que los teóricos de las guerras aseguraban que hay dos motivos que recomiendan no embarcarse en una guerra: la imposibilidad del éxito y el precio excesivo a pagar por él. Méjico grafica la certeza de ese principio. Ni toda la ayuda yankee ni todo el ejército mejicano ocupando las ciudades calientes le garantizaron triunfar sobre esa actividad en un proceso que se cobró cientos de miles de vidas y daños materiales que inclina a la población azteca a dudar de la estrategia que en un primer momento fue aplaudida.
Y entonces surgen propuestas para combatir el narcotráfico que apelan al uso de reglas no convencionales que incluyen la despenalización del consumo de drogas y políticas públicas que reduzcan la demanda de estupefacientes. Aunque controversial lo primero y necesario lo segundo es urgente debatir el asunto porque el objetivo es restarle mercado, o sea consumidores, a la sustancia. Algo que no podrá concretarse sin recuperar a quienes son víctimas de las adicciones, prevenir el uso indebido de los estupefacientes y luchar decididamente contra el fenómeno de la precarización de las relaciones sociales en la que se desenvuelve gran parte de nuestra sociedad.