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Buenos muchachos

Podía fracasar en la lucha contra la inseguridad o verse arrastrado a estridentes conflictos políticos, pero esas cosas nunca afectaban su imagen para sorpresa de encuestadores y adversarios que hasta hace un mes, creían que Scioli sería presidente. (Daniel Avalos)

Esa especie de figura blindada ante la reprobación ciudadana lo convirtió dos veces en gobernador de la provincia más importante del país y en candidato a presidente. Blindaje que indudablemente se relacionaba con sus orígenes de celebridad deportiva que millones de argentinos admiraban por la entereza con que enfrentó el accidente que le arrebató un brazo pero no campeonatos deportivos. Aprecio que se mantuvo intacto cuando mudándose al mundo de la política, se mostraba como un muchacho bueno, de barrio, que hablaba como el común de la gente y no como los políticos cuyos prestigios se derretían a medida que el menemismo devastaba el país y recurrían a figuras como el propio Scioli para ganar elecciones como ocurrió en 1997 cuando, con el auspicio de Menem, el exmotonauta accedió a una diputación nacional por Capital Federal, cargo en el que fue reelegido en el 2001 cuando ya el país era pura hilacha.

Dos años después, Scioli seguía “midiendo” bien. Eso y el deseo de Néstor Kirchner de bloquear la pretensión del duhaldismo de imponerle a Roberto Lavagna como vicepresidente, decidió al patagónico a optar por  Scioli como compañero de fórmula. Nunca lo quiso del todo, pero Néstor era político. Sabía que Scioli “media” bien, le sumaba porotos en sus peleas palaciegas con el duhaldismo y votos en la elección que protagonizaría contra Menem y Romero. Y Scioli siguió midiendo bien. Por eso, dicen, el propio Néstor Kirchner convenció a su esposa Cristina, en 2007, que aun siendo Scioli pieza clave de un pejotismo pragmático donde convivían personajes turbios con dirigentes cooptados por los grandes intereses, debía ser el candidato a gobernador de Buenos Aires para evitar que Mauricio Macri irradiara su influencia por fuera de la Capital Federal.

Scioli, en definitiva, como dique de contención a una derecha que con Macri como figura central, anunciaba que ya no se conformaba con gerentes políticos administrando los intereses de los dueños del país, porque apostaban a que el país fuese atendido directamente por esos dueños. La maniobra dio resultados. El macrismo quedó confinado a la Capital Federal hasta el 25 de octubre de 2015, cuando el PRO ganó la provincia de Buenos Aires. Ese mismo día Scioli le ganó las elecciones por sólo 2 puntos a Macri pero descubrió que el sueño de la presidencia estaba amenazado de muerte. Lo confirmaba su rostro esa noche cuando surcado de preocupaciones, tenía un aire de mal humor propio de quien mentalmente hace cálculos complicados que no le cierran. No era el de él, el único rostro incrédulo. Muchos otros, como el del que ahora escribe, habían quedado, tras esos resultados, rascándose la cabeza al modo que Laurel lo hacía en el “Gordo y el Flaco” y que desde entonces simboliza el gesto universal del desconcierto.

Explicar qué es lo que pasó aquella vez sería largo. Contentémonos con decir que Macri le ganó la pulseada a Scioli en la competencia de los buenos muchachos. De esos que le hablan a Doña Rosa, bailan o se ríen en los programas de espectáculo, reniegan de la política de la que viven, aseguran que ellos no provienen de ella, tiran buena onda al modo como lo hacen los animadores de fiestas y aseguraban abierta o veladamente que la intemperancia K no sólo no era lo suyo sino que también desaparecería con ellos.

Y aquí una digresión se impone. Será para hablar de la izquierda trotskista que miope incorregible para los matices, asociaba esos rasgos típicamente post políticos para decir que estábamos ante lo mismo. En realidad prefería no ver los matices con la esperanza de que aquello que espera desde 1917 finalmente se concrete: que la derecha lisa y llana que representa Macri siga desintegrando el “régimen”, que esa descomposición impulse la movilización y la conciencia de las masas que en algún momento concluirá que el trotskismo es la dirección natural del proletariado para allí sí estallar una insurrección revolucionaria que, por supuesto, sólo existe en la imaginación de una dirigencia con vocación de secta por aspirar a reclutar a una minoría políticamente calificada e iluminada. Obviaban otra cosa: que los gobiernos no se reducen nunca a un sector sino a varios que también tejen sus alianzas para disputas internas con el objetivo de darle una dirección ideológica y política al conjunto. El macrismo hace una década que tejió alianzas estratégicas con poderes fácticos y mediáticos que con él comparten el objetivo de subordinar todo al mercado. Scioli, es cierto, podía individualmente deslizarse hacia ello, pero era parte de un bloque más heterogéneo en donde la posibilidad de defender el logro estratégico de que la economía se subordine a la política perviva. Situación que podía favorecer o no la estrategia trotskista, pero que indudablemente posee consecuencias prácticas para la masas populares a los que esa izquierda dice querer representar.

Abandonemos ahora esa digresión. Sobre todo porque la derrota de Scioli obedece poco a la miopía de una izquierda finalmente testimonial. Las causas de esa derrota hay que buscarlas, justamente, en el hecho de que el bloque pero-kirchne-rista se fisuró primero y se quebró después. Condición que en un medio ambiente político signado por el desgaste propio de 12 años de gestión y una atmosfera que no desaprobaba la idea de un cambio de estilo, resultó letal para los comicios. Veamos: gobernadores justicialistas que chapeando con el poder territorial con el que gozan garantizaban a Scioli un triunfo a cambio de explicitar que para ellos el kirchnerismo estaba jubilado; kirchneristas que cerraron filas con el propio Scioli aun cuando sabían que esa candidatura debía deslizarlos a tomar prevenciones, votar con las caras largas y retacear un despliegue de fuerzas entusiasta por el propio Scioli.

Los resultados del 25 de octubre convirtieron la fisura en una ruptura abierta aunque nunca declarada. Donde mejor se evidenció el estallido fue en el palacio oficialista. Peronistas K o anti K que compartiendo la condición de olfatear como pocos los triunfos o las derrotas, dosificaron los esfuerzos porque sólo obedecen a la ley de la necesidad que nada sabe de las cooperaciones desinteresadas. Allí surgieron las posturas derrotistas e incluso las traiciones abiertas que Perón denominara propias de las “quintas columnas” y que ahora se concretaron en nombre de no involucrarse en luchas perdidas o de cálculos personales sobre cómo escalar posiciones partidarias ante una derrota del propio Scioli.

Curiosamente, desde aquel 25 de octubre al balotaje de ayer, el único despliegue generalizado de esfuerzos a favor de Scioli provino de quienes menos lo querían: las bases kirchneristas sueltas e inorgánicas, los artistas K, los organismos de derechos humanos, programas televisivos y hasta los encuadrados en organizaciones K que se reivindican peronistas pero no justicialistas. Las redes sociales se convirtieron en el lugar de reafirmación de la identidad de esos miles que lejos de quedar encapsulados en los monitores de la computadora, hicieron de esa escena virtual el plafón desde el cual organizaron la única movilización multitudinaria que una semana antes de los comicios llenó cientos de espacios públicos a favor del candidato del Frente de la Victoria. El fenómeno, sin embargo, mostraba los límites del propio Scioli. El esfuerzo no estaba direccionado directamente a él sino a la reivindicación de los logros kirchneristas que los manifestantes veían amenazados por lo que representaba Macri.

La conclusión se imponía: sin garantizar del todo beneficios prácticos al palacio oficialista y sin encender las fantasías de las bases K movilizadas, Scioli conducía poco y nada. En ese marco optó por evitar la disgregación interna de gobernadores e intendentes. Era inútil. Él como bien justicialista sabía que esfuerzos de ese tipo están condenados al fracaso sin la posibilidad de controlar a los “amigos en fuga” con mecanismos políticos y administrativos propios de los que controlan o tienen posibilidad de controlar un aparato del Estado. No era lo único. También debía Scioli evitar que el kirchnerismo de paladar negro abandonara la disputa abiertamente y por ello y la propia desesperación renunció al estilo de muchacho bueno que caracterizó su carrera para convertirse en un político nacional y popular que denunciaba que por detrás de Macri, estaban las manos invisibles de los sectores concentrados que incluían a poderosos nacionales y extranjeros. Algo absolutamente cierto, pero conceptualmente incompatible con la imagen que el propio candidato había construido para sí a lo largo de dos décadas en donde sólo le hablaba a la “gente” que, por definición, es ese sector amplio de la sociedad a la que nada la moviliza ni la politiza. Los dilemas son así: ensombrecen las expectativas del que los padece porque cualquiera de las opciones posibles siempre contiene una barrera que bloquea la salida definitiva del problema.

Al frente… Macri. Celebrando que Scioli haya renunciado a ser el candidato espejo a él. Un Macri que descubría que se quedaba con toda la “gente” a la que pudo hablar con la soltura propia de quienes saben que el palacio propio estaba fortalecido y con iniciativas de todo tipo. Fue entonces cuando lo que parecía imposible finalmente se hizo posible: el PRO ganó la calle. Primero con esos actos-caminatas en los que el candidato se desplaza por los barrios porque sabe que los que habitan esos barrios no van a donde los políticos los convocan. Actos que luego devino en los viejos actos que sólo el kirchnerismo había logrado revitalizar: una Humahuaca a la que se dirigieron miles de personas que abandonaron sus casas para dirigirse al espacio público que el candidato había elegido u que con la presencia ofrecía participación y fidelidad electoral. Allí la contienda termino de definirse. El buen muchacho Scioli perdía con el buen muchacho Macri cuyo triunfo materializa el sueño de los sectores dominantes: contar con una fuerza política propia con potencialidades electorales de la que históricamente  había carecido. Carencia que explica por qué a lo largo del siglo XX recurrió a los golpes de estado o a cooptar partidos populares en los que, sin embargo, siempre residen sectores que buscando subordinar el mercado a la política le generaban profundas desconfianzas a ese stablishment. He allí el carácter histórico de las elecciones de ayer: la derecha tiene su partido propio.