La música, el teatro y la ternura de Walter Yonsky serán protagonistas de un espectáculo que busca acercar su legado a las nuevas generaciones. Una celebración a puro arte y emoción en honor a quien supo cantar y contar historias inolvidables.

Por Mily Ibarra

“Yonsky, siempre alegre, desenvuelto y verborrágico, era consciente de que su ubicuidad actoral había desplazado al cantante. Pero todo parecía asumirlo con la alegría de vivir sin complejos”, escribió el diario La Nación el 2 de mayo de 2002, poco después de su partida. También ahí, en la frialdad de una línea breve, se resumía el motivo: “Se suicidó por razones económicas”. Como si una vida entera pudiera encerrarse en un diagnóstico técnico. Como si no existiera todo lo otro: la risa, la ternura, la música que dejó prendida como una chispa en tantas infancias.

Walter Yonsky no fue sólo un actor ni sólo un cantante. Fue, sobre todo, un alma que creyó en el arte como un puente hacia los demás, especialmente hacia los más pequeños. Porteño, nacido el 6 de noviembre de 1937, debutó en las tablas en 1959, en el teatro Rivera Indarte de Córdoba, con El discípulo del diablo, de Bernard Shaw. Desde entonces, nunca dejó de buscar nuevos lenguajes. Se formó en el ISER, actuó en los escenarios porteños, abrazó el teatro infantil con títeres y pantomimas, y en 1964 se animó a un giro dramático con Panorama desde el puente, de Arthur Miller.

Muchos lo recuerdan por sus actuaciones recientes en el Café Tortoni, a sala llena. Pero su verdadero milagro fue otro: convertirse en una voz inolvidable para generaciones de niños. Grabó seis discos memorables, donde puso en juego su talento narrativo y musical: Platero y yo, Piccolo Saxo, Pedro y el lobo —dirigido nada menos que por Lorin Maazel— y la Guía orquestal para la juventud de Benjamin Britten. Obras que no sólo entretenían: educaban, sembraban sensibilidad, enseñaban a escuchar de otro modo.

Yonsky también se animó a tender puentes entre culturas, con su espectáculo Para que bailen los chicos de América, que recorría desde la guajira hasta el carnavalito. Su voz, dulce y reflexiva, tejió personajes entrañables como Don Bigote, canciones como el Vals del Garabato, y dejó flotando la certeza de que el arte —el verdadero arte— tiene siempre algo de abrazo y de caricia.

Desde nuestro lugar como músicos y artistas, creemos que su legado merece volver a ser escuchado. No sólo como un acto de memoria, sino como una forma de sembrar en las nuevas generaciones esos mismos universos sensibles que él supo abrir. Queremos invitar a educadoras y educadores a apropiarse de esta obra para enriquecer sus jornadas, en las aulas o en los patios, en los libros o en los juegos.

Este homenaje, esta celebración luminosa, la unimos al Día de los Jardines de Infantes, una fecha que habla también de ternura, de futuro, de semillas. Y qué mejor guía que Walter, que nunca dejó de cantarle a la infancia con el corazón en la mano.

El evento será el 28 de mayo, en horario escolar, en el teatro de la Usina, destinado a Jardines de Infantes y Salas Maternales. Habrá músicos en vivo —Claudio Ledesma, Andrés Daldoss, Javier Barrionuevo— bajo la dirección de Juan Nicastro, y artistas invitados que iremos anunciando.

Reservas: Laura Lee — Cel. 387 5822353.