En el Día Mundial de la Filosofía celebramos la importancia de la reflexión filosófica, esto que es patrimonio de todxs. Pero porque quizá sea una de las disciplinas con mayor hostilidad hacia las mujeres, destacamos el trabajo de importantes e irrepetibles mujeres filósofas.

Las mujeres no reflexionan se escucha decir no pocas veces. Quizá una de las disciplinas con mayor hostilidad hacia las mujeres es la filosofía. Todos hemos leído frases de filósofos que no sólo las subordinan al control y poder del sexo masculino, sino que también anulan cualquier confianza en la inteligencia femenina, exiliándolas del mundo del pensamiento, de la reflexión y de la historia oficial de la filosofía, porque ésta pareciera ser destino exclusivo de mentes masculinas.

 

Si viajamos por un momento hasta la actualidad descubrimos, tras la aparición de los grandes grupos feministas del siglo XX, que lo que llamamos “masculinidad” y “femineidad” no son notas esenciales de la naturaleza humana, como pensaban Kant, Rousseau o Schopenhauer, sino constructos sociales o culturales que pueden ser modificados con el esfuerzo de una sociedad. Aquella expulsión premeditada de las mujeres del mundo de la cultura, afirma la profesora Rubí de María Gómez, “se expresa como omisión histórica que ha borrado los rastros dejados por mujeres. Afirmarse como mujer no significa dejar de ser parte de la humanidad”. Desde muy pronto, en mitos difíciles de fechar, el Sol fue identificado con el varón, junto a las características de la fuerza, la actividad y la responsabilidad, mientras que a la mujer se le adscribían notas más oscuras (Luna), como la falta de creatividad o la irracionalidad. Hasta bien entrado el siglo XX, escribe María Rosa Palazón, “el principal negocio femenino fue, pues, seducir para engendrar”.

 

Para evitar estridencias que pudieran afectar al tranquilo devenir masculino de la historia de la filosofía, la estrategia a seguir fue clara: silenciar el ejercicio intelectual de las mujeres. “Ha llegado el momento –continúa Palazón– de no seguir esgrimiendo la igualdad abstracta, inmersa en los marcos teóricos y la praxis en uso. Poco habremos avanzado si nuestro único objetivo es que las mujeres ocupen los oficios y los puestos de mando antes reservados para los hombres, respetando el mismo status opresor, injusto, enajenante y enajenado”.

No fue hasta finales del siglo XVII cuando se publicó por vez primera un libro bajo el título de Historia de las mujeres filósofas (editado por Herder), escrito por Gilles Ménage y dedicado, según el autor, a “la más sabia de las mujeres actuales y del pasado”: Anne Lefebvre Dacier, una intelectual francesa, editora y traductora de clásicos griegos y latinos. Cuando Umberto Eco echó un vistazo a la obra, explicó que, tras haber hojeado al menos tres enciclopedias actuales sobre filosofía, no encontró ninguno de los nombres que cita Ménage en su llamativo libro. El autor italiano aseguró tras este análisis que “no es que no hayan existido mujeres que filosofaran. Es que los filósofos han preferido olvidarlas, tal vez después de haberse apropiado de sus ideas”.