El asesinato de Ernesto Martearena, el 8 de octubre de 2001, cubrió de horror a la provincia, que sufría la pérdida de un sacerdote que había trabajado duramente por los más necesitados. El caso se resolvió rápido. Los acusados cayeron en pocos días y el juicio duró menos de dos semanas. (F.A.)
Su última cena fue distinta a la de Jesús y los Doce Apóstoles. No sabía que alguien iba a traicionarlo. Comió matambre de cerdo en un restaurante frente a su iglesia y charló despreocupadamente hasta las últimas horas del domingo. Algunas personas lo vieron luego en la calle. Un vecino escuchó cuando ingresó al templo para dormir.
La siguiente persona que tuvo contacto con él fue el sacerdote Eduardo Balbi. Ambos habían compartido la cena del domingo. Balbi volvió a ver a su amigo y colega como nadie imaginó: asesinado de manera brutal, con restos de tintes mafiosos.
El asesinato del padre Ernesto Martearena, ocurrido en la madrugada del lunes 8 de octubre de 2001 en la parroquia Nuestra Señora de Fátima, es uno de los que aparecen en los primeros lugares a la hora de enumerar los crímenes más impactantes de Salta. Por su excesiva brutalidad, el peso de la víctima y el golpe que significó para la sociedad salteña.
El hecho tuvo repercusión nacional. “Salta bajo shock por el asesinato de un sacerdote con 17 puñaladas”, tituló Página 12 el 10 de octubre. “De compleja y fuerte personalidad, Ernesto Martearena, 57 años, creador de ocho comedores escolares, un centro de asistencia para niños con VIH, una granja de recuperación de adictos, fue asesinado en el hall de su residencia, a metros de esa iglesia donde ahora lo lloran los fieles. A Martearena al menos dos personas le clavaron 17 puñaladas, lo trasladaron por una escalera hasta su cuarto, y cuando agonizaba en la cama, le prendieron fuego”, describía el matutino.
Las informaciones que fueron surgiendo a medida que avanzaba la investigación confirmaban la brutalidad del asesinato. “Lo que hasta ahora se sospecha, es que el lunes a la madrugada alguien tocó el portón lateral de la parroquia, que da a calle Junín. Martearena, que tenía su dormitorio en la planta alta, bajó a atender. ’Sin lugar a dudas, fue gente que el padre conocía’, sostuvo una fuente policial. Este detalle explicaría las heridas que recibió por la espalda. ‘Creemos que luego de que el cura abrió el portón y permitió el paso de los visitantes, éstos lo acuchillaron cuando el padre se dio vuelta’, dijeron las fuentes. Esto explica las manchas de sangre en el salón que conduce al portón y en la escalera hasta el cuarto del sacerdote, donde Martearena fue hallado en su cama calcinado hasta los pies. Según los peritos, los asesinos, por lo menos dos personas, dejaron el cadáver sobre la cama, para luego ir hasta la sacristía de la iglesia, de donde tomaron crucifijos e imágenes de distintos santos. Todos estos elementos los tiraron encima del cuerpo del padre, junto a papeles y sillas y le prendieron fuego”, informaba el diario cordobés La Voz del Interior.
En tanto, Clarín reflejaba la incertidumbre que reinaba en Salta en esos días. “El caso quedó en manos del juez Aldo Saravia, quien ordenó a la Policía un estricto silencio. El secretario de Seguridad, por su parte, aseguró que aún no se descarta que el móvil ‘haya sido el robo’ y agregó que ‘se está trabajando sobre una hipótesis firme’, aunque no aclaró cuál. (…) Apenas trascendió el crimen, cientos de personas se acercaron a la parroquia, donde la Policía tuvo que colocar vallas para evitar intromisiones. Martearena fue velado ayer en la cancha de básquet del Club San Martín, donde miles de salteños lo lloraron. Su sepelio, en el Cementerio de la Paz, se realizó ante una multitud. El arzobispo de Salta, Monseñor Pablo Cargnello, celebró la misa de cuerpo presente, a la que asistió el gobernador, Juan Carlos Romero”, aseguraba el diario en su edición del miércoles 10.
Caen los culpables
A mediados de semana sólo se informaba de la detención de “un enfermo mental” y se decía que la investigación estaba rodeada de más desconcierto que de pistas firmes. Sin embargo, el viernes 12 de octubre el caso comenzó a resolverse.
Ese día, Javier Alfredo Alanís Colausti, de 21 años, fue arrestado en Jujuy luego de ser filmado por una cámara de seguridad de un cajero automático. Había extraído dinero con una tarjeta de Martearena. “Cayó un joven por el crimen del sacerdote”, titulaba La Nación el sábado 13. Allí se informaba que “la detención se produjo en una pensión del barrio Los Perales, cuando el sospechoso regresaba de una fiesta. Se presume que planeaba huir del país. Ayer, según se informó, fue trasladado a esta capital (Salta) para prestar declaración indagatoria y determinar si actuó con cómplices. Alanís era ahijado del padre Martearena, quien lo había protegido cuando tuvo problemas de conducta y lo amparó como parte de la labor social que desarrollaba el sacerdote”, resumía el diario.
La declaración del primer detenido involucró al segundo. “Tras la declaración indagatoria (…), el juez ordenó esta madrugada un nuevo allanamiento en una vivienda del barrio de emergencia 17 de Octubre, en la zona oeste de esta capital. Allí resultó detenido Santos Marcelo Castillo, de 19 años, acusado de haber sido ‘partícipe’ del asesinato dentro de la capilla y luego haber actuado como ‘campana’, afuera de la iglesia”, expresaba el mismo matutino pocas horas después, en su sitio web.
Todo parecía resuelto. Las autoridades aseguraban que los acusados habían confesado y todo se encaminaba a una justicia rápida, como le gusta a los gobernantes, especialmente en años electorales. Pero una semana después, la situación pareció complicarse.
Los abogados de Alanís Colausti, Santiago Pedroza y Esteban Cardó, aseguraron que su defendido no había sido, como se creía hasta entonces, el asesino del sacerdote. La coartada dejaba solo a Castillo y lo señalaba como el verdadero homicida.
“Alanís Colausti, según su abogado, afirmó que había cometido un hurto en la parroquia cuando el padre realizaba una misión en el interior provincial, el 26 de enero del año último. Fue detenido, pero cuando regresó el religioso levantó la denuncia, lo liberaron y le dio dinero para que se fuera a Jujuy, de donde era oriundo. Volvió a Salta a instancias de Castillo, que le propuso realizar el atraco porque conocía las puertas y lugares de acceso a la iglesia. Entraron allí en la noche del domingo 7 de este mes. Colausti relató que iba a cortar la luz cuando entró el sacerdote y entonces escuchó ‘tres o cuatro gritos que provenían de un patio’. Cuando llegó, vio a Castillo temblando con el cuchillo en la mano y al padre Martearena en el suelo. Al preguntarle por qué lo había hecho, le respondió: ‘Porque tenía que hacerlo’, afirmó Pedroza en La Nación. Y sostuvo: «Es Castillo el que inicia y termina el hecho de sangre».
En la misma entrevista, el abogado justificó la quema del cuerpo como una decisión tomada “en la desesperación de querer escapar”. Agregó que se “intentó ocultar todo lo que se pudiera, pero no había la intención de incinerar el cuerpo en una situación confusa que se tendrá que ir analizando».
El juicio
El 29 de julio de 2003 comenzó el proceso judicial contra los dos acusados. La Cámara III del Crimen, integrada por Susana Sálico de Martínez, Abel Fleming y Alberto Fleming, escuchó a 42 testigos hasta el 8 de agosto de ese mismo año. En pocos días, resolvieron el caso.
“El tribunal resolvió imponer a ambos jóvenes la pena de prisión perpetua, por resultar coautores materiales, penalmente responsables del delito de homicidio calificado”, aseguraba un día después el diario rosarino La Capital. El matutino santafesino agregaba que “Alanís dijo haber entrado por los techos al interior de la parroquia, durante la noche y con intenciones de robar, y acusó a Castillo de haber asesinado al padre. Por su parte, Castillo negó haber tenido alguna participación en el crimen y dijo haber sido obligado por la policía y sus compañeros de celda a declararse culpable del homicidio durante la etapa de la instrucción”. Clarín, al mismo tiempo, informaba que las puñaladas habían sido 18. Una más de las que se suponía al principio.
Hoy, Martearena es recordado como un sacerdote que fue llorado “como un santo”. El estadio más importante de la provincia lleva su nombre.