A partir de un artículo publicado por este medio sobre las investigaciones de Beatriz Guevara de la UNSa que analiza femicidios en Salta a través de conceptos empleados en México, el autor se aproxima al trabajo del ensayista mexicano Sergio González Rodríguez utilizados por la académica salteña. Franco Hessling

No es ninguna novedad el desvalor que recae sobre la vida humana, tal como lo ha demostrado Rita Segato, los cuerpos son territorio de combate, por ende la vida vale un comino. Sergio González  Rodríguez, periodista y ensayista mexicano víctima de dos torturas e innumerables amenazas, coincide con Segato, aportando datos de muertes de mujeres de la anamórfica sociedad de México.

Define a la “anamorfosis” social como aquella sociedad en la que ha caído la abyección, en la que ha vencido la vileza. Un terruño en donde lo que impera no es la ley sino la ruindad, un lugar con vendavales de horror y con la temeridad como mineral del suelo. Un espacio que deviene en un asaz de pavor, un ígneo de sangre y muerte.

El México anamórfico está dominado por una rancia telaraña de poderes fácticos, que además de coincidir en sus intereses convergentes, acuerdan en estar militarizados. El crimen organizado, el pulpo del narcotráfico, los para-militares, las fuerzas del Estado, y los sicarios, son la miscelánea organización de la anamorfosis, esmerada en sembrar el terror más supino. Se suman a esos poderes los de los grandes capitales y los de instituciones de peso, como la propia iglesia católica.

En la anamorfosis la vida humana se reduce a puros cuerpos, que se utilizan como huellas de combate. Dan mensajes, marcan zonas, expresan ese inefable respeto entre forajidos. Los ajustes de cuenta han ido infundiendo más saña en el transcurso de los últimos 30 años, y por ello las formas de matar son enunciados de conquista y dominación, y la vida ha pasado a ser una fruslería.

Pero además de dar señales en los cuerpos maniatados se las propende con los intelectos atemorizados. González Rodríguez fue detenido ilegalmente y torturado dos veces; lo instigaban para que abandone sus investigaciones en torno a las muertes de mujeres en el país norteamericano. En su libro “Huellas del desierto”, editado en 2002 relata sus vivencias en junio de 1999.

El ensayista y periodista, González Rodríguez, también ha publicado las obras “El hombre sin cabeza” en 2009 y “Campo de guerra”. Esta última ha sido condecorada con el premio de Anagrama al mejor ensayo en lengua española del 2.014. Queda claro el relieve intelectual del autor mexicano, a quien la telaraña anamórfica no ha tenido reparos en secuestrar y vejar.

No se trata de vituperarlo, porque puede que lo que sus verdugos buscasen sea justamente lo opuesto: que exprese su desdichado periplo. La hipocresía del combate mundial por los derechos humanos ensalza la impunidad en la que se montan para incitar a una víctima a que hable, a que cuente su padecimiento. Más aún, quizá hasta pretendan que González Rodríguez los culpabilice, le cuente al orbe de lo que ellos son capaces.

Esto no le resta valentía al periodista azteca, que antes de ser torturado ya vociferaba -a veces sin audiencia que lo escuche- las fechorías de la telaraña anamórfica. Es el vocero no sólo de su propia experiencia, sino también de los entre 70.000 y 120.000 muertos que causó en México la ambigua guerra contra el narcotráfico de drogas, conforme a lo que él mismo indagó. Además agrega que 84 periodistas fueron ultimados desde el año 2000, todo ello en el marco de una realidad sinestésica: un silencio pestilente.

Los datos son aportados por González Rodríguez en su artículo “México: imágenes del horror”, adaptado para la edición de agosto de Le Monde Diplomatique Cono Sur del también suyo “La violencia extrema, yo dentro” publicado en la revista española “Carta”. Allí también puede leerse relatos de la crudeza que horada al ser nacional tricolor: “Palabras que parecía que habíamos dejado de usar, vuelven a nuestras bocas. Sangre, balas, guerra, policía, ejército, asesinatos, desaparecidos, muerte, peligro, mal, terror, barbarie”.

“Dijeron que me liquidarían en un terreno baldío al sur de la Capital. El taxi se detuvo y subió otro al que llamaban ‘El Jefe’. Durante casi una hora éste me dio puñetazos y golpes con los codos, amenazándome de violación y de muerte, luego, con un picahielo me hizo cortes en los muslos”. La peroración es estremecedora, las secuelas llegan hasta cada lector.

Por algún dejo de optimismo localista, acaso puede ocurrir que el enunciado del mexicano se nos haga lejano, que sólo nos cause una compasión distante y extrañada. Basta una simple revisión de los hechos policiales de nuestro territorio, más un ejercicio básico de abstracción, para percatarse que el talante de México no está tan lejano respecto al gauchesco.

Más allá de los frontispicios gubernamentales, el “Haciendo realidad la esperanza” y la égida de lo “Nacional y Popular”, la impunidad y la violencia tienen a muchos anónimos en su lista de pasivos. La Comisión de Familiares Contra la Impunidad de Salta, sin ir más allá, le aporta 170 nombres a la frondosa lista de las víctimas de la anamorfis argentina.

Para complementar esa cifra, que ha servido sólo como muestreo pitagórico, hágase ahora la consigna de abstracción: a la siguiente cita de González Rodríguez, reemplácele el lector la palabra México; en su lugar coloque Argentina o Salta, según prefiera, y perciba si le resulta ajena la afirmación. “En México (Argentina o Salta) las Fuerzas Armadas tienen la costumbre de practicar la tortura y violar los derechos humanos (…) pueden falsificar la escena de un crimen, pueden poner armas en las manos de las víctimas, cambiar de lugar los cuerpos y hasta amenazar de muerte a los sobrevivientes y testigos de sus acciones”.

La analogía entre uno y otro contexto puede parecer desmesurada, ciertamente los decibeles mexicanos tienen un tenor que aún no ha ensordecido a los auditorios argentinos-salteños. Sin embargo la preocupante avanzada del narcotráfico, más la ostensible impunidad con que el poder económico, militar, eclesiástico, político y judicial se manejan, hace suponer que ese escenario que se ve tan remoto pueda desarrollarse en un santiamén.

Genealogía mexicana

En 1982 aparecieron sin vida en el Estado mexicano de Hidalgo los cadáveres de 12 personas apilados en la pileta principal de la estación purificadora del río Tula. Todos eran de origen colombiano y pertenecían a una red de criminales que traficaba cocaína y que organizaba atracos menores. Ese, según lo sitúa González Rodríguez, es el origen de la “arquitectura de abyección” que se construyó.

Más cerca en el tiempo se registran varios hechos que dan cuenta de la crecida de ese fenómeno. En el 30 de junio y 1 de Julio de 2014, 15 personas fueron acribilladas por el ejército mexicano en un supuesto enfrentamiento acaecido en Tlatlaya. El verano de ese mismo año, en un canal de drenaje de Ecatepec se descubrió 46 cuerpos, de los cuales 16 eran de mujeres. El hecho fue deliberadamente solapado por el gobierno mexicano, y con la anuencia de los emporios mediáticos –Televisa a la cabeza-.

El 26 de Septiembre también de 2014 desaparecieron 43 estudiantes de la Escuela de Magisterio de Ayotzinapa. Ocurrió en Iguala, en el Estado de Guerrero. Luego de ello otros 6 estudiantes, que dieron testimonio sobre la responsabilidad de la policía y funcionarios locales en la desaparición de sus compañeros, fueron secuestrados, torturados y asesinados.

El 31 de Julio último fue asesinado en Navarrete, pleno Distrito Federal, el periodista Rubén Espinosa Becerril, con quien fueron ajusticiadas cuatro mujeres. Entre ellas estaba la veracruceña Nadia Vera, integrante del movimiento social YoSoy132, que fue creado en 2012 como resistencia estudiantil a la imposición mediática de la campaña del actual presidente Enrique Peña Nieto, referente del Partido Revolucionario Institucional (PRI).