Hambrientas de viviendas, higiene, agua, comida y acechadas por un verano que se acerca y lo complica todo, en las comunidades wichi de Rivadavia se preparan medidas de emergencia que eviten nuevas muertes de niños por desnutrición. (Daniel Avalos)

“Vamos a ir al lugar más pobre de la provincia”. La advertencia partió del ministro de la Primera Infancia Carlos Abeleira, minutos antes de partir a la localidad de La Unión, en el municipio de Rivadavia Banda Sur, del departamento de Rivadavia, que con poco más de 30.000 habitantes -que incluyen altos porcentajes de población originaria-, posee un 11% de analfabetismo y un 49% de la población con necesidades básicas insatisfechas en medio de una escenario 15 veces más grande que la capital provincial. A diferencia de esta, sin embargo, allí las actividades económicas productivas son escasas o directamente nulas en muchos de los parajes minúsculos desperdigados a lo largo y ancho de 25.951 kilómetros cuadrados de territorio.

La Unión es una de esas localidades. Según los registros de los agentes sanitarios del lugar, viven 5.120 personas, de las cuales se calcula que un 35% lo hace en alguna de las siete comunidades wichi como la de Asunción: un rancherío que nuclea 46 familias que residiendo a escasos 500 metros de la plaza principal de un pueblo pobre, viven una pobreza que parece alejarlas a años luz de las condiciones que rodean el centro del pueblo. Si acá las pocas manzanas que conforman el poblado están delimitadas por calles sin pavimentar pero bien trazadas, en Asunción no; si en los alrededores de la plaza la lucha por la higiene parece tener alguna chance de triunfo, en Asunción todo es basura; si en la primera los calzados resguardan los pies de criollos, 500 metros más allá los pies de uñas gruesas, ennegrecidas y roña echa costra sobre los empeines están a la vista de todos; alrededor de la plaza las construcciones se presentan relativamente sólidas y bien dispuestas, aunque cinco cuadras más allá el paisaje esta salpicado de casuchas con catres mal dispuestos donde se amontonan colchones de fundas deshilachadas, prendas de vestir de todo tipo y en donde hombres, mujeres, viejos y niños deben apilarse para dormir.

Asunción, en definitiva, es una comunidad hambrienta de luz, viviendas, higiene, agua y comida. Una miseria cuyas características son anunciadas por perros famélicos que con sus costillares casi al aire, informan al observador que allí las sobras de comida no sobran. Ni bien uno llega al lugar provoca la huida de los niños que pronto se dejarán vencer por una curiosidad que los desliza a arremolinarse sobre los foráneos mientras desde las casuchas, empiezan a acercarse jóvenes y adultos con todos los ademanes que el abandono y el dolor produce en las personas.

La reunión     

Que el organizador de esa visita sea un ministro desconcierta en una era donde el arte supremo de la publicidad aconseja invisibilizar los rasgos poco convenientes de una gestión. El funcionario escucha la observación y responde sin complejos: lo que vemos no es una excepcionalidad en el chaco salteño, hay que poner en el mapa la situación para que varios se involucren en la causa y se terminen los esfuerzos desarticulados que terminan pareciéndose a chorros de agua sobre un arenal al que nunca podrá humedecerse.

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Tras esa idea, cuatro horas antes de la visita a Asunción, en un predio que depende de la diócesis de Orán y habitan tres monjas  (Patricia, María Elena y Daniela), el ministro convocó a representantes del Estado, miembros de la Fundación CONIN que viajaron desde la ciudad, una joven de Un Techo para mi País que llegó desde Buenos Aires, otros dos de la Fundación Adventista ADRA instalados en Rivadavia desde hace dos años y los representantes de la iglesia: dos de las tres monjas, al obispo de Orán, Oscar Zanchetta, y un cura de nombre Jorge que mientas duró el encuentro se encargó de que el mate circule entre las manos adeptas a la infusión.

El objetivo era anunciar que CONIN construirá un centro en el predio de la iglesia. Abeleira hizo entrega de los planos a las religiosas y tras ello expuso que el éxito de la empresa requiere que a los poderes ya existentes en el territorio se le sumen otros actores de la sociedad civil con experiencia en tareas de ese tipo para que juntos se adueñen de la misión, se dispongan a cumplirla, ejecuten lo que más saben e involucren a la comunidad en el logro de los objetivos. Por eso, explicó, estaban representantes del municipio, arribaría otro de Aguas del Norte y las ONGs.

Los de CONIN expusieron las virtudes de contar con un médico pediatra, una nutricionista y una estimuladora para capacitar a las madres en cuidados básicos para embarazadas y niños, mejorar las condiciones de higiene familiar, los hábitos de alimentación y la detección de riesgos para la salud. La joven de un Techo para mi País explicó lo suyo y tras ella, el joven de ADRA celebró las buenas intenciones y después de algunos rodeos dejó en claro que la buena voluntad requiere conocer los secretos que rigen la vida de las comunidades.

La monja Patricia, mientras tanto, tomaba nota de todo. A veces aportaba al relato de terceros precisiones sobre lugares o fechas y siempre era la que explicitaba los reparos que consideraba necesarios. A su lado, la hermana María Elena, de piel decididamente blanca, anteojos diminutos y ojitos achinados, aprobaba o desaprobaba las intervenciones con leves movimientos de cabeza. Hasta el obispo Zanchetta se mostraba bien interpretado por lo que Patricia expresaba, limitándose de cuando en cuando a susurrarle algunas ideas que luego la religiosa desarrollaba con el énfasis propio de quien ató su destino a los condenados de esa tierra.

Lo evidenció en esa reunión al recordar que en una localidad donde municipio, hospital y escuelas son las únicas fuentes de trabajo, corresponde que los designados para prestar servicios en CONIN sean del propio pueblo, precisando, además, que cuando hablaba del pueblo hablaba también de los wichis. Por elocuencia o porque nadie se atrevió a contradecirla, la postura de Patricia se aceptó por unanimidad. El cargo de médico recaería en un hombre que reside en el lugar y goza de la confianza de los habitantes; con la nutricionista no había caso: a falta de profesional en la zona debería ser importada; la estimulación, en cambio, quedaría para Carolina, una mamá wichi que manejando con sapiencia el idioma de las comunidades y el español, ya trabaja con madres y niños de las comunidades.

El rol de Carolina resulta imprescindible en el marco de una convivencia poco armónica entre criollos e indígenas. Y aunque las características de esas relaciones tensas atravesaron la reunión, sólo cuando ésta ha terminado, uno puede ir en búsqueda de precisiones para escuchar lo siguiente: criollos e indígenas de La Unión están lejos de representar sectores complementarios al servicio de una unidad superior. Acá, los consultados admiten en mayor o menor medida que hay un principio de exclusión entre ellos que puede no estar mediado por la violencia, pero sí por la apatía criolla ante la suerte de las comunidades, una abierta tendencia de los primeros a asociar a los segundos con una pereza que condenan provocando en los wichis un repliegue comunal y una profunda desconfianza hacia el otro criollo al que también asocian con los organismos del Estado. Carolina es la condición de posibilidad de que al menos en las emergencias esas barreras puedan ceder y posibilitar que las instituciones criollas atiendan casos que puedan salvar a alguien de una muerte evitable.

Resueltas las potenciales designaciones, el obispo Zanchetta cerró la reunión dirigiéndose al ministro: hasta que CONIN edifique el centro proyectado en La Unión, la construcción que habitan las monjas deben garantizar que todo se ponga en marcha. “Si querés, podes empezar mañana”, dijo.

Las tinieblas 

Carolina y Patricia fueron las guías en la comunidad Asunción. También fueron ellas las que bajando de la camioneta que transportaba a los visitantes, advirtieran que en el tinglado sin paredes que hace de comedor comunitario, no había rastros de que la comida del día se haya preparado. La primera indagaba sobre el porqué en lengua nativa, la segunda lo hacía en castellano. Julio, un adulto que como todos allí están encallecidos por la pobreza, informó que la “falta de leña” frustro el almuerzo que según las reglas debe disponerse de la siguiente manera: los niños y mujeres embarazadas son la prioridad y en orden descendente siguen ciertos ancianos, mujeres y hombres que ayudan en la tarea. Si comiendo ellos queda algo, los restantes podrán discutir cómo administrar lo que quede.

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Tras exponer lo ocurrido, Julio retoma la mirada esquiva y un silencio resignado que provoca la incomodidad de varios que alguien pretende alivianar preguntando a Patricia sobre el origen de los víveres comunitarios: donaciones de particulares, ayuda que desde hace unos meses provee Caritas tras las gestiones de la propia Patricia y sus $5.000 mensuales que percibe como maestra de religión en la escuela del pueblo. Tras la respuesta, una hipótesis sobre ella se impone: puede que sólo en la escuela esa religiosa encuentre tiempo de hablar de Dios porque luchar contra el hambre que es mortal en un escenario como este exige un despliegue y un tiempo que alejan a las personas de las reflexiones en torno a si el alma es inmortal o no.

Si Julio ilustró bien la parte estomacal de Asunción, la visita a la casa de Berta pincela el todo. Patricia explica a la dueña de casa que la joven alta y rubia pertenece a una Fundación (Techo) que trata de resolver emergencias habitacionales y que por ello mismo resulta imperioso que observe las características de la vivienda que en lo central, sintetizará las del conjunto. No hay mucho para ver en ese lote delimitado por cercas de ramas atadas con alambres. A la derecha, una construcción de adobe con troncos que haciendo de vigas, soportan un techo de ramas y arbustos secos sobre los cuales una capa de barro hace las veces de precaria membrana. Alguna vez Berta y los suyos residieron ahí. Ahora no porque habitan esa construcción alta, de 6×4 metros, levantada con materiales sólidos y cuyo frente está protegido por un techo de chapas a partir del cual se improvisó una precaria galería en donde el plástico negro produce alguna sombra.

Apoyada sobre el marco de la puerta, Berta resguarda el ingreso a ese ambiente oscuro y pesado, porque buscando evitar que el sol convierta el interior de la habitación en un infierno alguien selló las ventanas con plástico oscuro que impide el ingreso de la luz y la circulación de aire. En esa oscuridad se distingue, no obstante, los catres maltrechos sobre los que reposan pilas de prendas de vestir y un adolecente que huyendo de las miradas, se desplaza hacia un rincón hasta que al fin se vuelve invisible para los intrusos.

Allí duermen diez personas que son parte de tres generaciones: Berta, algunas de sus hijas y varios nietos. Allí también murió deshidratada una nietita suya. Tal vez para acabar con la incomodidad que produjo el relato, tal vez porque no es fácil calcular la edad de personas como Berta, a alguien se le ocurrió preguntarle la misma. Ella no supo calcularla posiblemente porque eso de andar midiendo el tiempo sea propio de quienes tienen planes para su vida. Berta sólo está ahí, diminuta, encogida, respondiendo con frases inacabadas que para dormir en esa habitación por las noches, algunos deben hacerlo sentados. Respuestas que culminan con encogimientos de hombros, suspiros leves y gestos de desolación propios de quienes yaciendo en el fondo de un precipicio, no saben bien si alguna vez vieron los rayos del sol.

La urgencia  

En semejante escenario, se entiende que para los que allí mal viven el verano se convierta en un enemigo mortal: altas temperaturas, lluvias que dificultan la provisión de agua, caminos que se inundan, parajes que quedan aislados. Una combinación terrible que en los últimos años produjo consecuencias letales.

El temor que todo esto provoca entre los referentes reunidos con los funcionarios del ministerio es obvio. Y por ello el intercambio de ideas y las medidas consensuadas en torno a los objetivos de largo plazo dejan lugar a miradas que dirigiéndose al propio Abeleira esperan anuncios y medidas concretas que el funcionario detalla: incremento de sistema de alertas que en manos de personas como Carolina, deben detectar situaciones de riesgo en los infantes; refuerzos alimentarios para los niños; fortalecimiento de hospitales y puestos sanitarios; campañas de prevención que incluyen la visita de equipos interministeriales que durante seis días y cada quince se instalarán en el lugar; apertura de escuelas durante las vacaciones con el doble objetivo de mantener la provisión de agua potable para la comunidad y garantizar a los niños el acceso al comedor escolar.

Todos manifiestan su acuerdo con el Plan de Operaciones, pero no pueden dejar de expresar su preocupación por lo que allí consideran un aliado estratégico para el éxito del mismo: el agua. Las miradas recayeron entonces en el representante de Aguas del Norte. Un técnico que ni bien se sumó a la reunión y en las visitas a las comunidades, fue objeto predilecto de gestos poco simpáticos. Allí estaba él, personalizando a un organismo al que siempre se reclama en vano porque siempre alguien puede culpar al gerente, mientras este recurre a la necesidad de créditos o inversiones que no aparecen, mientras los que aducen rango de simples subordinados se solidarizan con el que reclama y admiten que el enojo es comprensible aunque la resolución de esas cosas depende de esferas en las que él o ellos no tienen injerencia alguna.

Aquel día, eso no fue posible. Si ese hombre pertenecía o no a las altas esferas es algo que desconocemos. Lo indudable, sin embargo, es que allí era la materialización de la empresa misma y fue tratado como si de él dependiera todo. Explicó entonces cómo el sistema cloacal se está terminando e impactará en una mejor calidad de vida; de cómo está previsto la instalación de una base en el municipio que además de garantizar el mantenimiento permanente del sistema de provisión, requerirá de al menos seis operarios que, por supuesto, serán elegidos entre los pobladores. Anuncios que despertaron las expectativas de las monjas y las dudas del joven de ADRA que con la mirada parca denunció que eso ya lo ha escuchado más de una vez.

Pero allí lo que demandaban eran medidas urgentes que permitiesen pasar el verano sin cortes del suministro, mayor presión y agua con menores niveles arsénico, sodio, flúor y boro que además de ennegrecer los dientes de los niños, provoca daños a la salud e impide almacenar agua porque a las pocas horas manifiesta síntomas de deterioro. Él descarta de cuajo esa posibilidad. Asegura que los estudios realizados en los pozos que proveen a La Unión muestran que el líquido vital es apto para el consumo. El obispo Zanchetta interviene. Como buen cristiano recomienda al técnico que haga caso omiso de esos estudios y le sugiere no beber agua de los grifos mientras permanezca en el lugar. Hasta la monja de ojos achinaditos pide la palabra y relata la anécdota de cuando juntando agua, descubrió en el transcurso de un par de horas que lo cristalino se había vuelto “así”: señalando con el dedo índice un mantel de color beige oscuro.

Acorralado, el técnico admitió la posibilidad pero recurrió a un atenuante: el poco mantenimiento de las redes, la peor limpieza de los tanques y la mala conservación que practican las familias. Pero acorralado como estaba, se comprometió a garantizar todo ello para beneplácito de los presentes que con tonos y gestos graves parecían remarcarle que del cumplimiento de ese compromiso depende mucho la vida de niños que en vez de morir por causas evitables, deberían poder vivir como niños: correteando por ahí, formando enjambres maravillosos, solidarios, esperanzadores y humanos.