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El mal mayor

Hay tanto que decir sobre el proceso desatado por la extorsión policial, que uno no sabe bien por dónde empezar. Ante ello, optamos por la siguiente afirmación: la potencia de esa extorsión fue tal, que logró de manera inédita afectar el desenvolvimiento de lo cotidiano al desterritorializar lo público. (Daniel Avalos)

Nos referimos a ese fenómeno caracterizado por el cierre de los almacenes de barrio, la suspensión de la esquina como lugar de encuentro de los vecinos, las persianas cerradas de los supermercados y locales comerciales, la clausura de cines, el abandono de las escuelas o las mesas de café porque todos los lugares públicos, esos en donde el contacto con el otro es cara a cara, se habían vuelto dramáticamente peligrosos. La situación sólo aconsejaba el repliegue a lo privado. Y mientras ese repliegue se concretaba, algunos se arrepentían de no haber adquirido aquella vez, cuando los demasiado prudentes lo aconsejaban, esas puertas que según las publicidades televisivas son más duras que la realidad.

Admitamos rápido el punto de vista de estas líneas. Uno que no niega en absoluto que la amenaza de ausencia policial en las calles bastó para despertar en miles el instinto primitivo de satisfacer sus deseos rompiendo todo tipo de convencionalismos; que esa ausencia de convencionalismos en sectores importantes golpea brutalmente el optimismo ingenuo de quienes creen que la autorregulación social es posible; que la dramática situación vivida ha puesto en evidencia un tipo de desintegración social que vuelve probable la amenaza de la barbarie misma. Estado de situación que no nos impide, sin embargo, adscribir a esas lecturas que vincularon la barbarie con la connivencia policial que, así como suele pactar con el narcotráfico, la trata de personas o el crimen organizado, también suele hacerlo con los rufianes de poca monta pero decididamente entregados al delito y a una violencia a la que conciben como un percance propio de la vida misma. Enfaticemos, incluso, el fracaso de la política misma. De lo difícil que resulta explicar un país complicadísimo que, pudiendo producir alimentos para 400 millones de personas, no es capaz de producirlo generando empleo e inclusión para 40 millones de argentinos. Un país que cuenta con ciudades como la Capital Federal, que se proclama capital cultural de Latinoamérica, o una provincia como Salta, que asegura estar atravesada por una idiosincrasia pacífica, pero que son incapaces de enriquecer política, social y culturalmente a sus habitantes y, a la vez, son impotentes para detener un tipo de precariedad social que empuja a muchos a un primitivismo parecido al de las antiguas hordas.

Hasta el martes a la mañana, en Salta, el grueso de los salteños no saqueadores enfatizó en esta dimensión del problema. Sentenció que todo era atribuible a la evidente exaltación delictiva de los marginales despojados de razón. La antítesis de ello, hasta el martes, era la fuerza policial que mágicamente, incluso para sectores del llamado progresismo, dejó de ser la encarnación de prácticas denigrantes como la tortura, el gatillo fácil o el narcotráfico, para convertirse en la heroica fuerza que resguardaba a los salteños. Hasta el martes, insistamos, la policía se había convertido en la reserva moral de los salteños; la corporación en donde habitaban los valores capaces de disuadir a los demonios; la institución en cuyos miembros residía el coraje para abalanzarse contra el saqueador, pararlo de un golpe y así detener la locura incontenida del delincuente; la corporación en donde habitaba la determinación y la firmeza al servicio de los decentes amenazados por los criminales. Y pasó entonces lo que suele pasar en estos casos: el indignado de ayer con la policía que tortura, gatilla fácil o contrabandea, terminó arrojándose a sus brazos por temor a lo que considera el mal mayor: la delincuencia.

El amorío duró lo que suelen durar las aventuras adúlteras: las horas de la noche. Las suficientes como para que muchos de los ciudadanos que abrieron los ojos a la mañana siguiente, descubrieran que el amante había abandonado el lecho para andar vociferando por las calles que era capaz de dejar a todos a merced de los saqueadores decididamente malos. El movimiento fue perverso. Hijo del cálculo frío. Ejecutado sin culpas de ningún tipo por quienes, proclamándose simples trabajadores, convenientemente olvidan que cuando los simples trabajadores humillados por la economía se lanzan a una lucha desesperada, son esos policías los encargados de molerlos a palos, sofocarlos con gases e incluso matarlos. Seamos claros, los asalariados de las fuerzas armadas son de una naturaleza distinta a la de los trabajadores corrientes. Son personas en las que se internalizan particulares conductas y valores vinculados a lo militar; que se forman en una edad en que el adoctrinador considera la mejor para que esas conductas y valores sean durables; un tipo de adoctrinamiento que se da conscientemente en un ámbito relativamente aislado porque hay una clara intencionalidad de contrabalancear las influencias civiles externas contra el espíritu de cuerpo que es de naturaleza militar; y que tiene casos como esto puede marchar a la plaza del pueblo portando armas.

De allí que lo protagonizado por la policía durante la semana fue una gran mentira. Una que, como todas, tenía por único objeto el beneficio propio. Operación ejecutada, además, en el momento más adecuado para coronar con éxito la maniobra en su conjunto. La indefensión ciudadana en varias provincias, después de todo, era registrada en vivo y en directo por los canales de televisión; y los sucesos de la noche del lunes dejaron en claro que Salta no era inmune a lo que ocurría en otras latitudes. Las posibilidades del éxito policial eran tantas, que ni siquiera precisaron de una formal declaración de huelga. Les alcanzó con que un batallón de avanzada se atrincherara en el centro policial, se cerrara la atención al público en tres o cuatro comisarías y que los alzados marcharan por las calles advirtiendo que estaban dispuestos a no hacer nada y que ese no hacer era la condición de posibilidad para que acá ocurriera lo que había ocurrido en otros lugares. Por si todo esto fuera poco, el destinatario del reclamo era el gobierno provincial. Ese al que siempre los problemas le estallan en la cara y siempre se sorprende como si el estallido hubiera ocurrido por primera vez; una gestión dueña de una incorregible vocación por confundir el arte de la negociación con el vicio de desplazar las dificultades para más adelante; y que siempre, pero siempre, parece estar ahí, con una somnolencia crónica, típica de esos hombres que, sentados e inmóviles, tienen la vista fija vaya a saber en qué mientras las horas pasan; gobierno que además le ha otorgado a esa policía facultades extraordinarias hasta convertirla en un monstruo al que es incapaz de controlar; y que reaccionó finalmente para admitir que sí… que la extorsión policial había triunfado, que el incremento salarial sería del 50% y que para pagarlo se incrementaría algunos impuestos que recaerán, paradójicamente, en los comerciantes y profesionales cuentapropistas que, por supuesto, trasladaran el incremento a los consumidores. Sectores – comerciantes y consumidores –  que durante la semana y para tratar de resguardarse, debieron prepararse para abalanzarse sobre los saqueadores y poner la razón al servicio de pensar cómo golpear mejor al probable delincuente, morderlo o apalearlo, mientras masticaba furia e impotencia por lo que estaba viviendo.

Y, sin embargo, de una manera menos visible, como producto de movimientos más profundos y lentos que pueden explicar mejor lo que en la superficie se vivenció como caótico; iba emergiendo un nuevo cuadro de situación. Uno que denunciado por pocos hasta ahora, termina presentándose como desoladoramente cierto. He allí el por qué lo ocurrido ha significado eso que en política suele denominarse un quiebre. Un antes y un después que supone siempre la convicción para quien lo vive de que lo que se avizora será distinto a lo hasta ahora se había vivido. Y lo que hasta ahora todos conveníamos era que el poder policial basaba su Poder en un acto de delegación de facultades por parte de un órgano superior – el Estado – al que esa fuerza policial debía subordinarse. La rebelión policial pone en duda la certeza de que esa regla de convivencia se sostenga en el tiempo. Sobre todo porque esa rebelión exitosa confirma que la policía cuenta con la fuerza suficiente para adquirir facultades no por delegación estatal, sino por pura imposición corporativa. Sugiere la peligrosa posibilidad de que en adelante, los ciudadanos y hasta los gobiernos queden a merced de si esos policías deciden usar o no esa potencia. He allí el mal mayor y el significado de lo que se originó en Córdoba: tornó consciente en sectores importantes de la fuerza policial el poder con el que cuentan. Se convencieron de que son un factor de presión y extorsión de potencialidades insospechadas. Si la idea se adueñó masivamente de esa fuerza es algo que no lo sabemos; que la cúpula policial y otros sectores saben bien de ello no existen dudas. He allí la honda preocupación que puede ilustrarse mejor con una breve referencia a la historia de los grandes libros. Y es que, así como un industrial inglés del siglo XVIII, un obrero europeo del siglo XIX, o un oligarca argentino de fines del siglo XIX podía exclamar “ahora sí que sabemos para qué pelear” después de leer La Riqueza de las naciones de Adam Smith, el Manifiesto comunista de Karl Marx o el Facundo de Domingo Sarmiento; los azules del país bien habrán dicho, después de presenciar lo ocurrido en Córdoba, lo siguiente: “Ahora sí que todo es posible para nosotros”.