Por el tono de voz empleado, por la frescura en las palabras, pero sobre todo, por la desmesura de la empresa que anunció como posible, algunos concluimos que cuando Evita Isa dijo que su padre podía peronizar el justicialismo, lo dijo desde la ingenuidad juvenil y el sentimentalismo propio de una hija. (Daniel Avalos)
Para colmo, la joven candidata no precisó qué entendía por peronización y la ambigüedad nos empujó a tratar de llenar el vacío conceptual. Un ejercicio incómodo. Entre otras cosas, porque nos obliga a interpretaciones que no necesariamente eran las que tenía en mente la dueña del anuncio; pero también porque, para intentar resolver el problema, necesariamente uno debe recurrir al pasado. Y cuando uno hace eso, corre el enorme riesgo de caer en la patética posibilidad de sacralizarlo. De exaltarlo de manera total y terminar creyendo que todo lo bueno ya ocurrió y nada de lo que hagamos podrá superarlo. Pero asumamos el riesgo y para ello recurramos a todo lo que tengamos a mano. A las memorias individuales de algún viejo peronista que rememora, por ejemplo, sus años púberes de interno del Hogar Escuela, en donde él asegura que pudo dejar de preocuparse por comer, para dedicarse exclusivamente a jugar y aprender; también, a los imprescindibles textos con los que muchos se formaron intelectual, política y emocionalmente; y al cine mismo que como todo buen arte puede no recrear un periodo con la precisión y el apego a los documentos que posee la historia, aunque casi siempre reconstruye mejor que aquella las emociones que atravesaron a los sujetos sociales de un tiempo determinado.
Una película, por ejemplo, explica bien el fervor peronista fundacional. Esa película es “Gatica. El Mono”, de Leonardo Favio. Un Favio al que muchos eruditos consideran un tipo más bien simplón porque no se manejaba con la razón sino con el sentimentalismo. Una concepción que conviene no rebatir ahora, porque lo que conviene ahora es enfatizar que muchos intelectuales pro-erudición universal pueden admitir que ese tipo simple que se ocupaba de la gente sencilla, era un ser genial para captar las cosas simples pero poderosas que fundieron emocionalmente a los sectores populares con el peronismo. Por eso hay escenas de “Gatica. El Mono” reveladoras. De esas que dejan en claro la intencionalidad del director por mimetizar al personaje de su película con la experiencia histórica de una clase y explicar, desde allí, la mimetización entre masas y caudillo. Transcurre el año 1948. El peronismo está en su esplendor y a punto de reformar la constitución para incorporar los derechos sociales, igualar al hombre con la mujer e, increíblemente, establecer la función social de la propiedad privada. En ese marco, Gatica, el ídolo popular, el boxeador callejero, pelea por el título nacional. Perón asiste a la velada y es espectador de un combate cruento. Gatica vence, pero está con el rostro desfigurado por los terribles golpes. Exhibe moretones y heridas que para quien escribe constituyó un trabajo de maquillaje exagerado por poner de más cuando con menos quedaba mejor. Pero no importa. Porque así, con el rostro desfigurado por los golpes pero victorioso, el boxeador va al encuentro de Perón para estrecharle fuertemente las manos. Son los ídolos máximos. “Escuche cómo ruge la leonera, General”, le dice Gatica, y con ello dice que el pueblo está feliz. “Somos los más grandes”, vuelve a decir Gatica, y el mensaje se interpreta: el pueblo y el líder lo son todo. Y luego… la frase final: “Dos potencias se saludan”. Y las manos estrechadas y el abrazo sentido metaforizan una coalición que se vivía como poderosa. Es cierto…la alianza entre Perón y la clase trabajadora como acuerdo estratégico y exclusivo del periodo, es una tesis que puede rebatirse históricamente. Pero que gran parte de la clase trabajadora vivenció esa alianza tal como lo interpreta el director de “Gatica. El Mono”, no es menos real aún cuando hablemos de realidades intangibles. Y en esa centralidad que el trabajador estuvo seguro de protagonizar con exclusividad durante ese proceso, radicó la sólida identificación entre las masas y el mismo.
La otra escena a resaltar no es menos memorable. Los militares ya expulsaron a Perón del gobierno, ya bombardearon la Plaza de Mayo asesinando a cientos de civiles. También ya tomaron el poder, fusilaron y encarcelaron a peronistas. En el ocaso de Gatica que Leonardo Favio muestra, trata de mostrar también el ocaso de todo el Pueblo, aunque lo hace recurriendo a la figura del boxeador, que es peronista y por ello mismo un insurrecto al que debe privarse de los recursos indispensables para quebrarlo en su moral y disciplinarlo. Pero Gatica pelea otra vez y esa vez será la última como profesional. La escena muestra el final de la pelea concretada en julio del 56. El rostro del actor termina menos exageradamente herido que en la escena anterior. Entonces llega la policía para informarle a Gatica debe acompañarlos. Gatica acepta su suerte. Pregunta si puede cambiarse. Le dicen que sí. Gatica camina resignado y cabizbajo buscando abandonar el ring. Pero mientras lo hace, la resignación va desapareciendo. Levanta el rostro y su mirada resignada empieza a mutar en desafiante. Gatica está a punto de explotar. Dice la frase que atraviesa toda la película: “No señor… a mí se me respeta” y con agilidad felina busca las sogas del ring y se cuelga de ellas lanzando desaforados gritos de guerra y vivas al hombre al que las leyes habían prohibido nombrar para, justamente, desperonizar: “¡¡Viva Perón, carajo!! Lo grita dos, tres, cuatro veces. La escena estremece. Pero las veces que uno mira esa película con viejos peronistas ocurre algo que estremece aún más: la impetuosa emoción que invade a los espectadores del film; sus ojos jubilosos y felices; sus risas alegres y orgullosas; repitiendo los vivas como si estuvieran en viejas reuniones, protagonizando grandes y pasadas luchas; como si los compañeros de otros tiempos pudieran escucharlos y desde algún desconocido lugar les devolvieran los vivas y el entusiasmo. Y Gatica ahí, con el rostro mancillado, como Favio quería que interpretáramos al pueblo de aquel entonces. Pero a no confundirse… hay periodos en que los pueblos pueden estar destruidos, pero no derrotados. Es lo que ese hombre que creció en el Hogar Escuela siempre quiere explicar sin poderlo verbalizar. Era peronista porque con el peronismo accedieron a beneficios prácticos. Pero también porque en ese periodo identificaron a un tiempo en donde ellos, los cabecitas negras, se sintieron dignos. De allí el odio de los poderosos con ese movimiento. La gran barbaridad que la oligarquía adjudicó al peronismo fue el de trastocarlo todo. El de convencer a la negrada de que ellos también eran sujetos de derechos y, lo que es peor, de que podían y tenían fuerza para exigirlos. Por eso esa oligarquía se deshizo de la anomalía de la peor manera: apelando a las viejas virtudes de la venganza que, violando todo lo normado, siempre buscan restablecer lo que el vengativo siente como un orden perdido.
Y sin embargo no pudieron. La proscripción radicalizó más a un movimiento que, con el objetivo de recuperar el poder para entregárselo a Perón, se revitalizó como fuerza incontenible y arrolladora. El problema era otro: la homogeneidad del “Luche y Vuelve” se desarmaba cuando la pregunta inquiría sobre para qué tenía que volver Perón. Los industriales nativos pretendían reeditar la Argentina de 1945, cuando la emergente industria nacional necesitaba de la ayuda del Estado para acumular; los burócratas sindicales comprometidos con las transnacionales consolidadas durante el frondicismo buscaban en Perón al líder capaz de disciplinar al capital concentrado y a las bases trabajadoras para consolidar el propio poder sindical; los peronistas revolucionarios quería que Perón fuera el revolucionario que no era y confundiendo número con fuerza, creyeron que podían convertir a la clase trabajadora en conducción hegemónica del heterogéneo movimiento para convertirlo en una fuerza revolucionaria. El final fue trágico en el sentido que lo entendía el alemán Friedrich Schelling: la trama de una historia en el momento del conflicto que jamás se resuelve tal cual lo soñaron las voluntades en acción. Perdieron los industriales ante el avance de un capitalismo cuyo modo de acumulación devino en renta financiera y liberalización de la economía. También los revolucionarios, que se replegaron ante las balas de la Triple A peronista y luego desaparecieron en los campos de concentración de la dictadura. Los burócratas padecieron menos, desensillaron hasta que aclarase y se adaptaron a todo. Y los que ganaron fueron los que en aquellos años se habían guarecido en sus cuarteles de invierno esperando su turno: el aparato partidario. Descompuesta la dictadura militar que había concretado el final de cuentas con el peronismo combativo, el aparato se autofacultó para administrar la liturgia. Emergió entonces como exterioridad visible un peronismo que ya no era lo que había sido y surgió el pejotismo. Y ante él capitularon muchos de los mejores. El 19 de agosto de 1985, por ejemplo, intelectuales como José Pablo Feinmann, Nicolás Casullo, Horacio González, Alcira Argumedo, entre otros, renunciaron al partido. Algunas de las frases que utilizaron son de una enorme vigencia: “Oímos diariamente la voz oficial de un partido reducido a expresiones anacrónicas y carente de la concepción popular que dice representar”; “Presenciamos la distorsión de los planteos nacionales del peronismo, a través de componendas con siglas y políticos despreciados por el pueblo, con militares de los campos de concentración y con los sectores ideológicos y culturales más inquisidores del país”. Peronistas que explicaron con brutal honestidad la emergencia de ese justicialismo no como un proceso de infiltración de agentes extraños, sino como la consolidación de “cierto justicialismo de vieja data que desde hace tiempo se consolida en feudos de interna partidaria y sindical, y cobra fuerza ante el repliegue popular y la represión a los cuadros combativos del movimiento”.
Traslademos el marco explicativo a Salta y concluiremos lo siguiente: el triunfo de Roberto Romero en el justicialismo local fue posible porque desaparecieron los Miguel Ragone bajo las balas de la derecha peronista primero, y el terrorismo de Estado después. A partir de ello, todo fue posible: Hernán Cornejo, Juan Carlos Romero, Juan Manuel Urtubey. Personajes que representarían bien los papeles en donde en otra película (“Evita”, protagonizada por Esther Goris y con guión de José Pablo Feinmann) las muy oligárquicas damas de beneficencia se presentan ante una Evita que, luego de escuchar sus pomposos nombres exclama irónica y arrogante: “Qué nombres, señoras. Son tan…tan agrarios, tan terratenientes. Que quiere que le diga, hasta tiene olor a bosta de vaca”. Y la traslación no resta credibilidad al relato. Después de todo, los personajes que gobernaron la provincia por el justicialismo aman la tierra. La aman tanto, que la tienen por montones. La aman tan exclusivamente, que para acumularla desarraigaron a los hombres y mujeres que se desarrollaban en ellas y proyectaban sus vidas viviendo en ellas. Son la consolidación de un justicialismo sin línea popular atado al destino de los poderosos. Un justicialismo devenido en trampolín hacia el control del Estado para posibilitar enriquecimientos asombrosos; o, a la inversa, millonarios que se adueñan del partido para acceder al Estado y desde allí consolidar y diversificar las riquezas originales. Grupos poderosos que han convertido las concepciones históricas de una causa en letanía y cuyos anhelos partidarios carecen de correspondencia con las aspiraciones populares. Poderosos que increíblemente, hay que admitirlo, conviven con algunos militantes magníficos pero sin fuerza para modificar lo expuesto y que, sin embargo, esperan estoicamente, con oriental paciencia, con fe que no hace caso a las razones, que alguna de esas anomalías que hacen historia y que por ahora nadie ve – salvo Evita Isa al parecer – puedan restablecer un tipo de peronismo con línea popular.