El autor repasa en primera persona las experiencias de los CAJ que funcionaron entre el 2004 y el 2015. Un recorrido que bucea en la naturaleza de las escuelas públicas a las que el macrismo parece considerar un pozo al que se cae. (Gastón Iñiguez)

Era Abril de 2014, subimos al colectivo a las 8 de la mañana un sábado con Nicolás; para llegar a la escuela de Atocha teníamos que tomar dos, uno que nos llevaba desde nuestras respectivas casas al centro y luego otro hasta el pueblo que forma parte del municipio San Lorenzo.

En esa época el colectivo que te llevaba desde el centro hacía un trasbordo en el barrio Atocha 2 y desde ahí otro continuaba hasta el pueblo viejo donde está la escuela. Apenas bajamos nos recibieron los patrulleros que estaban haciendo una redada en el barrio; todo un despliegue a las 9 de la mañana. Comenzaba el frío y mientras esperábamos charlábamos entre mates calientes para pasar el tiempo. Nico era coordinador del Centro de Actividades Juveniles que funcionaba en la escuela del pueblo de Atocha y yo el flamante tallerista en un equipo que conformaríamos seis personas…esa iba ser mi primera experiencia dando un taller con chicos de la escuela pública.

Un poco de historia; los CAJ comenzaron a funcionar en todo el país en el 2004 durante la presidencia de Néstor Kirchner como parte del programa de políticas socio educativas impulsado por el gobierno nacional. La intención de este programa era poder brindar actividades extracurriculares los días sábados a los adolescentes de las escuelas públicas; una forma de alejarlos del ocio de la calle y brindarles herramientas artísticas, deportivas o técnicas de manera gratuita y a elección.

Los talleres giran en torno a ejes temáticos (Ciencia y tecnología, deportes, artes y comunicaciones); cada coordinador haciendo un estudio previo de la población educativa en la escuela a la que fuera designado decide cuáles serán los talleres que se brindarán para los jóvenes de la institución y luego convoca talleristas idóneos para llevarlos a cabo. La remuneración siempre fue poca e irregular, con muchas demoras en los pagos, pero el trabajo aunque arduo siempre fue muy gratificante.

Recuerdo ese primer día preguntándome cómo iba encarar la situación. Nunca había dado talleres a jóvenes y mucho menos de una escuela pública. Esto era completamente nuevo; significaba poder trabajar con chicos con distintas realidades, muchas de ellas duras e injustas.

Foto: Gastón Iñiguez

Atocha es un pueblo sencillo y tranquilo que algún momento vivió de la agricultura y la ganadería pero fue quedando relegado a los márgenes de una ciudad que crece día a día; antes un río separaba el pueblo del barrio más periférico y en cierta manera se encontraban casi aislados. Ahora la crisis habitacional y el incremento de la pobreza hicieron que mucha gente que no encontraba donde vivir comenzaran a asentarse en los alrededores del pueblo y al cabo de mucho esfuerzo consiguieron consolidar la precariedad en la que vivían y formar barrios organizados con centros vecinales, plazas, escuelas y por supuesto con las problemáticas que la urbanización acarea sobre todo para los jóvenes.

Foto: Gastón Iñiguez

Ese primer día no tuve más que un par de asistentes pero sí cambió profundamente mi visión de todo lo que pensaba de la educación pública; los prejuicios propios de haber ido a un colegio privado sólo porque mi familia no estaba de acuerdo con los paros de la época menemista. Hoy en día vivimos alejados de la realidad que viven miles de chicos en zonas alejadas de la ciudad. Cada sábado veíamos chicos que iban por el desayuno, familias llorando de alegría por recibir una notebook del gobierno que sería la primera computadora que tendrían sus hijos, chicos que iban a talleres porque sus padres trabajaban en la ciudad y no podían cuidarlos…hasta un joven que tenía un don natural para la guitarra y que pudo explotarlo porque tuvo acceso a un instrumento que pudimos gestionar a través de la escuela.

Para los chicos ir los sábados a la misma escuela donde habitan toda la semana tiene el sentido de apropiación y pertenencia que no te da la escuela privada; es verdaderamente un segundo hogar donde podes elegir si querés ir a jugar a la pelota o expresarte libremente en un taller de arte.

Foto: Gastón Iñiguez

Hoy el espacio de los sábados que funcionaba en la escuela de Atocha no existe y con él varios otros centros de actividades juveniles cerraron sus puertas en el interior e interior cercano; lo mismo que sus trabajadores que en muchos casos no fueron reubicados ni les renovaron el contrato. Todavía subsisten en algunas escuelas de la capital pero se cree que este podría ser el último año ya que la existencia de estos centros depende exclusivamente de fondos nacionales y partidas de dinero destinadas a mejorar la calidad educativa en los establecimientos, principalmente en zonas retiradas, barrios pobres o lugares de difícil acceso. A estas alturas sabemos que no es ni por asomo una prioridad de Bulrich o de este gobierno la inclusión de los jóvenes ni brindarles nuevas y mejores oportunidades de crecimiento dentro del ámbito educativo.

Dentro del ámbito de la escuela pública tanto directores y maestros como coordinadores y talleristas siempre se vieron impulsados por la vocación de trabajo con los pibes; no por un sueldo ni por excelentes condiciones laborales que jamás existieron sino por la convicción de construir una realidad distinta con quienes no tienen la oportunidad, es trabajar para que conquisten su derecho a soñar y ser libres.