Aprender a amar en el S.XXI: del feminismo aprendimos a cuestionar lo heredado y a analizar críticamente el presente, nunca esperamos un manual sobre cómo querer. En manos de cada una está la posibilidad de conseguirlo, y en la de todas, luchar porque sea más fácil.
He vivido en espacios contraculturales, como okupas, y he formado –y formo– parte de eso que se llama difusamente “movimientos sociales” en el entorno de la autonomía política. En esos espacios, he estado rodeada de gente que se cuestionaba las relaciones amorosas “tradicionales” casi como imperativo vital. He sido testigo de relaciones abiertas, tríos amorosos, relaciones simultáneas –eso que ahora llaman poliamor– y otras variables de relación donde se podía repensar cada una de las cuestiones que se supone que vienen asociadas a ese dispositivo social que llamamos “amor”, o que llamamos “pareja”.
He tenido entre mis brazos a un amigo triste que necesitaba consuelo porque su novia se había ido de vacaciones con otra mujer que era la novia de su novia. He visto a gente luchar contra los celos, o mentirse a sí misma diciendo que no los sentía. He tenido que fingir que no me importase que mi novio –compañero, decimos– me hablase de su último ligue. Lo he pasado algo mal y algo he aprendido de estas experiencias. Por supuesto, he conocido también a parejas felices que compartían amantes sin ningún tipo de problema.
Quizás esta matemática de los cuerpos es la parte más folclórica y llamativa del todo el asunto. La parte difícil era la de construir día a día relaciones duraderas poniendo en cuestión los roles sociales asignados y los que cada uno acaba asumiendo en la pareja; la de intentar respetar los espacios de cada cual en un compromiso virtuoso sin dependencias obscenas ni sentirse abandonado en los momentos difíciles; o la de construir interacciones igualitarias, sin regodearse en la capacidad de dominio que te proporciona el que alguien te necesite. Amarse, al fin, con libertad, pero al mismo tiempo, apoyo, compromiso, mutua responsabilidad. Eso ha sido infinitamente más difícil.
Una amiga sabia de aquel tiempo siempre me decía que habíamos derribado todos los muros, habíamos puesto todo en cuestión, habíamos deconstruido el amor y las relaciones, pero no pudimos conseguir un modelo alternativo sólido o sostenible. (Mi amiga ahora está en un matrimonio bastante convencional. Tiene un marido celoso. Lo lleva regular).
Lo que aprendimos en esa época, lo aprendimos del feminismo
En buena parte, todas estas experiencias estaban marcadas por las enseñanzas del feminismo, también por un cierto influjo de la liberación del deseo y de la puesta en cuestión de los roles de género que aportaban las luchas LGTBI. Si jugábamos en fiestas y talleres a actuar con el género cambiado, o si convivíamos con transexuales que hacían relatos espectaculares y profundos de sus transiciones, estos roles se evidenciaban más claramente en su condición de performance.
Del feminismo aprendimos, por ejemplo, que emanciparnos como mujeres solo se podría lograr si nos desprendíamos del ideal del amor romántico. Aquí cada una hizo su camino. Para muchas, entre las que me cuento, esto no significaba dejar de enamorarse o de disfrutar de las emociones que provoca el enamoramiento por más que estén “históricamente determinadas” o “socialmente construidas”. Quería decir cosas como que tu felicidad en la relación es más importante que la relación misma, por más intensidad que te recorra. Que si no te hace feliz estar con esa persona, pues la relación no sirve. Que el amor no es suficiente para sostener nada, hace falta componerse de esas otras mil maneras que hacen posible la vida en común. Que el amor no puede ser jamás una relación de dominio ni un intento de control sobre el otro por más miedo que te dé perder a esa persona. Y no siempre es fácil, claro. A veces nos sentimos tan solas, somos tan frágiles.
En esa época, aprendimos cómo estaban vinculados el amor romántico y la violencia en la pareja. Pocos obstáculos hay tan grandes para la igualdad de la mujer –y la felicidad humana en general– como el modelo tradicional de romance, donde los celos, la necesidad de posesión y el ser a través de la vinculación con el otro están tan relacionados con la reproducción de la violencia machista. Sin embargo, esos roles patriarcales, como dice bell hooks, pueden ser asumidos también por mujeres tanto en parejas homosexuales como heterosexuales cuando usan ese amor para someter y dominar. La idea que subyace es que la manera en la que se ha construido socialmente ese sentimiento legitima cosas como leer los mensajes del móvil de nuestra pareja o utilizar la violencia “pasional”. Aunque hemos avanzado mucho, resulta alarmante cuánta gente todavía piensa que los celos son una expresión de amor. Dice hooks: “Por amor” las mujeres nos aferramos a situaciones de maltrato, abuso y explotación. Somos capaces de humillarnos ‘por amor’ y, a la vez, de presumir de nuestra intensa capacidad de amar”.
Por supuesto, en el día a día, pareja, amor y condiciones materiales de existencia tejen su propia red. Cuando muchas mujeres además dejan sus trabajos para dedicarse a las tareas de cuidado y del hogar, se generan dependencias económicas que a veces atan más que el ideal romántico.
Somos frágiles, a veces, nos sentimos tan solas. Decía. El feminismo nos habló de interdependencia. El ideal de persona independiente del capitalismo liberal no sirve y además invisibiliza toda la trama de cuidados –pagados o no– que sostienen esas vidas. Nadie puede vivir sin ayuda de otros, ya sea en la enfermedad, o en situaciones difíciles, ya sea en determinados momentos de la vida: infancia, vejez. También hay muchas personas con diversidad funcional que necesitan a otras. Por no decir qué tipo de vida sería una, donde no sostenerse nunca en nadie significaría no apoyar tampoco a los demás. No existe, pero tampoco es deseable. No es deseable pagar por todo lo que necesitamos ni está al alcance de todas las clases sociales. (Así como tampoco es justo que cuidar recaiga en las mujeres ya sea retribuido o “por amor”.) Por eso, somos frágiles, como toda vida humana. Por eso, seguimos formando familias, y todavía la mayoría son nucleares –papá, mamá, hijos– aunque cada vez menos.
PESE A TODOS LOS CAMBIOS, LA INSTITUCIÓN FAMILIAR RESISTE. MUTA DE INNUMERABLES MANERAS, SE ADAPTA, PERO AHÍ SIGUE. TODAVÍA FUNCIONA A SU MANERA PORQUE NO PARECE QUE HAYAMOS ENCONTRADO UNA MANERA DE SUSTITUIRLA
En aquel entonces, hablábamos de comunidades alternativas. La okupaciónnos permitía sentir que teníamos una especie de familia elegida porque convivíamos intensamente con otros. Decíamos: “sororidad”, o “amistades fuertes capaces de conformar redes de cuidados”. La pareja no es imprescindible, existen vínculos afectivos que pueden sustituirla. O al menos, concluíamos, hacernos más fuertes frente a dependencias amorosas que pueden llegar a ser dañinas.
De todas formas, el modelo convivencial –elegir con quién vives, vivir con amigos– por cómo se organiza el mercado de la vivienda es difícilmente generalizable. Tampoco es sencillo. De aquel tiempo quedan amigos, pero un tanto por ciento muy pequeño. Y la familia, que en algún momento nos pudo pesar, sigue sosteniéndonos. Algún que otro colega redescubrió a su familia cuando tuvo que irse a vivir con los padres durante la crisis.
Pese a todos los cambios, la institución familiar resiste. Muta de innumerables maneras, se adapta, pero ahí sigue. Todavía funciona a su manera porque no parece que hayamos encontrado una manera de sustituirla. Aun así, sabemos que la familia nuclear o patriarcal –papá, mamá, niños–, e incluso sus variantes homosexuales, puede ser un pozo de profundas insatisfacciones. Sobre todo cuando se cierra sobre sí misma, y sirve para reforzar la autoridad paterna, la dependencia femenina y de los hijos. Sin embargo, también constituye un refugio para el viento helado de la individuación capitalista.
El amor en los tiempos de Tinder
Así, aunque la familia nuclear esté en crisis no es porque esté dando lugar masivamente a nuevas comunidades alternativas basadas en otro tipo de vínculos, sino a algo más parecido a un individualismo exacerbado. Cambiar la dependencia de la pareja por la independencia del mercado no parece una alternativa emancipadora. Cada vez hay más divorcios y menos relaciones a largo plazo, pero más singles –como estilo de vida–, y la pareja se vive culturalmente como un estorbo a la libertad personal más que como un apoyo en las propias dificultades. Algunas feministas como Arlie Russell Hochschild hablan no solo de mercantilización de los cuidados, sino de mercantilización de la propia vida íntima, de la vida familiar y de las emociones.
El compromiso de por vida también está siendo sustituido por los valores de mercado: novedad, reemplazo continuo, miedo al aburrimiento y a la repetición. Como dice Eva Illouz, las antiguas exigencias de fidelidad o compromiso entran en contradicción con el culto a la intensidad de la experiencia siempre nueva. No es extraño así que para algunas personas el mito del amor romántico pueda constituir incluso una suerte de refugio en busca de autenticidad o estabilidad. Quizás por eso este mito siga teniendo tanto protagonismo en los productos de la industria cultural.
Que los cambios culturales impulsados por las feministas sean también funcionales a nuevos nichos de mercado es una de las contradicciones con las que tenemos que convivir. En el capitalismo contemporáneo, las libertades conquistadas producen valor. Las feministas caminamos por el filo de estas contradicciones sin un plano tratando de construir vínculos duraderos y compromisos en libertad que nos hagan felices. Del feminismo aprendimos a cuestionarnos lo heredado y a analizar críticamente el presente, nunca esperamos un mapa detallado o un manual de instrucciones sobre cómo amar. En manos de cada una está la posibilidad de conseguirlo, y en la de todas, luchar porque eso sea más fácil en una sociedad más justa e igualitaria.
Fuente: AUTORA Nuria Alabao http://ctxt.es