Si todo lo que vemos y percibimos sobre el pasado reciente fuera cierto, estaríamos ante el latrocinio de fondos públicos más grande del que se tenga memoria. Ese contexto histórico es imprescindible para analizar cualquier decisión del gobierno de Mauricio Macri (y del propio Macri) sobre cuestiones relacionadas con la moral pública.

Es la trama en curso que hizo imposible también la continuidad de Ricardo Echegaray al frente de la Auditoria General de la Nación, la agencia encargada precisamente de cuidar que los actos de la administración pública sean honestos. Es la contextura política que acorrala los negocios fáciles que la familia Kirchner le concedió a Cristóbal López y que convirtieron a éste en un hombre rico e impune. Un clima de época condiciona a oficialistas y opositores y condena la ingenuidad o el error.

La declaración jurada de bienes del Presidente es, en ese sentido, un manual del equívoco y la confusión. Se trata de un documento que es una cuestión de Estado en cualquier república en serio. «Y parece hecha por un contador del barrio de Once», dice un funcionario que lo quiere a Macri. En efecto, ¿por qué no empezó por repatriar el depósito en dólares que tenía en las islas Bahamas antes de presentar esa declaración? El argumento del Gobierno es que Macri había depositado esos ahorros en un banco con sede en los Estados Unidos y que éste fue vendido a otro con sede en las Bahamas. La explicación podría ser válida para un empresario privado o para el jefe de gobierno de la Capital, pero no para el presidente de la Nación. Después de las revelaciones de los Panamá Papers, en las que apareció una empresa de la familia Macri abierta en Panamá con sede en las Bahamas, estas islas debieron desaparecer del patrimonio presidencial. El depósito por el valor en dólares de 18 millones de pesos fue declarado ante la AFIP porque, de otra manera, no podría estar en la declaración jurada. Otra vez: el problema no es sólo la legalidad de los actos, sino también sus apariencias.

Ocurre algo parecido con el dinero que Macri les prestó a sus amigos Nicolás Caputo y Néstor Grindetti por más de 22 millones de pesos. Cuesta imaginar que Caputo y Grindetti necesiten de un préstamo para financiar sus vidas. Pero si hubiera sido así, ¿por qué no recurrieron a amigos menos expuestos públicamente que el Presidente? Aunque los préstamos de dinero forman parte de la vida personal, ¿por qué pusieron semáforos iridiscentes donde ya había un semáforo, como lo es el propio Macri?

Macri tiene las cosas mucho más claras en el caso de los Panamá Papers. Un empresa, Kagemuscha, fue abierta en 1981 y cerrada en 1989. La otra empresa, Fleg Trading Ltd., se abrió en 1999 y nunca tuvo actividad. En esta última, Mauricio Macri fue director durante un solo día; luego otra persona ocupó su lugar. En los años ochenta no existía el delito tributario. En los noventa, la ley no se había detenido en el lavado de dinero. Buenos argumentos jurídicos. Si es así, nunca será condenado penalmente. Pero el Presidente debe demostrar que no evadió y que esas empresas no fueron utilizadas para lavar dinero. Es un requisito de la política y su contexto, no del Código Penal.

Un examen diferente merece la actitud del fiscal Federico Delgado, que directamente promueve un rastrillaje por toda la vida privada y empresaria del Presidente a propósito de los Panamá Papers. Hasta requirió que el juez Sebastián Casanello investigue las condiciones de un antiguo divorcio de Macri y también las del divorcio de un hermano del Presidente, Mariano Macri. Se enteró por una vieja información de la revista Noticias que la separación de Mariano había tenido algunos ribetes escandalosos. Delgado insinúa de alguna manera los prejuicios que existen, entre personas con ideologías diferentes de las del oficialismo actual, sobre la persona del Presidente. Los prejuicios se pueden contar o explicar, pero son imposibles de justificar en un fiscal.

Una comedia de enredos sucedió también con los excluidos del blanqueo de capitales financieros. El ministro Alfonso Prat-Gay anunció que los funcionarios estarían incluidos en lo que el oficialismo llama el «sinceramiento» de la economía. El Gobierno retrocedió luego con los funcionarios del Poder Ejecutivo nacional, pero no lo hizo con los legisladores nacionales, ni con los jueces, ni con los gobernadores. ¿Qué pasó? El Gobierno se niega a aceptar que dio marcha atrás con esa medida, porque el proyecto que entró en el Congreso ya excluía a los funcionarios. Sin embargo, la declaración pública de Prat-Gay lo delata. Más aún: Prat-Gay envió el proyecto a la oficina de Macri, antes de viajar a España y Francia, con los funcionarios incluidos en el beneficio. «Prat-Gay no consultó con nadie y se largó solo», dijeron, molestos, cerca del Presidente.

Elisa Carrió pegó el grito desde Washington ante la primera versión de la inclusión de funcionarios. «Es un escándalo moral», estalló. El presidente del interbloque oficialista en Diputados, Mario Negri, le anticipó al Gobierno que no estaba en condiciones de defender semejante beneficio a funcionarios públicos. El vaso se colmó cuando la macrista Paula Bertol advirtió, con formas más suaves, que ella también tenía reparos. El Presidente fue notificado por sus asesores: «Esto no saldrá tal como está», le dijeron. «Hagan lo que quieran», le respondió Macri, displicente. Los funcionarios fueron exceptuados del beneficio, pero el Gobierno dejó que los propios legisladores se incluyan -o no- en la moratoria. Y también les delegó la responsabilidad de incluir -o no- a jueces y gobernadores. No demos más vueltas: el Gobierno debió excluir a todos del beneficio.

Tanto Prat-Gay como los asesores del Presidente, los mismos que le llevaron la noticia de que debía cambiar, defendían la inclusión de los funcionarios con el argumento de que la medida no significaba una amnistía penal. Es cierto. Incluso, el artículo 268 bis del Código Penal obliga a los funcionarios a demostrar que son inocentes cuando existe una ampliación de su patrimonio. Es el único caso en que no se aplica el principio de la inocencia hasta que se demuestre lo contrario. Ése es el aspecto jurídico. Otra cosa es la ética (los funcionarios no pueden beneficiarse personalmente de las decisiones de su administración) y la maraña de hechos de corrupción que rodea la decisión.

A Macri le está negado el derecho al error en algunas cosas. Necesita de autoridad moral para revisar el pasado reciente de corrupción y para liderar el reordenamiento de la economía. Hace poco, el Presidente aseguró que «ningún mafioso» (un término infrecuente en su léxico) impediría sus políticas de cambio. Dicen que se refería a Cristóbal López, quien le envió una carta que muchos funcionarios interpretaron como extorsiva. Lo amenazó con la estabilidad de 15.000 trabajadores de sus empresas y con la persecución de los medios de comunicación que pertenecen a su conglomerado.

El jueves pasado, Macri firmó el decreto por el que traspasó a la Capital el control del juego. Es la decisión más aborrecida por López, por la que conspiró contra Macri en los últimos años. Antes, Macri le había dado plenos poderes a su general en jefe en la batalla contra López, el abogado Fabián Rodríguez Simón, también un asesor todoterreno del Presidente. Anteayer, la Justicia suspendió como jefe de la AGN a Echegaray por una denuncia de Carrió. En el fárrago de esos días, la vicepresidenta Gabriela Michetti criticó a Carrió y ésta le contestó. Un lástima. Carrió es, al fin y al cabo, una referente para la coherencia moral de la administración. Michetti y Carrió son las personas de la coalición gobernante con más vieja relación entre ellas. Aportan más juntas que enfrentadas.

Fuente: La Nación