Más que su destino político, a Cristina la desespera su peripecia judicial. Los próximos años la encontrarán sentada más tiempo frente a un tribunal que en el Senado.
iguel Ángel Pichetto, jefe del bloque de senadores peronistas, le dijo públicamente a Cristina Kirchner que deberá buscar albergue en otro bloque cuando, en diciembre, se instale en el Senado. La autoridad más creíble que tiene hoy el peronismo abrió, así, un debate más profundo que la futura ubicación de la ex presidenta en el Congreso. Una mayoría de la dirigencia peronista percibe que Cristina comenzó un proceso irremediable de decadencia, que perderá la elección bonaerense y que se convertirá en un obstáculo permanente para el regreso de ese partido al poder. Por esos mismos días, dos ex ministros de Cristina, Sergio Massa y Florencio Randazzo, rechazaron con palabras ásperas una invitación de ella para buscar la unidad frente a las elecciones de octubre.
Ese arsenal retórico significó un golpe cruel a uno de los egos más grandes que haya registrado la política argentina.
Pichetto, en realidad, le salió al cruce. Cristina había manifestado entre pocos su intención de integrarse al bloque peronista en diciembre. La condición que ponía, aunque no lo haya dicho explícitamente, era el cambio de la conducción del bloque. Quería que Pichetto se fuera del liderazgo de la bancada. Pichetto le contestó que la que se deberá ir será ella. Pichetto nunca hace esa clase de afirmaciones sin haber comprobado antes el estado de ánimo de su bloque y el de algunos gobernadores. Otro senador importante, Rodolfo Urtubey, repitió al día siguiente la afirmación de Pichetto: Cristina no tendrá lugar en el bloque justicialista.
Hay un peronismo que ya no reconoce a Cristina. La ideología de la ex presidenta, el séquito político que la rodea y su desesperación irreflexiva ante la adversidad espantan al peronismo. ¿Para qué tenerla dentro del bloque justicialista cuando arribe en nombre de la minoría o de la mayoría bonaerense? Los senadores no olvidaron cómo se portó dentro del bloque en tiempos de Carlos Menem y de Eduardo Duhalde. Los combatió sin tregua y sin piedad. Recuerdan hasta una palabra que solía usar Perón para definir a los que quieren meterse en un lugar para coparlo después: «Entrismo». «Es la líder de la izquierda argentina, no del peronismo», dice un senador que aspira a colocar al peronismo en lo que llama el «centro democrático». Pichetto también suele usar esa categoría política para definir el futuro de su partido.
En el fondo, el peronismo debate desde qué lugar competirá con la coalición gobernante por el poder político. ¿Lo hará desde las posiciones de La Cámpora, de Martín Sabbatella o de los restos del Partido Comunista, que son los que rodean a Cristina? ¿O lo hará, en cambio, desde los mismos valores que llevaron a Cambiemos a ganar ya dos elecciones nacionales consecutivas, a las que podría agregársele una tercera en octubre? ¿No es hora, al fin y al cabo, de hacer peronismo puro y acomodarse a los nuevos paradigmas con los que la sociedad simpatizó en las últimas elecciones? Esto es: republicanismo, respeto institucional, sensatez económica y reconciliación con el mundo homologable. Éste es el debate profundo del peronismo, más allá de dónde y con quiénes se sentará Cristina en el Senado.
Cristina le agregó un elemento nuevo a este debate en la entrevista con Luis Novaresio cuando dijo que no sería candidata presidencial en 2019 si fuera un obstáculo para la unidad del peronismo. ¿Es candidata entonces? Nadie en la política habló antes de esa candidatura, mucho menos en el peronismo. Era, hasta el jueves, sólo una especulación periodística. No se está yendo de la candidatura, la está lanzando. La dirigencia peronista sabe que nunca volverá al poder con ella porque los números nacionales que tiene son muy malos.
Un aspecto no menor de esa discusión interna gira en torno de cómo el peronismo deberá relacionarse con el gobierno de Macri en los próximos dos años. La mayoría de los gobernadores cree que la mejor manera es reproducir lo que pasó en el primer año del gobierno macrista, cuando los peronistas del Senado y de Diputados lo ayudaron con la sanción de leyes fundamentales. De hecho, casi todos los gobernadores peronistas están dispuestos a firmar la ley de responsabilidad fiscal, clave para ir bajando el insoportable déficit del Estado argentino. Hay dos excepciones: Carlos Verna, de La Pampa, y Alberto Rodríguez Saá, de San Luis, que habían hecho de sus provincias réplicas argentinas de Corea del Norte. Los dos perdieron en las primarias a manos de candidatos macristas y sus decisiones están impregnadas de resentimiento. Macri hace lo suyo, con intención o sin ella. Invitó al gobernador de Tucumán, Juan Manzur, con el que se llevó más mal que bien hasta su último viaje a esa provincia, a la cena con el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu. En ese reciente viaje a Tucumán, Macri y Manzur coincidieron en que la crispación debía terminar el mismo día de las próximas elecciones. Sumó un gobernador más a la franja razonable del peronismo.
Gran parte del peronismo (y de los sindicatos del peronismo), con las excepciones de Verna y de Rodríguez Saá, se sorprendió con la visita del Papa a Colombia, en la que el Pontífice promovió la paz y la reconciliación de los colombianos después de 50 años de guerra civil. Ese peronismo, que incluye a los gremios, está dispuesto a suscribir con el Gobierno un acuerdo político para crear las condiciones de una visita papal en 2018. «El Papa no puede seguir esperando un clima argentino de reconciliación y diálogo para visitar su país», dijo un peronista importante. Está claro para ellos que la visita del Papa depende de lo que hagan los políticos argentinos.
El discurso de Cristina está muy lejos de esos preparativos. Tal vez, la desespere más su peripecia judicial que su destino político. Argumentos no le faltan. Los próximos años la encontrarán sentada con más frecuencia frente a un tribunal oral que en el Senado. La Cámara Federal acaba de ponerla con un pie en el juicio oral y público por asociación ilícita en la obra pública, una denuncia que tiene su origen en 2008 y que presentó Elisa Carrió. Luego, dos fiscales, Gerardo Pollicita e Ignacio Mahiques, escribieron el dictamen más exhaustivo y demoledor que se haya hecho sobre el despilfarro y la corrupción con la obra pública. Jueces y fiscales sostienen que el caso terminará en un megajuicio público, porque deberán integrarse los casos de lavado de dinero en Hotesur, una empresa de hoteles de la familia Kirchner, y Los Sauces, una compañía de edificios de la misma familia. El lavado en esas empresas fue, según los magistrados, el tramo final del delito que comenzó con la obra pública y que hizo de Lázaro Báez un hombre rico cuando nunca lo fue.
Dentro de dos semanas, aproximadamente, el juez Claudio Bonadio resolverá sobre el pedido del fiscal Pollicita para que indague a Cristina Kirchner sobre la denuncia de Alberto Nisman por el acuerdo con Irán. Podemos entrever la decisión del juez. La llamará. Bonadio ya unificó esa denuncia con una causa por traición a la patria contra Héctor Timerman que tenía en sus manos. ¿Influirá en esa investigación el probable dictamen de la Gendarmería sobre el crimen del fiscal? Todo indica que la mayoría de los peritos asegurará que Nisman no se suicidó, sino que fue asesinado. Podría haber una influencia intelectual o política (¿por qué lo mataron entonces?), pero es difícil que se agregue como una prueba concluyente a la denuncia del fiscal muerto. Los peritos establecerán seguramente que a Nisman lo mataron, pero no podrán señalar quién lo mató. Sin esa constatación, será difícil que su muerte forme parte de su denuncia.
El Gobierno señala que aún debe ganarle a Cristina las elecciones de octubre. Tiene razón. Todas las encuestas le dan al oficialismo una ventaja de entre 3 y 5 puntos en Buenos Aires para las elecciones de octubre. Pero ninguna elección está ganada o perdida con 35 días de antelación. Una cosa es que el peronismo haya empezado la descristinización de sus filas y otra cosa es que Macri hable de la victoria antes de la victoria.
Fuente: La Nación