En agosto del año 2002, José Pablo Feinmann publicó un artículo sobre José de San Martín que daba cuenta de cómo el prócer se negó a utilizar el ejército libertador como policía en las guerras civiles del país.
San Martín debe su lugar como “padre de la patria” a una percepción que nunca abandonó: no entrar en las guerras internas del país. Fue el guerrero de la soberanía exterior, papel que jugó brillantemente. Llega al país en una corbeta de nombre “George Canning”, acaso una ironía o no. Canning había sido el lúcido ministro británico que no quería guerrear sino comerciar con la América del Sur, “ganaremos más así, las mercancías serán más efectivas que los fusiles”. Lo fueron; las mercancías y los empréstitos. Nada tuvo que ver con eso San Martín. Las mercancías y los empréstitos los trae la burguesía comercial rivadaviana, con la que San Martín no tuvo trato. El era el guerrero de la soberanía nacional, vivió obsedido por echar a los españoles de América y por mantener su sable limpio de sangre criolla. Todas las estatuas que lo recuerdan lucen inmaculadas, indiscutidas por esa decisión.
Es Rondeau quien le pide, desde el gobierno de Buenos Aires, que suspenda la campaña libertadora y regrese al territorio nacional, ponga el Ejército Libertador al servicio de las facciones internas y le solucione a Buenos Aires los problemas que tiene con el federalismo del litoral. Aquí, San Martín, un soldado eminentemente profesional, desobedece. Su espada no se desenvaina en luchas interiores, sino exteriores. Primero hay que liberar –creándolo– el territorio que configure las fronteras de una patria nueva, luego se verá qué se hace dentro de ella. De esta forma, continúa la campaña libertadora. Se encuentra con Bolívar y ahí chocan un militar político y un militar profesional. Bolívar está tramado por las ambiciones. San Martín advierte que las suyas llegan a su fin, que Bolívar (y Antonio José de Sucre) pueden terminar la campaña libertadora y que su presencia ya no es necesaria. Su condición de militar profesional le dice que el ejército de la liberación está en buenas manos; su condición de militar no político le dice que su hora ha llegado al crepúsculo y debe retirarse, ya que nada más ambiciona. Interesa ver cómo la ausencia de metas políticas le entrega a San Martín esa pureza estrictamente militar que lo salvó de manchar su honor guerrero en partidismos y ambiciones que otros tuvieron y padecieron a la hora de su valoración póstuma. San Martín es el guerrero que llega, libra la batalla y se va. Para quedarse hubiera necesitado ser un político, algo que jamás fue.
Brevemente veamos qué hace cuando regresa al país (luego de una estancia en Europa) en febrero de 1829. Poco tiempo atrás –el 13 de diciembre de 1828– Lavalle, utilizando a los veteranos del Ejército de Los Andes que acababan de triunfar en tierras brasileñas, en Ituzaingó, derroca al gobernador federal Manuel Dorrego y lo fusila. Un golpe político-militar que pone al Ejército de Los Andes al servicio de las facciones internas. La guerra civil es inminente y San Martín, con su prestigio, pareciera poder evitarla. Lavalle sube a bordo y lo visita, dado que San Martín no desembarca. Este no-desembarco es fundamental: la guerra que había que librar era sucia, era poner al ejército de la liberación como policía interna de la burguesía de Buenos Aires. Lavalle acababa de hacerlo, acababa de fusilar a Dorrego. ¿Qué le va a pedir a San Martín? Le pide que continúe la tarea que él ha comenzado. San Martín no baja a tierra. Lavalle sí. Entre el general que baja a tierra y el general que se va hacia la pureza del mar hay un abismo. Lavalle se hunde en las contiendas civiles. Héroes del Ejército Libertador como Ramón Estomba o Federico Rauch arrasan, bajo sus órdenes, la campaña de Buenos Aires, cazan indios y federales, los atan a las bocas de los cañones y hacen fuego. Lavalle se va a Montevideo y hace esa campaña financiada por ingleses y franceses, esa campaña trágica que le da excusas a Rosas para dar rienda libre a la Mazorca y que hunde a Lavalle en la melancolía y la derrota ingloriosa. Había sido un gran militar del Ejército Libertador, famoso por sus cargasde caballería en Pasco y Riobamba. Termina como policía de la guerra sucia de los tenderos porteños, fusilando a Dorrego bajo los consejos miserables de los ideólogos de casaca negra y luchando contra el despotismo rosista sin convicción, derrotado en su conciencia, con la culpa por la muerte de Dorrego. Lavalle es el San Martín que desembarcó. El que sometió al Ejército de Los Andes a los intereses facciosos. San Martín es el guerrero que no quiso ser Lavalle. Que fue San Martín y eligió el océano, la distancia y no la tierra, el desembarco en la patria convulsionada, el barro de la historia. Su pureza se conserva y acaso eso le depare el título que ostenta, el de padre de la patria. Es posible que lo sea, pero de la patria de las fronteras: dibujó la soberanía del territorio, el espacio, nunca supo o nunca quiso hacer nada dentro de él.
En su testamento lega su sable a Juan Manuel de Rosas por las luchas del Restaurador contra ingleses y franceses. El viejo revisionismo centrado en el gaucho de los Cerrillos quiere ver en el gesto un respaldo a la política de Rosas. No, San Martín, una vez más, otorga su bendición al héroe de una guerra contra el agresor extranjero. Vivió obsesionado por la soberanía del territorio nacional y también por la ajenidad ante las cuestiones que dentro de él se debatían. De aquí la pureza de su figura. Si quiso que su legado fuera ése, fue uno de los pocos argentinos que, impecablemente, logró lo que se propuso.
Fuente: Página 12 (17/08/2002)