Por Karla Lobos

Al comenzar el nuevo siglo, Salta se caracterizó por mostrar una elite local poderosa, culta, rica, orgullosa y patriota, cuyos hombres y mujeres, descendientes de los primeros conquistadores, eran concebidos con cualidades superiores al resto de los mortales que los rodeaba.

En la economía salteña, por un lado existía la producción azucarera de los ingenios salteños, tucumanos y jujeños, que le había dado al norte la posibilidad de acumular beneficios e integrarse a las clases prósperas de la Pampa agroexportadora. En contraposición existía una postura que sostenía que el espacio económico colonial se había desintegrado por la depresión minera, la penetración del comercio inglés y los cambios derivados del nuevo orden político republicano.

A fines del siglo XIX asnos y ovinos fueron las exportaciones más importantes del Norte argentino a Bolivia. Entre tanto, el ganado vacuno de Salta se colocó en el Norte chileno, que se hallaba en pleno auge salitrero por esos años, pero más allá de los volúmenes exportados, muchas de estas ventas al exterior dejaban escasos márgenes de ganancias a la elite local.

Recién en la última década del siglo XIX se percibió la reorientación económica regional del Noroeste argentino hacia Buenos Aires, con el despegue de la industria azucarera y el avance de la red ferroviaria que conectó al puerto con Tucumán en 1876.

Los años noventa definieron dos espacios económicos. Uno, delineado por la actividad azucarera, ligó Salta a los puertos del Atlántico, mientras que el otro, afirmado sobre las ventas de ganado en pie, integró a la economía salteña al Pacífico. En esos años los ingresos provinciales superaban a los egresos y los balances del tesoro cerraban con saldos superavitarios. Y a pesar de que los intereses económicos de los salteños oscilaban entre el Pacífico y el Atlántico. Los datos de ese ultimo censo permiten inferir que la reorientación hacia el Este de la economía provincial, a través de proyectos políticos era una realidad que las elites de la época apoyaron.

El dinamismo de la economía provincial fue extraordinario sólo en apariencia, ya que al compararse la evolución de los valores absolutos de los presupuestos se advierte un pequeño desarrollo de la economía salteña con respecto a las otras provincias del Norte. Tanto es así que, en 1906 y 1907 los presupuestos de Jujuy superaron en montos a los de Salta. Las desigualdades evidenciadas a escala nacional se expresaron también a escala regional. Tucumán fue la provincia que experimentó el mayor crecimiento y desarrollo en el Norte, cuatro veces por encima de Salta y seis veces arriba de Jujuy.

Las primeras contribuciones nacionales del tesoro aparecieron en 1900, con una asignación destinada a la creación de una oficina estadística. Esta partida se transformó luego en un subsidio nacional anual que se transfirió a Salta entre 1906 y 1916.

Por esos años, se crearon oficinas del registro civil en la capital y el interior de la provincia. También llegaron entre 1912 y 1913 aportes anuales destinados a la instrucción pública. El crecimiento anual de los montos de los presupuestos fue proporcional al crecimiento de la oferta monetaria y de la desvalorización de la moneda, durante la segunda mitad de la década de 1880.

Pero Salta dependió de sus propios recursos y no tanto de los aportes nacionales. Aunque el Gobierno central contribuyó a costear buena parte de una burocracia en rápida formación, que incluía desde los profesores de la Escuela Normal y el Colegio Nacional hasta los empleados de correo y las nuevas oficinas del Registro Civil, además del obispo y los curas del seminario conciliar. Grandes obras de infraestructura vial, ferroviaria y saneamiento fueron costeadas también con erogaciones del Tesoro Nacional que no quedaron consignadas en las leyes provinciales de presupuesto.

Previamente, en 1887, ante la epidemia de cólera, las autoridades federales ya habían aprobado una ayuda económica para la construcción de obras necesarias para prevenir desbordes del río Arias e inundaciones en la capital provincial. Dos años más tarde, siempre bajo el gobierno de Martín Gabriel Güemes, la provincia accedió a un empréstito del Banco Nación de cinco millones de pesos oro para crear el Banco Provincial de Salta, una entidad mixta que un lustro después pasó a ser propiedad de la Provincia.

En 1893, el Gobierno Nacional se hizo cargo de la deuda de emisión del ahora llamado Banco de la Provincia, en compensación de una vieja deuda que mantenía con Salta por las guerras de la Independencia y que ascendía a 300 mil pesos oro. El mismo arreglo incluyó las transferencias de los baños termales de Rosario de la Frontera y una fracción de 667 leguas de tierras públicas al Estado Nacional. Dos años después, el gobernador Delfín Leguizamón celebraba que la única institución de crédito existente en Salta fuese de propiedad exclusiva del Estado provincial.

El camino que unió la capital salteña con Orán, las obras de saneamiento para la ciudad de Salta, 400 mil pesos para la conmemoración del centenario de la Batalla de Salta de 1813, fueron otros aportes circunstanciales del Gobierno Nacional a la Provincia.

Las expectativas de los ingresos provinciales descansaron en esos años sobre las contribuciones territoriales, las patentes, las rentas atrasadas y la venta de tierras públicas. En mucha menor medida retribuyeron los impuestos a las guías y marcas de ganado. En varias ocasiones, para equilibrar las finanzas y poder cubrir gastos indispensables, el Estado provincial debía recurrir al crédito. Y al respecto el gobernador, Delfín Leguizamón en 1895 en la asamblea ante las cámaras legislativas decía así: “Nuestros presupuestos anuales, -necesario es confesarlo-, no han sido llenados nunca con las entradas de la Administración, ocurriéndose casi todos los años a recursos extraordinarios para cubrir gastos indispensables. La causa no es ni puede ser otra que la ya apuntada, y así, de año en año, vemos acumularse sumas considerables en el inciso denominado rentas a cobrar y que, con el transcurso del tiempo, pasan indefectiblemente a la categoría de incobrables. De esa manera el déficit jamás podrá dejar de figurar en nuestros cálculos y su acumulación progresiva será una amenaza constante, un peligro para la marcha administrativa de la Provincia”. Advertía que la insuficiencia de leyes fiscales había sido uno de los principales inconvenientes con que tropezó su gestión. Para él se necesitaba “más que crear renta, asegurar eficazmente su percepción”.

Pese a que la ley nacional del 4 de diciembre de 1854, estableció que “todo dueño de propiedad territorial urbana, rural o enfitéutica adquirida por compra, sucesión, donación o cualquier otro título, debía tomar razón de sus títulos en la respectiva administración del Banco”, el cobro de los impuestos en Salta estuvo en manos privadas hasta 1906. La ley provincial que atendió a la normativa de 1854 dispuso en su artículo tercero que “todo propietario quedaba obligado a verificar el registro de sus propiedades raíces ante la comisión del departamento al que pertenecía”. La misma norma provincial, en su inciso octavo, dejó establecido que “las citadas comisiones percibirían el 5% del valor recaudado en compensación de su trabajo”. Este fue el inicio de la institucionalización de dichos honorarios, establecidos hasta este momento con carácter transitorio y excepcional, para el cobro privado de tributos provinciales.

Durante el gobierno de Miguel S. Ortiz (1881-1883) la percepción de la renta se adjudicó a cobradores privados por medio de remates públicos. Con este mecanismo el fisco resignó un 25% de las sumas recaudadas en manos de los receptores de rentas particulares a los que se adjudicaba el cobro en distintos departamentos provinciales. Esta forma de percibir los tributos fue abandonada durante el mandato del gobernador Juan Solá (1883-1886) que comisionó directamente la recaudación de la renta a “personas de conocida honradez y responsabilidad”.

En 1887 la administración de Martín Gabriel Güemes instrumentó una reforma catastral fundada en la necesidad de elevar la recaudación, evitar la duplicidad de contribuyentes y equilibrar las cargas impositivas “de manera que cada uno pague en relación a lo que tiene”. El nuevo catastro poco o nada pudo solucionar en un sistema de recaudación cuyas deficiencias eran estructurales. Fue una queja constante de aquellos años, el bajo nivel de cumplimiento de las obligaciones impositivas. Otro reclamo permanente, y tampoco resuelto, pasó por los recaudadores particulares que se apropiaban de las rentas públicas y las distraían en sus negocios privados. Juan Pablo Saravia, colector de Rentas de la Provincia, retrató en 1889 la dificultad que tenían las autoridades con los receptores departamentales: “…he encontrado bastante resistencia en algunos receptores, tanto para que se presenten a rendir cuentas como para que reciban las boletas de impuestos para el cobro”.

Frente a una situación semejante, casi un cuarto de siglo después, el gobernador Avelino Figueroa reclamó a las cámaras legislativas una nueva reforma del catastro de propietarios: “… no es posible contar en adelante con un aumento de renta en los ramos de contribución territorial y patente, ni en el de guías y otros impuestos fijos, por lo menos hasta que se reforme el catastro de la propiedad… no debe pensarse en aumentos de gastos que no sean de estricta necesidad”. La preocupación por la inequidad en el cobro de los impuestos se manifestó, tras las sucesivas reformas catastrales, en el artículo quinto de la Constitución Provincial de 1906: “Las contribuciones impuestas por la Legislatura para formar el Tesoro Provincial, deben ser equitativas y proporcionales. La igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas”. Ese mismo año se dictó el decreto con el cual se despersonalizó la autoridad fiscal provincial. La norma dejó establecido que desde ese momento las rentas serían recaudadas por funcionarios y que para ello se abrirían oficinas específicas.

La Constitución de 1906 incorporó innovadores conceptos sobre ciudadanía e impuestos que acercaron la práctica política y económica al ideario liberal. En su artículo quinto, la carta magna declaraba que las contribuciones impuestas por la Legislatura debían ser equitativas y proporcionales. Reconocía, asimismo, que la igualdad era la base del impuesto y de las cargas públicas. Estos principios de igualdad y proporcionalidad impuestos a nivel provincial no tuvieron aplicación en el ámbito municipal.

El intento de ajustar la práctica al discurso dominante de la época no evitó que los privilegios fiscales siguieran en pie. Los gobiernos de turno otorgaban las exenciones impositivas tanto a particulares como a emprendimientos empresariales muchas veces ligados a los entramados de poder. Las formas de recaudar y los encargados de hacerlo incidieron para que fuera imposible alcanzar el ideal de proporcionalidad e igualdad en el sistema impositivo. La tensión entre los que pagaban y recaudaban estuvo jalonada de conflictos durante todo el período. Un comisionado del Gobierno advertía en 1882, con cierta resignación, que el peso del cumplimiento impositivo recaía en mayor medida sobre los sectores menos favorecidos económicamente: “…el pobre es el único que paga con aproximación casi absoluta por dos razones. La primera es que se le cuenta fácilmente su haber por ser poco y la segunda, aunque amarga, es por ser pobre, porque sabe si reclama pierde su tiempo, corriendo el riesgo muchas veces de ser mayormente perjudicado”.

La incipiente estructura institucional y burocrática del Estado provincial salteño contribuyó a que este estado de cosas persistiera. Muchos de los receptores eran, a su vez, miembros de las comisiones municipales y comisarios de policía. En la campaña la situación se agravaba, ya que por la ausencia de delegaciones del Poder Judicial era común que los receptores de renta asociaran a sus funciones las de los jueces de paz, de modo tal que terminaban siendo juez y parte en todos los conflictos con los contribuyentes.

En el libro del Ministerio de Hacienda 1897-1902 quedó el único detalle sistematizado sobre los receptores de rentas y las comisiones que percibieron entre esos años. La comisión más alta pagada durante el gobierno de Pío Uriburu fue para otro miembro de esa familia, Juan Nepucemo Uriburu. Otros receptores fueron designados durante el período consignado pero no figuraban en el libro, porque no rindieron las comisiones. Fue el caso de Domingo Patrón Costas, quien había reemplazado a Atilio Lanzi.

Casi todos los recaudadores portaba apellidos importantes para el poder provincial: Niño, Diez, Aleman, Güemes, López, De los Ríos, Vélez, Castellanos, Zapata o Barrantes. También hubo apellidos nuevos como Andreu, Schaffino, Alderete y otros que eran propios de la población inmigrante que se había radicado en Salta por esos años. Un sólo apellido, Colque, remitía a las raíces andinas de la región. Hubo algunos agentes del estado que además de concentrar funciones policiales, judiciales y de gobierno, recaudaron los gravámenes que correspondían a guías, marcas, papel sellado y patentes, como ocurrió con Amadeo de la Cuesta, Atilio Lanzi, Tomás Vargas, José Andreu, Luciano de los Ríos, Isidoro Vázquez y otros hombres directamente integrados a los entramados de poder provincial, como Juan R. Uriburu y Napoleón Güemes.

Cualquier semejanza con la realidad actual, es mera coincidencia…