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David contra Goliat

La corporación yanqui propietaria de El Tabacal nos desliza al refrite periodístico. Esa técnica por la cual retomamos problemas ya tratados, pero a los que volvemos porque el actor objeto de la impugnación anterior reincide en reprimir obreros. (Daniel Avalos)

Curiosamente, la impugnación anterior obedecía a que un 25 de agosto, pero del año 2012, el ingenio y la policía reprimieron ferozmente a los obreros en huelga. Cuatro años después, aunque un 24 de agosto, la conducta volvió a repetirse.

Los hechos de 2012 nos inclinaron a bucear en la historia de esa corporación que en 1996 desembarcó en Salta para hacerse cargo del ingenio fundado por el patricio que signó la política provincial en gran parte del siglo XX: Robustiano Patrón Costas. Los sucesos de esta semana nos inclinan a insistir en la historia de una corporación norteamericana cuyo perfil fue pincelado por un genial novelista de aquel país: John Steinbeck, ese escritor perseguido por denunciar a corporaciones de ese tipo y que escribió sus mejores historias en medio de la crisis de 1929. En Las uvas de la ira, por ejemplo, el autor enfatiza cómo en busca del beneficio económico esas corporaciones desarraigaron a miles de familias de su tierra arrojándolas a un peregrinar conmovedor en busca de un lugar para vivir.

Según Steinbeck nada era capaz de conmover a una corporación y tenía razón. La Seaboard Corporation lo confirma. A tal empresa el sufrir y la incertidumbre de familias enteras de Orán también le resultan indiferentes porque, como razonaba uno de los personajes de Steinbeck hablando de las corporaciones yanquis del aquel tiempo, “esos bichos no respiran aire, no comen carne. Respiran beneficios, se alimentan de los intereses del dinero. Si no tienen esto mueren, igual que tú mueres sin aire, sin carne. (…) El monstruo muere cuando deja de crecer. No puede dejar de crecer”.

Y no se diga aquí que estamos hablando de tiempos distintos porque la Seabord Corporation -según su página web- adquirió su primer molino en 1918 en Kansas – EEUU y para 1939, cuando Steinbeck publicó esa novela, ya tenía un amplio desarrollo. Cien años después de ese molino fundacional la Seaboard Corporation logró diversificar sus ramas de producción y expandir su radio de acción hasta incluir tres continentes, revelando una voracidad conquistadora de la que por ejemplo careció la familia Patrón Costas que tras el auge que vivió hasta los años 80 del siglo XX, llegó con la empresa quebrada a los 90 cuando finalmente decidió venderla a esa corporación norteamericana que dueña de una enorme voluntad de Poder, materializaba bien eso en lo que creía Friedrich Nietzsche e indudablemente también Steinbeck según lo revelan las palabras citadas de su novela: las corporaciones están convencidas de que para no morir, deben que crecer.

Aclaremos rápido que tal empresa contó con el apoyo del Estado de su propio país que también es dueño de una voracidad imperial que en nombre de la civilización, se desplego por el mundo chorreando lodo y sangre como alguien dijo alguna vez. El relato que la corporación hace de su propia historia y la propia historia de EEUU lo confirman. Veamos lo primero. Entre la compra de aquel molino en 1918 y el año 1966, sus esfuerzos se concentraron en expandirse por el interior del territorio estadounidense. Desde 1968 en adelante, en cambio, la Seaboard empezó a practicar lo que ya otras corporaciones norteamericanas ejercitaban desde la década de 1950: emplear sus rentabilidades para expandirse a otros puntos del planeta para así acrecentar los beneficios que, al crecer, les garantizaran no morir. La Seaboard, en definitiva, se había convertido en una multinacional. Y como toda multinacional, vio en las fronteras de otros estados nacionales y en los gobiernos preocupados por la soberanía de esas naciones, los obstáculos a su crecimiento.

Y acá pasamos entonces al segundo punto: el poder militar de EEUU corrió al auxilio de ese tipo de intereses. El objetivo era sencillo: eliminar los obstáculos al crecimiento de ese capital poniendo al servicio del mismo su enrome poderío militar. Cualquier análisis histórico lo confirma. El despliegue económico de las multinacionales yanquis corre en paralelo al despliegue militar de EEUU: un millón y medio de efectivos instalados en 119 países del mundo durante la década del 50; tratados militares que le permitían a EEUU intervenir en 48 naciones en esa misma década; 14 países en esos años que recibían ayuda bélica norteamericana, cifra que subió a 69 en la década del 60. Poder económico, político y militar, que disciplinaba a punta de intervenciones armadas y golpes de estado a los gobiernos que, en nombre de sus pueblos, se oponían a esos intereses.

Intereses, además, siempre dispuestos a apoyar a gobiernos dóciles que abrieran las fronteras a los nuevos conglomerados económicos, diseñaran un sistema legal que les facilitara el saqueo de las corporaciones y que se autoimpusieran una pérdida de facultades a fin de no incomodar a los que ya se presentaban como los agentes del desarrollo. Por eso mismo surgió en ese periodo el llamado desarrollismo que hace dos décadas hizo gala Romero y que hoy reivindica el propio Urtubey.

Definamos esa doctrina sin recurrir a la teoría. Para los objetivos de estas líneas alcanza con mencionar que la misma reconoce que efectivamente existen países centrales y periféricos; establece que su objetivo estratégico es lograr que la periferia arcaica que hoy somos, devenga en Estado moderno; para lograrlo, dice que hay que importar los modernos sistemas de producción del primer mundo; por eso, justamente, hay que poner al Estado provincial al servicio de esa materialización viviente de la modernidad, las multinacionales, las cuales, al ingresar a este escenario, ayudarán a que nuestro idiotismo tercermundista pueda devenir en civilidad primermundista.

Lógicas como esta explican el desarrollo de la Seaboard como multinacional desde el año 1968. En ese año su página web (www.seaboardcorp.com) identifica el primer desembarco de la corporación en un país distinto al de EEUU: Sierra Leona. Un año después ya tiene sede en Guyana. En los 70, Nigeria, Liberia y Ecuador le abren sus puertas. En los 80, el Caribe y América Central. En los 90 arriban, por primera y única vez, a nuestro país, adquiriendo el ingenio El Tabacal. El monstruo de Steinbeck, en definitiva, no ha parado de crecer y por ello su presente es bastante impresionante: dieciséis sedes en trece estados norteamericanos, dos en Canadá, dos en México, una en Guatemala, dos en Honduras, una en Nicaragua, una en Costa Rica, otra en Panamá, ocho sedes en seis países del Caribe, catorce en el continente africano, dieciséis repartidas en ocho países de América Latina de los cuales una, lo dijimos, se encuentra en Orán y que según los datos aportados por el Sindicato del Azúcar a Cuarto Poder, poseía 4.600 trabajadores por dentro y fuera de convenio en 1996 y que ahora se redujeron a 2.300 en las mismas modalidades, aun cuando la producción de la empresa se multiplicó enormemente en estas dos décadas.

La ramificación por el planeta ha sido de tal magnitud, que la Seabord concluyó en 1983 que, a su original actividad, dedicada a la producción de productos porcinos (Seaboard Foods), debía complementarla con una compañía marítima que trasportara las mercancías de un país a otro. Es a lo que se dedica la Seaboard Marine con una flota de 40 barcos y 50.000 contenedores que unen por mar a EEUU con otros 25 países. Esas ventajas, y el auge de los commodities, la arrojaron luego a incursionar en la comercialización y procesamiento de granos. Al ingenio El Tabacal, su página web lo ubica en el rubro “Otros importantes negocios”. Dijeron que querían producir azúcar, pero resulta que, cuando el Estado nacional lanzó en 2009 el programa que establece la obligación de incorporar bioetanol a los combustibles, la Seaboard pudo decir que sí, que, después de todo, en marzo de 2008 había creado el High Plains Bionergy, produciendo 120 millones anuales de biodiesel en una planta de Oklahoma y que bien podría hacerlo acá como efectivamente lo está haciendo.

Steinbeck tenía razón: el monstruo está convencido de que para seguir siendo lo que es, tiene que crecer… y entonces crece. Disciplinarlo parece imposible. Al menos para los gobiernos que en nombre del desarrollo le abrieron las puertas y no paran de otorgarle beneficios fiscales de todo tipo. Sólo los que sufren directamente las consecuencias de ese crecimiento se arrojan a la lucha. Esos trabajadores han vuelto a desafiar la voracidad del monstruo que primero quiere cercarlos y cuando no puede recurre a la fuerza del Estado, a quien pide que ahuyente de una buena vez a los revoltosos. Lo primero es privar a los díscolos del sueldo indispensable que le permite al obrero sobrevivir con el objetivo de quebrarlo en su moral para así disciplinarlo; lo segundo es lo de siempre: recurrir a los palos, los gases y las balas de goma como finalmente ocurrió el miércoles.

A pesar de todo ello, los obreros siguen allí. Como esos equipos de fútbol que el genial Osvaldo Soriano retratara en tantos de sus cuentos épicos: jugadores medio o abiertamente maltrechos, de físico poco atlético, alguno/a medio/a petiso/a, otro/a medio/a gordo/a, que calzan una indumentaria desteñida por el tiempo, pero siempre habituados a soportar el peloteo de los poderosos que considerando a esta provincia como un campo de juego que le pertenece exigen que allí nadie se atreva a convertirles un gol o a patearles los tobillos como efectivamente está pasando.