El Mal, que nació con el mundo, tuvo en la ESMA -esa prisión clandestina de la dictadura en donde los chupados eran chupados para ser torturados y luego ejecutados- su símbolo mayor. El Bien, que siempre es frágil y delicado, tuvo y tiene en las Abuelas de Plaza de Mayo un símbolo de la dignidad. (Daniel Avalos)
De allí que el reencuentro entre Estela de Carlotto y su nieto Guido, sea mucho más que una noticia que, como todas, está siempre destinada a ir perdiendo convicción con el paso del tiempo y el alejamiento en el espacio. Lo de Estela de Carlotto es otra cosa. Algo de una dimensión distinta y superior: la constatación de que el Bien ahora está robustecido a fuerza de haber ido restándole potencia a aquello que indudablemente es el Mal.
Sabemos bien que el Mal es como el ave fénix que pudiendo morir en las llamas de una hoguera, siempre renace de las cenizas. Pero esa verdad no alcanza para impedirnos celebrar lo ocurrido con Carlotto y su nieto recuperado porque supone un repliegue más de esa cultura política nacional que produjo la ESMA: darle al horror un orden preciso, una racionalidad implacable, una planificación escrupulosa y que requirió de un ejercicio brutal: convertir a los cuerpos que poseen una capacidad infinita de sentir dolor, en una cosa que debía vejarse para extraerle información que ayudara a apresar otras víctimas que después de informar o por resistirse a hacerlo, se convertían en cosas ejecutables. Víctimas a las que, incluso, se les podía sustraer los hijos recién nacidos que así devenían en parte de un botín de guerra que los asesinos, como los piratas, decidían qué uso darle: quedárselos, repartirlos, venderlos o abandonarlos en una casa cuna.
De allí el júbilo generalizado del que formamos parte el martes pasado. No porque seamos parte de la cultura del famoseo, esa de la que habló el pensador Martín Caparrós para indicar, con cierto desdén, que le hacía ruido que el hallazgo del nieto de Carlotto hubiera generado un gozo colectivo superior al de otros hallazgos. Famoseo al que el argentino estaría incorregiblemente inclinado -según este autor- por su apego a las celebridades. Que quien se percibe como un intelectual que dedica mucho tiempo a pensar la realidad argentina piense así, muestra que algo raro pasa entre algunos intelectuales que se proclaman de izquierda. Confirma además que el ultra izquierdismo culturoso también existe; que sus cultores también creen que ser coherente es estar siempre más a la izquierda de cualquier cosa que aparezca; y que sólo pueden reivindicar aquello que el principio del “debería ser así, sí o sí y ahora mismo” les dicta. Olvidaba Caparrós que las celebridades son aquellas que adquirieron fama a partir de años de carrera en shows mediáticos. Y olvidaba también que Carlotto es una referente de la lucha por los derechos humanos que durante décadas nos mostró que desde el sufrimiento también se aprende a pensar nuestra historia. Una mujer cuya densidad de pensamiento la llevó a concluir que el horror no se podía explicar con la sentencia del “fueron ellos”, pero que tampoco se podía caer en ese reduccionismo políticamente correcto del “todos somos responsables” que tanto tranquiliza a los asesinos. Carlotto estuvo por encima de todo eso por su densidad de pensamiento, pero también porque nos interpeló a todos para que ninguno de nuestros actos pueda contribuir a repetir el horror. Un horror que la inmensa mayoría padeció pero que ellas padecieron más por una razón tan simple como poderosa: perdieron a sus hijos. Hijos que indudablemente eran como todos los hijos del mundo. Hacían pis y caca, lloraban cuando tenían hambre o frío, se enfermaban y requerían cuidados y mimos, dormían mucho o poco, tenían caprichos, protagonizaban berrinches que sacaban de quicio a esos padres que, sin embargo, tenían una contundente razón para considerarlos únicos: eran sus hijos, llevaban sus apellidos y estaban seguros de que ellos testimoniarían como nadie el paso de esos padres por este mundo.
Es cierto que Estela de Carlotto es parte de un colectivo. También que su propia vida y personalidad no pueden explicarse al margen de ese colectivo en el que forjó relaciones políticas, sociales y humanas que fueron imprimiéndole características que eran comunes a todas. Cuestiones evidentes que sin embargo no inhabilitaron nunca que su propia figura terminara manifestando los intereses y las lógicas de ese conjunto. Son cosas que pasan siempre y nunca podremos explicar cabalmente: el porqué, diría José Saramago, personas que hechas con la misma materia, amasados con el mismo barro, salen algunos cobardes y otros valientes y entre estos últimos quienes se inclinan al pensamiento y otros a la acción; unos por las conductas introvertidas y otros por las extrovertidas; algunos que resaltan y otros no tanto; quienes expresen mejor lo que un colectivo siente y quienes no lo expresan tanto aunque todos, indudablemente, son protagonistas de una historia que explica que el prestigio alcanzado estuvo lejos de ser un milagro o una feliz coincidencia porque es el resultado de una linealidad que echada a andar por el horror, se desplegó hacia un horizonte explicitado desde el principio y nunca desvirtuado.
Un detalle no menor ilustra ese proceso. Se organizaron para recuperar a sus nietos nacidos en cautiverio y cuando encontraron a la primera -Paula Eva Logares en 1984- ya habían empezado junto a las Madres de Plaza de Mayo un trabajo que trascendía el objetivo inicial y era monumental: poner sus memorias individuales al servicio de la reevaluación del pasado, identificar centros clandestinos de detención, señalar con valentía a los asesinos, explicitar con claridad que era lo que los argentinos no debían querer más, alcanzar un prestigio internacional que amortiguaba algo la vergüenza de sabernos parte de un país que había producido aquello que ellas denunciaban y organizar lo que increíblemente aun no existe en una provincia como la nuestra: centros que recuperan, producen, centralizan y archivan documentos escritos, material bibliográfico, de hemeroteca, testimonios gravados o registros fotográficos que están a disposición de la disciplina histórica. Una disciplina histórica que, a diferencia de la memoria, tiene el poco humilde propósito de reconstruir el pasado recuperando las experiencias personales para buscar los movimientos subterráneos de la sociedad que ayuden a reconstruir hechos, identificar actores sociales y rearmar procesos que expliquen mejor aquello que aparece en la superficie. Si todo esto ya encierra grandeza, la grandeza mayor estuvo en otra cosa: jamás permitieron que los medios empleados para lograr sus objetivos desvirtúen la nobleza de esos objetivos. “El fin justifica los medios”, decían los militares, aunque las Abuelas hicieron de esa sentencia lo absolutamente otro para así convertir a los medios en los guardianes de la pureza de los fines.
De allí el júbilo del que nosotros también formamos parte. De allí que para desdén del pensador Martín Caparros, hubiéramos deseado estar ahí cuando Estela de Carlotto con corazón de madre que no se equivoca, decía que sí, que Guido había sido hallado; que recomendaba no molestarlo como esas madres que explican con convicción que nadie debe molestar al nene que pretenden proteger de todo y de todos. Sí. Nos hubiera encantado estar ahí. Agitándole las manos a Estela, dando brinquitos para ver si ella percibía que éramos los dueños de esas manos que ella no conoce pero que saluda igual, girando su cuerpo a un lado y luego a otro, tal como lo hacen las guerreras que regresan triunfantes de una batalla que beneficia a todos y nos confirma definitivamente otra cosa: que ese Mal que nació con el mismo mundo, no pudo ni podrá nunca enturbiar la pureza de esa mujer que, mientras buscaba al nieto, fue restituyendo muchos otros y educando a un país entero.