Escribe Alejandro Saravia

 

Tras la última dictadura militar, Raúl Alfonsín debió asumir la conducción de un país desecho, material y moralmente. Desecho como consecuencia de tres guerras perdidas: una real, la de Malvinas, dos simbólicas. La económica, pues aunque no se diga nuestra economía estaba en default; y la institucional, ya que había que armar todo de nuevo, destruido, como estaba por la dictadura militar.  Con el agravante de tenerlo al peronismo en un lugar desacostumbrado, el de oposición. Y, la verdad, nunca lo hacen fácil.

 

Presidía la Comisión de Acuerdos del Senado de la Nación un tipo ligero. Tan ligero que es el único, que se sepa, que lo embromó a Perón, lo que es mucho decir. Brevemente lo cuento. Cuando Vicente Saadi era un jovencito de 29 años contrató un imitador para que, simulando ser Perón, hable con la legislatura o con el mandamás de Catamarca para decir que él, el simulacro de Perón, vería con mucho agrado que se lo eligiese al muchachito Saadi como Senador Nacional. En ese entonces, corría el año 1946, los Senadores nacionales eran elegidos por las Legislaturas provinciales reunidas en Asamblea. Fue Senador hasta el 49 y a partir de ese año se desempeñó como Gobernador de su provincia. A raíz de eso Perón nunca lo quiso mucho.

 

La cuestión es que como presidente de la Comisión de Acuerdos del Senado Nacional, Alfonsín tenía un interlocutor, digamos, complicado. A pesar de eso se llegó a nombrar una Corte de Justicia de la Nación de excelencia, integrada por cinco miembros: Genaro Carrió, elegido presidente de la misma hasta su renuncia en 1985, siendo reemplazado como ministro de la Corte por Jorge Bacqué; José Severo Caballero; Augusto César Belluscio; el salteño Carlos S. Fayt y Enrique Petracchi. Recordemos que le ofreció integrarla a su contradictor en las elecciones, Ítalo Luder, quien no aceptó. Evidentemente no entendió el juego.

 

Los jueces federales de Capital eran seis, y eran buenos jueces. El problema se plantea al asumir Carlos Menem en 1989, pues al año siguiente, 1990, decide que en esos lugares debía tener “jueces amigos”. Desplaza con ascensos a los más ariscos para sacarlos del medio, y decide ampliar ese cuerpo de jueces de seis a doce. Tienen su aparición allí los denominados “jueces de la servilleta”, que eran «manejados» por un hábil abogado, ministro del Interior, Carlos Vladimiro Corach.

 

En la Corte Suprema hizo otro tanto, pasó de cinco a nueve a sus integrantes, con lo que, tras la renuncia de Bacqué y Caballero, quedó con las suficientes vacantes como para hacer una Corte adicta. Se la conoce como la de “la mayoría automática”. Sin palabras.

 

Por qué cuento esto?, pues, porque hizo escuela. Sus mejores alumnos, por más que quieran ahora disimularlo, fueron los kirchneristas, es decir, la nueva forma que adoptó el movimiento en su camaleónica historia. Especialmente Alberto Fernández, hombre de Domingo Cavallo, ministro de Economía de Menem y quien hizo gestiones para estrangularlo económicamente a Alfonsín en su último tramo gubernamental. Choca un poco, entonces, que ahora pretenda emularlo escenográficamente. Una forma más de cinismo.

 

De eso se trató el discurso presidencial de los otros días, un relato, un cuentito actuado desde una imaginaria cátedra de la Facultad de Derecho. Mas, en realidad, el sentido último de ese relato es cumplir con la condición impuesta por Cristina para hacerlo a Alberto presidente: la nulidad y consiguiente sobreseimiento en todas las causas penales que se le siguen. No le sirve ni el indulto ni la amnistía, porque una se traduciría en un favor del presidente y la otra, la amnistía, significaría un bochorno histórico para toda la clase política y para ella en particular. En pocas palabras, no le sirven el indulto ni la amnistía porque ella pretende ser recordada por la historia al lado de San Martín. Toda esta pantomima es para eso.

 

De ese cuento habrá de surgir un cúmulo de jueces al que habrá que buscar sentido, puesto que se está caminando en una transición entre el sistema inquisitivo al acusatorio en el proceso penal federal, el que gira alrededor de los fiscales, quienes serían los encargados de hacer la investigación penal preliminar, tarea que estaba en manos de los jueces federales en el sistema anterior, aún parcialmente vigente, el inquisitivo. En el sistema acusatorio que se está implementando, los jueces están nada más que para custodiar que los fiscales no se pasen de rosca en la investigación de los delitos. Es decir, están para custodiar las garantías procesales de los imputados. En consecuencia, se necesitan más fiscales no tantos jueces.

 

No deja de ser una cortina de humo. Ya que el propósito final y verdadero es licuar la Corte de Justicia de cinco miembros y llevarla a una de nueve o más miembros. Menem lo hizo. ¿Por qué la urgencia y la inoportunidad del momento en medio de una pandemia y una cuarentena que agrava aún más nuestra economía? Porque el próximo año es electoral y porque se quiere, precisamente, aprovechar este crítico momento como para que pase la maniobra más desapercibida.

 

¿Se dan cuenta, ahora, del zafarrancho que están armando nada más que para limpiarle el prontuario a ella?  ¿Se dan cuenta de por qué no vienen inversiones y las que están se quieren ir? Como se quiere ir, también, la inmensa mayoría de jóvenes emprendedores que no encuentran un buen escenario en nuestro país para proyectar su futuro. Ya estamos asistiendo a esa sangría.

 

Queda en claro que hay dos caminos. Uno respetuoso de las instituciones, las que posibilitan una convivencia civilizada; el otro cifrado en la mera voluntad, casi en el capricho. Sin medir las consecuencias.

 

Se discurre mucho acerca de cuándo se jodió la Argentina, parafraseándolo al Vargas Llosa de “Conversación en la Catedral”. Algunos hablan del 30, otros del 43, de 1966 o de 1974. Lo real es que, cualquiera sea ese punto de partida, el peronismo tiene una alta responsabilidad en cuanto a nuestra mala situación. No sólo por lo sustentado por Tulio Halperín Donghi, uno de los apaleados en la noche de los bastones largos, y en consecuencia exiliado hasta su muerte. La tesis de Halperín Donghi en su libro “La larga agonía de la Argentina peronista”, es que el peronismo significó una revolución social sin sustento económico. Está claro que no llegó a ver de qué modo los dirigentes sindicales y políticos de tal movimiento conformaron, a fuerza de enriquecimientos ilícitos, una nueva oligarquía.

 

Pero también otro libro, clásico ya como el anterior, vincula el respeto a las instituciones con la buena o mala marcha económica de un país. Su título: “Por qué fracasan los países”. Sus autores, Acemoglu y Robinson. Catedráticos, como el presidente, pero norteamericanos.

 

Por esa misma responsabilidad es que el peronismo debe mirarse al espejo y renunciar, de una buena vez, al zarandeo a que nos condena de tanto en tanto. Nada en la Nación es más importante que la Nación misma, decía el presidente Nicolás Avellaneda. Mucho menos, unos imputados por hechos ilícitos que pretenden, a fuerza de relato, acomodar las cosas como para tener una propia Corte a medida.