Varios de los empresarios argentinos (muchos medianos y pequeños y también algunos grandes) podrían haber estado el viernes en la manifestación de cegetistas y piqueteros. No para reclamar por la emergencia social, sino por la emergencia propia. La caída del consumo expresa la precaria situación de los consumidores y coloca en situación crítica a la economía de las empresas.

No hay consumo que salga ileso después de una inflación que superó el 42% en 12 meses (a estas alturas del año pasado, con Cristina Kirchner en el poder, la inflación ya era muy alta) y con importantes aumentos en las tarifas de servicios públicos. Sincerar la economía y crear las condiciones para la inversión no fue nunca una tarea políticamente popular. El Presidente lo está sintiendo con la vacilación de sus simpatizantes.

La marcha del viernes absorbió el malestar de los que trabajan y, con muchas más razones, de los que no trabajan. Para varios sindicatos y piqueteros que fueron, no para todos, es también más fácil protestar contra un gobierno no peronista. A Cristina Kirchner le hacían manifestaciones los no cristinistas (Barrios de Pie, la Corriente Clasista y Combativa, la CTA no kirchnerista y algunos gremios que se habían alejado del oficialismo de entonces). Contra Macri están mejor todos. Sin embargo, sería simplista (e injusto) analizar ese descontento sólo bajo el prisma político, sin incluir los motivos que realmente existen en la sociedad. El malestar no comprende sólo a los trabajadores sindicalizados o a los marginados; también incluye a los sectores medios y profesionales. Una caída del PBI del 2,2% para 2016, como prevén los economistas privados, siembra demasiado enojo y muy poca alegría.

Es cierto que la población rural está mucho mejor que los argentinos que viven en los centros urbanos. Una importante corriente de inversiones está sucediendo en el campo. Y la quita de las retenciones le dio más rentabilidad a la producción agropecuaria. No es menos cierto que la población de los centros urbanos es mucho más grande que la rural. El sector agropecuario de la economía absorbe 300 mil puestos de trabajo directos; la industria emplea a 1.200.000 personas, cuatro veces aquella cifra.

El peronismo, hábil para detectar la debilidad del adversario, se erigió en curandero de esos descontentos urbanos con un proyecto de ley que decreta la felicidad colectiva. La creación por ley de un millón de puestos de trabajo es el regreso al vano voluntarismo de la política. El Estado no tiene dinero para financiar ese plan. La única propuesta seria de impuestos nuevos es la que propone gravar el juego, que se lo merece. Los otros impuestos corresponden a una política económica que el Congreso no puede dirigir. Tampoco el Senado, que es el que le dio media sanción, puede crear ningún impuesto; esa función es de la Cámara de Diputados. La única conclusión posible es que los senadores peronistas quisieron caldear el clima para la marcha del viernes. Un ministro de Macri fue más cáustico: sólo un proyecto desatinado, dedujo, puede unir al peronismo en su momento de mayor fragmentación.

Cabe preguntarse qué hizo -o qué no hizo- el oficialismo senatorial (la mayoría formada por radicales) para abrir una discusión que pusiera en evidencia los engaños del proyecto opositor. Con todo, lo peor de esas artimañas políticas es el mensaje a los inversores. Puede haber un Presidente razonable y una administración seria, pero la política sigue atraída por el simplismo populista. Vale la pena detenerse en el apoyo de la Iglesia a ese proyecto. «El Papa no sabe que existe el proyecto, ni que existió la marcha», dijo un obispo. Esa aseveración fue ratificada por Juan Grabois, un dirigente de los excluidos cercano al Papa. Agrega aquel obispo: «La Iglesia está de acuerdo con la emergencia social, porque existe, pero no tiene opinión sobre las soluciones que se proponen. No somos técnicos». El propio Grabois señaló que son falsas el 95% de las cosas de política local que se le adjudican al Papa.

Dejemos entonces la ficción. Uno de los problemas de la economía es precisamente la descomunal presión tributaria sobre los argentinos que trabajan en blanco. Otra vez trabajadores y empresarios podrían hacer por eso una misma marcha. Más del 50% del precio de un automóvil se conforma por diversos impuestos. El 40% del precio de los comestibles también corresponde a impuestos. Una persona que trabaja en blanco termina entregándole al Estado más del 50% de sus ingresos en impuestos directos e indirectos. El Gobierno sabe que ninguna economía funciona con semejante presencia estatal en el bolsillo de los ciudadanos, sean éstos empresarios o trabajadores. El jefe de la AFIP, Alberto Abad, propuso ampliar la base de los que tributan (el 40% de la economía está en negro por esa presión impositiva) para bajar la carga sobre todos los que pagan impuestos. La política le teme al bypass; es decir, al tiempo de duración imprevisible entre la vigencia del nuevo régimen impositivo y sus resultados. Ningún cambio es absolutamente previsible, pero algún día hay que cambiar.

Una increíble paradoja señala que el primer presupuesto de Macri está entre los que más recursos le dispensan al gasto social en la historia. Sólo en dos rubros prevé muchos más recursos que el crecimiento estimado del PBI para 2017. El gasto social y el gasto de capital (obras de infraestructura, sobre todo). Por eso, Roberto Lavagna fue injusto cuando comparó al gobierno de Macri con la dictadura. Lavagna es un político y sabe que no hay comparación posible entre una administración y otra. Puede estar en desacuerdo con el endeudamiento, pero no puede contrastar una decisión económica, acertada o no, con una dictadura que dejó miles de muertos. Sabe a oportunismo, además, que Sergio Massa lo haya apoyado con tanta convicción cuando él fue jefe de Gabinete de Cristina Kirchner para hacer todo lo contrario de lo que hizo Lavagna como ministro de Economía. Ni siquiera puede explicarse por la vieja enemistad de Lavagna con Prat-Gay. La política tiene algunos límites morales.

Entre trampas políticas y desventuras económicas, Macri conserva el 58% de aceptación popular. Es un número importante. El problema es otro: el 30% de ese total es creyente duro del macrismo. El 70% restante votó a Macri y simpatiza con él, pero le reserva críticas a la marcha de la economía y a la lentitud de la Justicia para investigar la corrupción del kirchnerismo. A pesar del escepticismo de los empresarios, la mayoría de los economistas asegura que el país crecerá el año próximo cerca del 4%. Algunos, estiran el pronóstico hasta el 5% .

Los meses de mayor crecimiento, aseguran, podrían ser los de septiembre y octubre con números de aumentos del 6% comparados con los de este año, que fueron muy malos. Sería justo para el momento de las elecciones. Y las elecciones del próximo año sólo tendrán buenos pronósticos para el oficialismo si hubiera reactivación económica. ¿Por qué a veces los economistas privados disienten de la percepción empresaria? Responde un economista: «Nosotros evaluamos otras cosas y no miramos sólo el momento. Se evitó una crisis. No fuimos Venezuela. Se levantaron muchas restricciones a la economía. El crecimiento debe ocurrir y ocurrirá a partir del segundo trimestre del próximo año».

«Macri necesita un Metrobus nacional para las próximas elecciones», dice un encuestador. Algo distinto, visible y disruptivo. No hay un Metrobus a la vista, porque las propias obras públicas se demoran. Primero revisaron las costuras de la corrupción y ahora muchos funcionarios le temen a la firma. Revisan los expedientes del derecho y del revés. Macri tendrá que inventar un Metrobus político y metafórico. Lo aguarda un año clave para su destino de presidente.

Fuente: La Nación