por Alejandro Saravia.

Sí, ya sé, Fernández es un apellido común en la guía telefónica. Pero también lo es en la política y en el  periodismo. Fernández es el presidente, también la vicepresidenta. Pero Fernández es también Fernández Díaz, el periodista del diario La Nación. De él leía, en su columna del domingo pasado, que toda la culpa de que estemos como estamos es de los primeros dos Fernández. Pero lo voy a corregir: no sólo de ellos, acá también hay otro culpable, pero  no se apellida Fernández. Se apellida Macri.

 

A distancia de lo que dice siempre Jorge Asís en cuanto a que los gobiernos desastrosos blanquean siempre a sus antecesores, las torpezas y errores de Macri no deben ser lavados por los errores de los Fernández, siguen siendo torpezas y errores de Macri, que se suman a las cometidas por los sucesores. La última de aquellas torpezas de Macri fue, precisamente, el encumbramiento de los Fernández.

Si no hubiese sido por esos errores, éstos no gobernarían.

 

Ahora todo pareciera indicar que los errores de éstos, de los Fernández, germinaría en una legitimación de aquél, de Macri, y no es así. Macri fue un desastre en su gestión y en su principal resultado, es decir, el regreso de los Fernández. Lo desastroso de éstos no lo hacen a aquél virtuoso. Sigue siendo un desastre que posibilitó el actual desastre. Lo siento por los chicos del PRO: fueron desastrosos, como son desastrosos los Fernández. Conclusión: necesario es para nuestro país que desaparezcan del escenario político los unos y los otros. Los Fernández y los  Macri.

 

Estamos inmersos en un círculo vicioso cuya dinámica, en algún momento, la marcó el propio Perón, cuando, socarronamente, decía que no era que ellos, los peronistas, sean tan buenos, sucede que los que venían después eran peores. Un círculo vicioso que nos pasea de la sartén al fuego y así sucesivamente.

 

Analicemos lo del banderazo del sábado pasado. No fue una reivindicación macrista. No hay que confundir. Lo que se hizo es poner un límite al capricho. Al vacuo ideologismo.

 

Hay, entonces, un empate simbólico, pero en lo malo. En el entretanto el país pierde. “Ay Patria mía”, dijo Belgrano al morir hace 200 años. “Pobre Patria nuestra” podríamos repetir a diario los argentinos al ver la situación en la que estamos y la dirigencia que nos tocó. Peronista y no peronista. Su mediocridad abruma. Se llamen Fernández o se llamen Macri.

Creo que merecemos algo mejor. Al menos merecemos marchar conjuntamente hacia el futuro sin que el pasado, permanentemente, nos mordisquee los tobillos. Nos garronee.

 

Y no es que cada sociedad tenga la dirigencia que se merece. Insisto, merecemos algo mejor. Está claro, con los ejemplos citados, que la sociedad está por arriba de su dirigencia.

 

Miremos un aspecto del caso Vicentin, por ejemplo. Este episodio me recordó a otro sucedido,  cuando, cuentan, allá por el año 1747, Federico el Grande de Prusia, monarca del despotismo ilustrado, le echó el ojo a una preciosa finca de las afueras de Potsdam, a unos 30 kilómetros al oeste de Berlín, para construir allí, como corresponde, su majestuosa residencia, el que sería el famoso palacio de Sans Souci. Sucedió que en ese lugar había desde siempre un molino, cuyo ruido y cuya imagen no le era agradable al soberano. Al propietario se le dio orden de irse, pero, lejos de amilanarse, acudió a los tribunales. Y un simple juez berlinés protegió al molinero y a su propiedad en contra del poderoso rey prusiano. De allí viene esa famosa frase “Aún hay jueces en Berlín”. Pues bien, en Reconquista, ciudad del norte santafesino, parece que también hay jueces. Espero que no nos defraude.

 

No sé cómo terminará esta historia de Vicentin. Pero un ejemplo vale: la imagen de un simple juez de provincia que no se le achica al patoterismo del poder y hace lo que corresponde: esto es, aplicar la ley. Creo que con eso bastaría para culminar con nuestras desdichas