La política salteña del año que acaba tuvo un patrón casi único: las tensiones entre Urtubey e Isa por la candidatura a gobernador que amenazan con un enfrentamiento siempre tomado como real, aunque todavía no ocurre. A seis meses de las elecciones, conviene preguntarse si el choque efectivamente se dará. (Daniel Avalos)
Ensayar una respuesta a esa pregunta es el objeto de estas líneas. Aclaremos primero que se trató de un proceso curioso porque el inicio de las tensiones estuvo marcado por una estrepitosa derrota electoral del justicialismo en la capital hace exactamente un año; pero ni bien se acallaron los sonoros ecos de aquella derrota de la que el intendente se hizo cargo, con sorprendente precipitación, éste anunció su candidatura a gobernador. Además de sorpresivo, el anuncio fue exitoso en un sentido menos evidente: sus propagandistas lograron presentar al movimiento como un agresivo avance sobre el dominio de otros, cuando en realidad la maniobra era típicamente defensiva en tanto lo importante era evitar seguir perdiendo terreno político.
A un año de todo aquello, una conclusión se impone: el movimiento fue todo un éxito. Miguel Isa no sólo evito seguir retrocediendo, sino que también recupero terreno. Él, al que muchos consideraron un cadáver político después de la derrota, el actor que era calificado como la persona que dejaría de incidir en la política, recuperó finalmente su rol de hombre fuerte del justicialismo a punto tal que piezas claves del frente gobernante pudieron coquetearlo o atacarlo, pero siempre con el objetivo de evitar un enfrentamiento directo entre el intendente y el gobernador en nombre de los intereses del conjunto. La remontada de Isa puede explicarse con eso que propios y extraños atribuyen al PJ sin complejos: una productividad política asombrosa y una vocación de poder infinito, aún en los periodos en que carece de eso que solemos llamar simpatía popular. No importa que todos señalen a tal productividad y vocación de poder como atravesada por los ardides de la vieja política a los que todos dicen combatir, aunque nunca nadie lo consiga. Y no importa en esta coyuntura porque lo que la realidad indica es que los derrotados de hace un año centralizan la escena política porque producen hechos políticos que, como todos los que se precien de tal, convierten en factible aquello que se había vuelto impensable.
Convendría no olvidar que las fuerzas electoralmente triunfantes hace doce meses, cargan con algunas culpas en todo esto. Y es que el romerismo y el trotskismo protagonizaron un año al que con propiedad, podríamos considerar por lo menos de aburrido. El primero porque, siendo parte de esa vieja política, ha carecido de iniciativas en el marco de una estrategia general ya diseñada: garantizar lo posible (triunfo en la Capital) y apostar a que Olmedo tribute los votos que Romero no consigue en el interior como para disputar seriamente la gobernación. La inercia ha sido tal que el urtubeicismo repitió un jugada clásica que sorprendió a ese romerismo que reaccionó como si fuera burlado por primera vez: le colocaron por el costado la candidatura del macrista Juan Manuel Collado, tal como el año pasado se lo impusieran por fuera a Alfredo Olmedo. Y aunque el caudal de votos de este en nada se compara con el que pueda lograr Collado en el 2015, lo cierto es que en una elección de alta incertidumbre como la que se aproxima, hasta dos o tres puntos pueden resultar decisivos en el resultado final.
Al trotskismo, por su parte, la cosa no le ha ido mejor. A pesar de contar con una prosperidad electoral que cualquier partido de izquierda del país envidia con razón, se muestra empantanado en la tarea que los teóricos y políticos mas brillantes del marxismo consideraban crucial para cualquier proceso de transformación radical: que en las condiciones reales en las que las fuerzas de izquierda se desenvuelven, las dirigencias deben considerarse a sí mismas como potencial clase dirigente y, fundamentalmente, lograr que el conjunto de las clases subalternas las consideren de esa manera, aspecto que sólo parece posible con la exhibición de logros y avances concretos en un punto geográficamente identificable, tal como se esperaba que ocurriera en la Capital provincial donde la población le otorgó una cuota de poder no decisiva, pero sí importante.
Entonces Urtubey e Isa siguen ocupando el centro de la escena. Lo hicieron en clave de guerra fría; es decir, en medio de una atmósfera tensa que amenazaba y amenaza con desencadenar un enfrentamiento directo. Tensiones que movilizaron a cada pelotón propio a reclamar la supremacía de un líder sobre otro y también a dirigentes que, acaudillando formaciones políticas menores, se sumergieron en ecuaciones que les permitiesen evaluar cómo tales tensiones pueden significarles beneficios prácticos y sectoriales. Amenaza de enfrentamiento que las personalidades principales nunca verbalizaron porque, incluso, siempre parecieron confiar en la moderación del otro. Urtubey, a fin de cuentas, nunca desaprobó públicamente el arrojo de Isa mientras este insiste en algo que nadie cree y seguramente él tampoco: que Urtubey partirá a la arena nacional en la que se dice que tiene chances y que esa partida le descongestionaría su arribo al Grand Bourg. Ni siquiera el momento de mayor tensión entre los bloques modificó la conducta de ambos. Nos referimos al escándalo generado por la remodelación de las peatonales. Un conflicto que generó un fuego cruzado peligroso y que mostró al municipio dispuesto a pasar a la acción si es que el Grand Bourg hubiese insistido en atribuirle la responsabilidad exclusiva del bochorno. La cosa finalmente no pasó a mayores. Ambas jurisdicciones terminaron compartiendo la vergüenza y luego todo se distendió cuando intendente y gobernador aparecieron juntos en la inauguración de una planta asfáltica que el municipio instaló en el parque industrial.
La amenaza de enfrentamiento, entonces, quedó otra vez en la nada. Y esa nada empieza a convertir en certeza la intuición de muchos que se convencen de que a pesar de la tensa atmósfera y de la pirotecnia, no hay peligro real de abierta ruptura. Algunos elementos dan fuerza al razonamiento. Después de todo, Urtubey es consciente que puede derrotar en una interna a Isa, pero también que sin el auxilio de éste en el enfrentamiento final puede perderlo todo. Todo en el marco de una forma de ejercitar la política en donde las derrotas heroicas están mal vistas, porque lo que se busca son victorias parciales que acerquen al objetivo de controlar el conjunto. Sobre todo si los involucrados perciben que, después de verlo peligrar todo, ahora están en condiciones de discutir sobre cómo diseñar sus áreas de influencia sin que lo que corresponda a uno se vea amenazado por las ambiciones del otro al menos por un tiempo. Hay que admitirlo, son lógicas poderosas. Tan poderosas que sólo pueden romperse cuando alguno de los involucrados sienta que el otro amenaza con aniquilarlo para siempre o robarle parte importante de lo conquistado. Allí sí, el arrojo heroico tiene chances de existir.