No se comunica eficientemente sólo por no gritar, ser educado y discreto, no utilizar la cadena, hablar corto y de los crudos hechos de la realidad sin maquillar y sin cuentitos. Eso es Mauricio Macri.
No se comunica eficientemente cuando se grita, se construyen épicas extraviadas, se amenaza públicamente, se pronuncian discursos interminables, se vive colgado de la cadena nacional y se prometen paraísos inexistentes. Eso era Cristina Kirchner.
La disyuntiva planteada es falsa. O se está con un modelo de comunicar o se está con el otro. Como si esos puntos extremos fueran los únicos posibles. Así parecen creerlo de buena fe personalidades tan destacadas como el historiador Luis Alberto Romero, quien llegó a titular una de sus últimas notas «Lo malo de pedirle a Macri lo mismo que a Cristina». ¿Alguien, en su sano juicio, que no sea uno de sus fanatizados feligreses, puede acaso añorar regresar un solo segundo a tales estridencias?
Cuando se le reclama una comunicación gubernamental de mayor intensidad, más constante y menos desabrida, el jefe de Gabinete, Marcos Peña, responde que «la comunicación kirchnerista está sobrevaluada, es un gran fracaso y lo único que hizo fue enajenar a los argentinos».
Es un error pensar que no hay nada entre el griterío inconducente del régimen anterior y la fría cordialidad de éste. El alto funcionario se conforma con llegar a «15 millones de personas de manera directa». Se refiere a las redes sociales, la plataforma preferida de las huestes de Pro. Suponiendo que fuese efectivamente así y suficiente para mantener óptimo ese canal de comunicación, ¿qué hay de los otros 25 millones de argentinos que no incluye esa lista?
¿Se equivoca el Gobierno en el diagnóstico y cree que son los sectores más acérrimamente contrarios al kirchnerismo los que sufren un «síndrome de Estocolmo», fenómeno que caracteriza el curioso «encantamiento» involuntario que suelen tener rehenes, presos y secuestrados con sus captores?
Es más: hasta intentan mostrarse comprensivos y nos compadecen a los periodistas críticos «por lo mucho que sufrieron» y que por eso estamos obsesionados en que comuniquen como los kirchneristas, pero con buenos modales, una contradicción disparatada en sí misma.
El Presidente tiene todo el derecho de acotar sus apariciones a lo que considere necesario. Debe ser preservado si no se siente a gusto en la vidriera para poder seguir trabajando tranquilo y centrado porque, eso es verdad, los problemas gravísimos que tiene la Argentina no se resuelven parloteando frente a un micrófono o una cámara.
Pero todo gobierno tiene su bastonero, alguien que explica desde un lugar más coloquial -Chacho Jaroslavsky, en el de Alfonsín; Carlos Corach, en el de Menem, y Alberto y Aníbal Fernández, en buena parte del kirchnerismo-. De a poco, Marcos Peña se va resignando a cubrir ese papel. Sin despeinarse, con su sonrisa atildada, sin exasperarse, el jefe de Gabinete supo devolver algunos estiletazos con picardía en su informe al Congreso y retrucarle a Brancatelli, en Intratables.
La sociedad argentina no sufre «síndrome de Estocolmo», aunque tal vez sí, «síndrome de abstinencia». Fueron doce años y medio con la propaladora oficial a full, mientras el crecimiento «a tasas chinas» y el «viento de cola» dejaban como fruto un tercio de la población sumido en la pobreza. Según advirtió Unicef, la semana pasada, la Argentina suma cuatro millones de chicos pobres. Un verdadero crimen en un país tan rico.
No sin costos sociales -la gente que queda en la calle-, el Gobierno tomó por lo menos 15 medidas para desarmar el demencial y oneroso aparato de comunicación K al reducir a la mitad la pauta. Aplausos. Pero, ojo, se puede interpretar como vacío, como nada o poco para comunicar en una etapa que debería ser promisoria, más allá de los dolores del ajuste. No alcanza con que los funcionarios lo digan al pasar. Es ahí donde no alcanza lo que se dice en forma circunstancial.
Las clases media alta y alta se ajustan fácil: no cambian el auto, viajan menos a Europa y a Punta del Este; la clase media debe hacer malabarismos, pero se la banca postergando consumos superfluos. En el «mientras tanto», del que habla con insistencia Macri, hasta que se generen puestos de trabajo genuinos, debe haber una atención sin dilaciones hacia la clase baja. No es suficiente anunciar un par de veces la tarifa social, la reducción del IVA (¿para cuándo la implementación, quiénes serán beneficiados y cómo?) y las oportunidades laborales que generará la obra pública que se pondrá en marcha (¿desde cuándo?, ¿dónde?, ¿qué operarios serán convocados?, ¿cuánto se les pagará?). Mucha información específica para comunicar que no llega.
Dormirse en los laureles es irresponsable. Los más humildes también bancan, pero tienen menos resto, porque se trata de comer o no. Una red social debe sostenerlos en la emergencia y explicarles hacia dónde se va. No hacerlo, y no comunicarlo, es dejarlos a tiro de los piromaníacos que apuestan al incendio de este gobierno.
Fuente: La Nación