Impopular entre quienes lo conocen y desconocido para casi todos, Ángel Torres es de los que se mueven en las sombras para poner al jefe en el lugar que el jefe quiere estar. Torres volvió a hacerlo y su jefe, J.C. Romero, retuvo la banca del Senado, esa que el exgobernador sintió peligrar después de agosto. (Daniel Avalos)
Y es que los resultados del 11 de agosto derrumbaron ciertas certezas romeristas e instalaron otras menos halagadoras que, admitidas en privado, eran negadas en público. Una de ellas estaba vinculada a la figura del mismo Romero y era la siguiente: que el haber sido figura central de un proceso político de doce años y el poseer un apellido conocido en cada rincón de la provincia, no garantizaba electoralmente nada al exgobernador. La otra certeza poco halagadora tenía que ver, en cambio, con las características de la propia tropa romerista: los capitanes y soldados del exgobernador se embarcaron entusiastamente en lo que éste último presentó como el inicio de la reconquista del Poder de cara al 2015, aunque lo hicieron sin diagnósticos claros, sin correctas evaluaciones del peso de los intendentes en batallas de este tipo y con la sola y equivocada convicción de que apellido Romero acumulaba votos.
Por eso el resultado de agosto les erizó la piel a todos: 60.000 votos por debajo del oficialismo y sólo 12.000 por encima de Olmedo. Romero concluyó que lo que precisaba era alguien que ponga orden en una tropa confusa e indisciplinada y, sobre todo, que aportara iniciativas realizables que lo acercaran al objetivo. Y entonces acudió a su fiel, astuto y, para muchos, malvado secretario personal. Ese que siempre estuvo por detrás del mismo Romero escondiendo el rostro, pero hablándole al oído; el personaje al que los analistas denominan el poder tras el poder; una especie de pariente lejano de los antiguos consejeros del rey, aunque hoy se lo conozca con el título menos grandilocuente de operador político. Ángel Torres es justamente eso: un operador político, el hombre que hace décadas hizo que las puertas que conducían a lugares convenientes para su jefe se abrieran, el mismo que se especializa en identificar oportunidades políticas y electorales que sirvan al jefe, el que genera las defensas políticas y mediáticas que amortigüen los golpes dirigidos a ese jefe, y el que cuenta con una enrome agenda de contactos que puedan ser funcionales a los intereses del jefe.
Personajes que, como el Coti Nosiglia en el radicalismo, José Luis Manzano con el devastador menemismo y tantos otros monjes negros, emergieron de entre las cenizas de una militancia que se alejó de los partidos cuando estos se convirtieron en feudos al servicio de una oligarquía partidaria que triunfó por el repliegue popular. Operadores cuyo poder se mide por la cercanía con el jefe y el manejo de enormes recursos pero, sobre todo, por la cantidad de documentos confidenciales que conocen a la perfección porque han ayudado a producirlos; y por la no menor cantidad de acuerdos secretos que ayudaron a cerrar y de los que nosotros, simples mortales, nunca tendremos conocimiento. Por eso mismo, personajes como Ángel Torres suelen hacer del secreto y el bajo perfil un arte. Y por eso mismo cuando el oficialismo, a través del diario Punto Uno e Informate Salta, anunciaron su arribo a Salta con tono de denuncia (viernes 11 de octubre de 2013), la enorme mayoría de salteños no se intereso por la noticia porque no sabía quién es Ángel Torres. Sólo los funcionarios del gobierno sabían de quién se trataba. Y lo sabían porque además de haber sido funcionarios romeristas, fueron formados por el mismísimo Ángel Torres cuando, pomposamente, los que hoy gobiernan se autodenominaban los “Golden Boys”: tecnócratas sin identidad social e histórica con los partidos a los que dicen pertenecer y que carecen de razonamientos ideológicos a la hora de llevar adelante las tareas encomendadas por el Poder.
Urtubey, por supuesto, era uno de ellos. De allí que en ese libro sin sustancia que escribió en 1999 y al que sólo leemos para confirmar cómo ciertos hombres cambian de enunciados con una liviandad asombrosa en un periodo de tiempo asombrosamente corto, el actual gobernador usara el prologo para agradecer “al equipo de colaboradores que acompaña en su gestión al Gobernador de la Provincia, principalmente a su Secretario Personal, Sr. Ángel Torres, quien muchas veces supo acercarme la médula del pensamiento de Juan Carlos Romero, en el marco de su constante y estratégica tarea, fruto de una visión que impulsa la formación de nuevos cuadros dirigenciales del justicialimo” (J.M.Urtubey: “Sembrando Progreso. Edit. Víctor Manuel Hanne, 1999, pág. 13). Por eso mismo desde el oficialismo, salvo esas notas periodísticas sin impacto real, nadie haya asumido la tarea de señalar a Ángel Torres. Si todos, después de todo, quieren ser como Ángel Torres: el pragmático exitoso, el ser en el que no anidan ilusiones colectivas, el que está seguro de que las ideologías han muerto por solo representar un abstracto y estéril juego de ideas, aquel que cree que el patriotismo pueda que tal vez exista pero que por las dudas conviene no generarse expectativas porque lo importante, lo realmente crucial, es hacer que las cosas funcionen según el preciso y puntual objetivo de ser parte del Poder o el mismo Poder.
Y Ángel Torres vino e hizo otra vez su trabajo. No el que realizó durante los doce años de Romero en donde, según él mismo declaró, junto a otros desconocidos como Juan Manuel Palacios, Luis Adolfo Saravia, Daniel Peralta y Gilberto Oviedo diseñaron el “Proyecto Salta” que Romero implementaría desde 1995 (Cuarto Poder 6/10/2007, pág. 16, a partir de las declaraciones de Ángel Torres en FM Pácifico), sino ese trabajo más pequeño pero no menos pertinente al del operador: aceitar la máquina electoral propia y sellar acuerdos con actores ajenos al propio espacio político para posibilitar que el Jefe continúe en el Senado. Fuentes vinculadas al romerismo confesaron al que escribe las andanzas del “Viejo”, tal como parecen decirle ahora al hombre que, con la desfachatez propia del desconocido, paseaba por las calles salteñas calzando pantalones rojos. Para lograr el objetivo, decía, eran necesarios tres movimientos que, a su vez, eran hijos de un diagnóstico preciso. El diagnóstico preciso era el siguiente: el Gobierno buscaría eliminar políticamente a Romero no solo apoyando con recursos a Olmedo, sino también con votos que parte del aparato del Grand Bourg en el interior desviaría a la lista del sojero. Que ante ello, decían que dijo Torres, los movimientos que los propios límites y fisuras del oficialismo permitían, eran tres: mantener el caudal de votos de agosto, sumar voluntades a partir de aliados indirectos que impulsasen abierta o clandestinamente el voto hacia Romero, y lograr que ciertos actores aliados al Grand Bourg se comprometieran a no movilizar el aparato con el entusiasmo que lo habían hecho en agosto. Lo primero quedaría en manos de los que manejaron la campaña en agosto. De lo segundo y tercero se encargaría el mismo Torres a lo Torres: teléfono en mano, con una o dos reuniones de no más de media hora con ciertos dirigentes del interior y, por supuesto, con una abultada billetera.
El diario del lunes mostró que lo que parecía estrafalario no lo era tanto. Y es que, aun cuando la naturaleza de los acuerdos, los temas conversados en las reuniones, o el precio de los amoríos políticos coyunturales nunca estarán al alcance de nosotros, cierta suma de coincidencias abona lo que las fuentes revelaron. Olmedo, después de todo, cosechó el domingo pasado 18.000 votos más que en agosto, mientras la lista del Grand Bourg perdió inexplicablemente 15.000 con respecto al mismo mes; Romero, por su parte, incrementó sus votos en Capital en mayor proporción a un Olmedo que, tres días antes de las elecciones, fue desmentido públicamente por el prófugo electoral Bernardo Biella, quien negó que sus votantes pudieran inclinarse por el sojero ante su ausencia; en Tartagal, la tierra del enojado Andrés Zottos, los 10 puntos de Romero en agosto se convirtieron en 13,3% en octubre, porcentaje al que había arribado el PRS en agosto para ahora solo recolectar 9,5%; en Cachi, la tierra de Wayar, increíblemente y en dos meses la lista de Romero pasó del 27% en agosto al 40% en octubre, quedándose con el primer lugar y relegando al oficialismo al segundo; en Molinos ocurrió algo parecido; en Cerrillos, el lugar en donde algunos aseguran que Torres anduvo visitando al diputado Abalos, Romero no ganó en octubre, pero subió dos puntos con respecto a agosto mientras Urtubey bajó tres y quedó relegado al tercer lugar luego de haber salido primero en agosto; resultados distritales que, en conjunto, posibilitaron que los 16.000 votos más conseguidos por Romero en octubre con respecto a agosto, fueran levemente inferiores a los 18.000 de más conseguidos por Olmedo, pero suficientes para mantener la distancia con el sojero mientras ambos se acercaban a un oficialismo que quedó identificado como el gran perdedor del domingo; todo en un escenario en donde no menos curiosamente votaron casi 30.000 personas menos que en las PASO: 634.706 en agosto contra 615.897 en octubre.
Admitamos rápido que esta lectura puede generar el visceral rechazo de los entusiastas demócratas que en cada elección, ven una pueblada cívica que con su voto se independiza al menos por un día de sus representantes. Defendámonos enfatizando que nosotros también creemos lo mismo y que en ello identificamos una de las razones de la histórica elección del Partido Obrero. Aclaración que no nos impide, sin embargo, afirmar que en procesos de este tipo no todo se reduce a esto o aquello, sino a un complejo proceso en donde eso y aquello conviven permanentemente. Las elecciones, entonces, como proceso que también se resuelven por maniobras e intrigas palaciegas. Tiene lógica en un periodo donde la política se ha privatizado. Cuando muchas de las decisiones importantes se toman a puerta cerrada o en los pasillos de los palacios. Cuando la clase política se ha convertido en eso que dicho o escrito no suena muy original, aunque sea absolutamente necesario recordarlo: una oligarquía que hizo de la política un asunto privado. Y allí, los Ángel Torres mantienen un enorme peso. Por eso las características de su estadía en Salta: fue como un pistoletazo que no vimos llegar y tampoco partir. Vino e hizo dos, tres, o cuatro cosas que consideró elementales y se fue. Seguramente satisfecho de que entre los funcionarios que él formó y ahora combaten al jefe, nadie puede aún superarlo. Agradeciendo que las estridentes declaraciones de los otros, el enredo de eslóganes y el culto a los titulares periodísticos, le hayan permitido estar en el centro de las decisiones sin que se lo vea para hacer que las cosas sucedan tal como él quería: garantizar a Romero la banca del Senado y desnudar los límites palaciegos del adversario de cara al futuro. Después de todo, habrá pensando, es más fácil ver las cosas distintas y contradictorias del armado político oficial, que la supuesta maestría del Gobernador que insiste en presentarse como el líder que armoniza las cosas distintas de ese mismo frente.