Chiqui Hadad es una artista del tejido. Es artesana, salteña y hace varias décadas que se dedica a la artesanía en su provincia. La Chiqui compartió una tarde entre anécdotas de su oficio y las reflexiones de un arte que la apasiona. (Trilce Lovisolo)

En una callecita escondida de un lugar que es un paraíso, San Lorenzo, a poquitos kilómetros de la capital salteña. Allí el verde de la vegetación selvática de ese municipio combina perfecto con su casa-taller lleno de colores. La Chiqui Hadad es una artesana salteña que se dedica al tejido hace varias décadas y que, durante una tarde con Cima, contó cómo se fue tejiendo su historia.

“¿Qué estará tramando?”, “Se está tejiendo que…”, “Estaba urdiendo…”. Palabritas de la actividad de tejer se cuelan en frases de uso diario de nuestro lenguaje. “Se trata de mucho más que de lanas”, dice la Chiqui, para resumir su arte. “Siempre pienso que en el tejido hay pensamientos que se cuelan entre lanas y agujas y que uno pone mucho de sí mismo en cada pieza. También me imagino que eso es algo que pasa con todas las actividades artísticas”, agrega luego.

Pero la Chiqui no fue artesana toda su vida. Antes, trabajaba en la Dirección de Inmuebles, en el área de computación. Lo que hacía era perforar unas tarjetas con unas máquinas. Se llamaban tarjetas Hollerith. Este lenguaje cobol, antiquísimo, se lo pasaba a un padrón y se lo leía. Eran catastros de viviendas, de propietarios. “Dentro de lo que es la administración pública creo que el lugar en el que yo estaba no era desagradable del todo, sin embargo yo tenía una necesidad de irme. Cuando salió el retiro voluntario, ya hacía 17 años que trabajaba en Inmuebles y ahí pedí el retiro inmediatamente. “Fue un poco una locura dejar de lado un laburo así, categorizada ya, además. Pero me fui feliz”, recuerda.

Y a partir de ese momento, comenzó un camino en la cocina. “Ya cuando trabajaba en Inmuebles muchos me pedían que cocine. Todos me recuerdan por una comida, por una ensalada, por un bocado, por un no sé qué”. La Chiqui hacía unas berenjenas en escabeche que eran riquísimas y todo el mundo le pedía que le lleve, que le lleve, que le lleve. Un día se compró un aparato para sellar en vacío, unos frascos y se puso a vender. Con Daniel, su marido, hacían unas etiquetas “muy presumidas” y vendía  muchísimo.

Luego, llegó un momento en el que tenía que hacer unos papeleríos de Bromatología y necesitaba un espacio físico que no poseía. Por aquellos años esa era una inversión imposible de hacer. Y se echó atrás. Pero hasta el día de hoy hay gente que le dice “aunque sea un frasquito, de vez en cuando, haceme”.

Más adelante, en San Lorenzo, comenzó a gestarse la idea de hacer un Mercado Artesanal. Esdras Luis Gianella, Jorge Marino, Patricia Bisquets y, por supuesto, la Chiqui, se reunían con regularidad a pensar cómo sería este mercado. “Y lo hicimos. Pero estaba en un muy lugar y no era muy visitado por la gente que paseaba por San Lorenzo. Es que esa zona -donde actualmente funciona la Biblioteca Tata Sarapura- aún no estaba muy habitada y nos cansábamos de ver cómo pasaban un montón de colectivos con turistas a la Quebrada, pero ahí no los hacías parar ni loco”, recuerda la artesana.

En el Mercado vendía sus berenjenas en escabeche. “Un buen día me dieron ganas de aprender a tejer y me costó mucho encontrar quién me enseñe, no era como ahora que hay lugares en los que vos podés ir a aprender. No ha sido fácil para mí”, dice para comenzar a contar cómo fue que el tejido comenzó a ser una de las partes que más disfruta de su vida.

Finalmente, fue un artesano que ahora es muy conocido, muy famoso, Jesús Casimiro, quien le enseñó este arte. “Él hace unos trabajos maravillosos, increíbles, en tapices. Venía los sábados y me enseñó todo: desde cómo armarlo al telar, cómo hacer la urdimbre, como preparar las lanas… Más adelante comenzamos a organizar talleres para la gente de acá y quedamos bastante ligados”.

La Chiqui dice que nunca se ha planteado qué es lo que le gustaría tejer. “Yo sabía que lo que quería era tejer y nada más. Tejía a dos agujas y me encantaba. Tuve mi época de absoluta pasión con el tejido y pensaba en él todo el tiempo. Hacía cosas en mi cabeza”, expresa.

Al principio, recuerda, trató de hacer tapises con Jesús y fue una buena experiencia, pero los tapices son muy difíciles de vender y es un trabajo muy laborioso. “Casimiro me dio una mano importante, fue muy importante en mi trabajo”. Después se largó sola. Comenzó a combinar lanas sin ningún criterio ni conocimiento sobre diseño –dice. “No se cómo fue pero de a poco comencé a probar, a ver, a prueba error. Después me fui animando a hacer otro tipo de prendas como chales. Me daba cuenta de que los chales míos se vendían mucho así que iba a la Feria Artesanal de la calle Balcarce. Y chal que vendía un sábado o domingo de feria, el lunes estaba en la tienda El Tío comprando más lana para hacer uno más o dos, como mucho. Así fue que empecé”, rememora.

Había montado un telar en la cocina de su casa, entre papas y otras verduras, dice risueña. Más adelante pudo hacer su propio taller, un espacio que hoy está lleno de colores y de la materia prima de sus obras. Después de la Balcarce puso un puesto de artesanías en la Quebrada de San Lorenzo. “De aquí no me voy más”, promete.

“Estoy muy contenta. No me arrepentí nunca de haberme ido de la administración pública. Y estoy muy contenta de haber hecho todo lo que hice. Ahora sí lo que siento es que me duele mucho la espalda, me siento medio viejita ya y menos activa. No sé si esto es definitivo y avanza o tendré alguna vuelta. Me gustaría mucho no perder el entusiasmo”, expresó. “Tener ganas de hacer cosas es una maravilla. Trabajar desde mi casa es una alegría enorme, me siento muy libre. No soy persona que me puedan tener quieta, soy pisciana, soy un pez” (se ríe).

Dice que conoció a gente maravillosa a través de su arte. Como Raquel, otra mujer que teje con ella hace ocho o diez años o Marina, una artista de Cafayate que venía de la Escuela de Arte y que le puso mucho amor a su trabajo. También Inés, una joven muy creativa que viene de la carrera de Diseño e Indumentaria y hace muchos años que teje en lo de la Chiqui.

“Arte” en serie

Mucho de lo que circula como artesanal en los locales de artesanía salteña, son productos industriales, que se encuentran en Bolivia, Perú y en muchísimos locales artesanales del país. La Chiqui coincide con esta apreciación: “Pienso que es muy tentador juntar unos pesos, ir a Bolivia y llenar el local de mercadería boliviana. Es fácil, está cerca y es fácil de vender. Y en este momento el turista viene a buscar eso: el pantalón a rayas, el sombrerito… entonces si te largás a hacer una pieza única y que te lleva un montón de tiempo es arriesgado, pero siempre aparece quien hace la diferencia y se lleva la pieza buena, son excepciones”, dice durante la entrevista.

“Creo que he sido una persona privilegiada porque cuando era joven estaba rodeada de gente que hacía maravillas con las manos y algunos todavía están”, dice. La casa de la Chiqui está llena de lo que hicieron esos artistas que también fueron sus maestros. “Hay artistas buenísimos a los que he conocido en el mejor momento de ellos probablemente y eso me ha contagiado mucho las ganas de hacer cosas. Pienso que no es casual que uno se mezcle con esa gente”, asegura.

“Y he visto bellezas entonces ahora me cuesta mucho encontrar algo que me guste. Para mí hay una chatura y como que se desinfló. Yo antes me enamoraba de las cosas, de las artesanías y ahora no me enamoro de nada, eso me está pasando”, comenta.

Hoy, de lo que más disfruta, es de su vida en familia con Daniel, su marido y sus hijos y nietos, con quienes comparte su amor por el arte. La Chiqui, todavía, se sienta a tejer y se abstrae del mundo que le pasa momentáneamente inadvertido y por un costado. Cada punto, con lanas e hilos de distintas texturas, llevan colores estridentes y, en el medio, cientos de pensamientos que se cuelan por entre los movimientos de las agujas de esta tejedora.