Se pregunta la autora de esta crítica: “¿Será que dentro de la mediocridad que atraviesa la vida actual, los hijos constituyen el proyecto más a la mano? Sin la presencia de los hijos ¿Se sostendrían los matrimonios en el tiempo? ¿No será que necesitamos poner algo en el medio para que la presencia del otro no sea tan plena?”

Compartimos nota publicada en la Revista Paco, escrita por Agustina González Carman:

Dolores Barreiro anunció que el quinto hijo que espera con su marido, Matías Camisani, es una nena. Después de cuatro varones de entre tres y trece años, el matrimonio logró el objetivo deseado: una hija. ¿Cómo calculan los matrimonios la cantidad de hijos que deben tener? ¿Cuánta  descendencia es socialmente aceptada? ¿Cómo se combinan el deseo y las posibilidades? “No soy moralista, pero entiendo que plantear una ética para el nacimiento es necesario. No una ética vinculante, sino reflexiva y responsable. Tener un hijo debiera ser un acto de responsabilidad con un gran componente moral. Los hijos no pueden ser rellenos ni una obligación religiosa ni la propagación de la especie. Detrás del deseo egoísta de tener un hijo tengo que tener un escenario que le permita al niño desempeñarse en las mejores condiciones posibles. Y no hablo de riqueza”, plantea el médico obstetra Mario Sebastiani, autor del libro ¿Por qué tenemos hijos?

“Detrás del deseo egoísta de tener un hijo tengo que tener un escenario que le permita al niño desempeñarse en las mejores condiciones posibles”.

Cuando hace tiempo conocí a una chica de entonces 21 años con varios hijos, que vivía en la Villa Carlos Gardel, me dijo que para ella y sus amigas tener hijos era tener “algo”. Poseer algo propio que nadie te pudiera quitar, era lo que conformaba una primera respuesta a la pregunta sobre porqué las chicas de bajos recursos tienen tantos hijos y desde tan temprano si no tienen dinero para mantenerlos. Todas sabían cuidarse, no era una cuestión de educación sexual sino de ocupar el tiempo produciendo algo propio. Ese mismo imaginario establece que para las mujeres de clase media y alta nunca son demasiados hijos. Siempre vienen del amor, nunca de la falta de conciencia, para retener un marido, para ganar estatus, para embarcarse en un proyecto personal. Si está el dinero para pagar el colegio privado y las actividades extracurriculares, el “tipo” de paternidad que se ejerza no es importante.

Suma al estatus que tu cuerpo no de cuenta de la cantidad de hijos que tuviste. El polista argentino y cara del perfume Ralph Laurent Ignacio Figueras y su esposa Delfina Blaquier (hija de la ex modelo y pareja de Alberto Rodríguez Saá, Delfina Frers) tienen 34 años y 4 hijos con nombres exóticos: Hilario, Aurora, Artemio y Alba. Ella muestra en Instagram las tertulias que comparte con Gwyneth Paltrow y Rachel Zoe, mientras sus hijos montan caballos y comen moras silvestres en su chacra de Uruguay. Además, Delfina es modelo y este año fue la imagen de la marca “Vitamina”.  Al igual que Dolores Barreiro, Valeria Mazza tampoco paró hasta encontrar la nena. Después de tener tres varones, llegó Taina Gravier. De Maru Botana no hace falta decir nada.

Knausgard sufre la paternidad por la falta de soledad que le genera y porque se aburre. Pero encuentra en sus hijos la barrera con el mundo exterior; la mediatización con el otro: son la piel.

Desde Merlín Atahualpa, de Oreiro y Mollo, a Vinicius, nombre elegido por la reciente madre, Leonora Balcarce, lo que importa es la unicidad más allá del buen gusto. En relación a los nombres que eligen los famosos para sus hijos, vemos que la clave está en intentar diferenciarse, aunque ese intento por ser distinto vuelva como un boomerang y pegue en la frente de la uniformidad. El escritor noruego Karl Ove Knausgard, padre de cuatro, escribió 3.500 páginas sobre la abulia del matrimonio y la paternidad. En el primer tomo de su obra Mi lucha, dice: “Siempre he sentido una gran necesidad de estar solo, necesito amplias superficies de soledad, y cuando no logro tenerlas, como ha sido el caso de los últimos cinco años, la frustración llega a veces a ser desesperada o agresiva (…) La sensación de que el tiempo se me escapa de los dedos mientras hago qué? Friego suelos, lavo ropa, preparo comidas (…) Es una lucha, y aunque no sea heroica, la libro contra una fuerza superior, porque por mucho que trabaje en casa, las habitaciones está llenas de desorden y suciedad, y los niños, que están siendo cuidados cada minuto de su tiempo, son más rebeldes que ningún otro niño que haya visto”. ¿Por qué una persona que reniega tan abiertamente de la esclavitud que genera el mandato social de la familia moderna tendría cuatro hijos? Si uno suele adentrarse en la aventura de tener un primer hijo, generalmente con las expectativas incorrectas, quizás reincida por un error de cálculo o incluso para seguir respondiendo a ese mandato y “redondear” el concepto de familia. El tercero, desde el sentido común, ya suena a masoquismo. Knausgard sufre la paternidad por la falta de soledad que le genera y porque se aburre. Pero encuentra en sus hijos la barrera con el mundo exterior; la mediatización con el otro: son la piel. Relata la sensación de tenerlos a upa como vivir en una nube de seguridad. Esos cuerpos blandos y tibios son la frontera y allí radica su contradictoria adicción. Representan no sólo la posibilidad de poseer sino que son un mazazo en la frente del individualismo y el ocio. ¿Será que dentro de la mediocridad que atraviesa la vida actual, los hijos constituyen el proyecto más a la mano? Sin la presencia de los hijos ¿Se sostendrían los matrimonios en el tiempo? ¿No será que necesitamos poner algo en el medio para que la presencia del otro no sea tan plena?

En los últimos años donde tanto el cuidado de los hijos como las responsabilidades económicas son compartidas, el trabajo físico de la mujer y del hombre no se detiene. Si antes el marido llegaba de trabajar y podía descansar, ahora tiene que ocuparse de los hijos, la cena, y demás tareas domésticas. Al estar repartidas, las tareas son más suaves pero extensas y el lugar para el encuentro con el otro está reservado a los cinco minutos de televisión compartida antes de caer dormidos. Lo que trasciende a las clases sociales es el hecho de que los hijos brindan estatus. Por eso la institución familiar, a pesar de todos los embates ideológicos y legales que viene soportando en los últimos años, la proliferación de los discursos sobre la verdad de lo que implica tener hijos, la desmitificación de los relatos rosados sobre la infancia y su presencia sagrada, sigue siendo el pilar de la sociedad más difícil de demoler. A pesar de la destrucción de los matrimonios, de las complicaciones económicas, de la inexistencia del deseo de procrear, de la poca empatía que tengamos con los niños, del egoísmo, de la tendencia individualista, del peso del hedonismo, de la falta de espacio, cada año metemos entre 60 y 80 millones de niños en el mundo. El estatus sale caro, mantener hijos también, pero parece que la mayoría sigue estando dispuesta a pagar el precio//////PACO