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Esa mujer es nuestra

Se cumple otro aniversario de la muerte de Evita. La mujer odiada por los poderosos a los que desafió y amada por un pueblo al que arengó para mantener los beneficios económicos y políticos surgidos con el peronismo en 1945. (D.A.)

En vida fue el símbolo de un peronismo que además de trastocar la matriz económica que la oligarquía había montado para vivir en su paraíso agroexportador, supuso también el ingreso de los sectores populares a la política nacional como actor protagónico de la misma. Lo primero suponía una diversificación de la matriz productiva que generó nuevas clases sociales que accediendo a nuevas ventajas, se resisten desde entonces a desaparecer. Era Eva la que más arengaba a esos sectores para defender lo ganador y reclamar más beneficios. Y era ella, también, quien representaba la insolencia plebeya ante los poderosos de entonces. Una película lo pincela bien. Esa película se titula “Evita” y es protagonizada por Esther Goris. El guion es de José Pablo Feinmann y en una escena las muy oligárquicas damas de beneficencia se presentan ante una Evita que luego de escuchar sus pomposos nombres exclama irónica y arrogante: “Qué nombres, señoras. Son tan…tan agrarios, tan terratenientes. Que quiere que le diga, hasta tiene olor a bosta de vaca”.

Por eso mismo fueron esos sectores los que alguna escribieron en las paredes de Buenos Aires “¡Viva el cáncer!”. A ellos se refirió Eduardo Galeano en un escrito publicado en su libro Memoria del Fuego: “La odiaban, la odian los biencomidos: por pobre, por mujer, por insolente. Ella los desafía hablando y los ofendía viviendo. Nacida para sirvienta, o a lo sumo para actriz de melodramas baratos. Evita se había salido de su lugar”. Por ello, sigue diciendo Galeano, los que la querían eran otros: “… los malqueridos; por su boca ellos decían y maldecían. Además Evita era el hada rubia que abrazaba al leproso y al haraposo y daba paz al desesperado, el incesante manantial que prodigaba empleos y colchones, zapatos y máquinas de coser, dentaduras postizas, ajuares de novia. Los míseros recibían estas caridades desde al lado, no desde arriba, aunque Evita luciera joyas despampanantes y en pleno verano ostentara abrigos de visón. No es que le perdonaran el lujo: se lo celebraban. No se sentía el pueblo humillado sino vengado por sus atavíos de reina. Ante el cuerpo de Evita, rodeado de claveles blancos desfila el pueblo llorando. Día tras día, noche tras noche, la hilera de antorchas: una caravana de dos semanas de largo. Suspiran aliviados los usureros, los mercaderes, los señores de la tierra. Muerta Evita el Presidente Perón es un cuchillo sin filo”.

Amor incondicional y odio visceral. Eso supuso esa mujer en la historia nacional. Emociones que con su muerte se potenciaron aún más, confirmando así que en política también hay rasgos religiosos. Esos que hacen que los muertos sean vivenciados como vivos y actuantes en la vida social. No se trata de una característica atribuible a todos. Se trata de algo que sólo alcanza a quienes lograron sinterizar grandes pasiones colectivas. Evita efectivamente fue eso y su muerte joven y desgarradora a la que siguió un velorio monumental que se reiteró simbólicamente en cientos de puntos de un país, adelantaban que el impacto que tuvo en vida en la política nacional, se mantendría con su muerte.

Por eso ella vivió una especie de “muerte nómade” entre 1955-1976. Perón ordenó que la embalsamaran en nombre de la causa nacional aunque siempre pareció proclive a reivindicar para sí la propiedad del cadáver, tal como hacen los gurúes que basan su poder en la tenencia del oráculo. La autoproclamada revolución Libertadora robo el cuerpo del edificio de la C.G.T. en 1955 al igual que los españoles del siglo XVI expropiaron las momias incas de los templos del Cuzco; estos últimos para exorcizar al Perú de las idolatrías paganas, los primeros para exorcizar al país de la idolatría peronista. La resistencia peronista empleaba a Eva como estandarte y utilizaba la fecha de su muerte para organizar actos relámpagos que demostraran que el peronismo estaba vivo. Años después, una guerrilla peronista, Montoneros, se presentó en sociedad secuestrando y matando al general que además de derrocar a Perón en 1.955 y fusilar peronistas robó del cadáver de esa figura a la que esa guerrilla ubicaba en el panteón de los revolucionarios junto al Ché. El cadáver incluso se convirtió en prenda de paz en septiembre de 1971 cuando a partir de la negociaciones entre Lanusse y Perón, el primero ordeno retirar el cuerpo de un cementerio milanés para ser entregado al líder exiliado en una quinta de Madrid.

Evita, en definitiva, desde 1944 había dejado de pertenecerse. Dejo de ser lo que era para ser lo que de ella se dijo que fue: Eva Duarte, Eva Perón, Evita, Bullerfly, Yegua, Puta, Abanderada de los Pobres, Santa, Montonera, Revolucionaria.

Lo seguro, en cambio, es otra cosa. La odiaron quienes acumularon tierra desarraigando a los hombres y mujeres; las corporaciones que mirando al mercado externo desean que sus productos partan hacia allí a costa de la mesa de los argentinos que con su sacrificio crea esos productos; los “bien pensantes” que odian a la “plebe idiotizada” a la que consideran inclinada a enamorarse de aventureros populistas. La amaron los desarraigados de la tierra, los expulsados del mercado de trabajo, los abucheados de la cultura, los vomitados del derecho y los excluidos del consumo. Sectores que arrojados a un peregrinar conmovedor en busca del país soñado que los abrazara, forjaron en ese andar errante y harapiento los valores que aun hoy permiten enfrentarse a la implacabilidad de quienes respirando beneficios y alimentándose de los intereses del dinero, pretenden montar un país donde millones de hombres y mujeres simplemente sobran.