A cien días de la asunción de Macri, evocaremos al asado. La razón es sencilla: si la plata de un país se mide por las colas en los cines o la gente que visita tiendas, también puede hacerse por las parrillas que humean durante los fines de semana. (Daniel Avalos)

Y lo que a cien días del gobierno macrista puede verse es que las brasas humeantes de los asadores domésticos merman considerablemente. Prueba irrefutable, para estas líneas, de que aquello que ciertas encuestas anuncian es absolutamente cierto: el temor de los sectores populares ante el rumbo de la economía es un hecho. Menos refutable aun, es la siguiente conclusión: el ataque de la economía de mercado contra el asado nacional revela un doble golpe a los sectores trabajadores: al bolsillo y al buen ánimo popular.

Para probar que lo último es cierto, conviene precisar sobre la naturaleza del asado. Y es que la importancia de éste en la cultura nacional no radica sólo en los cortes de carne y en las achuras que se asan en la parrilla. Radica también en el tipo de reuniones que se forman alrededor de las brasas: un racimo de personas que se congestionan hablando de lo vivido durante la semana; algunos deprimiéndose de las cosas que le salieron mal; otros exaltándose de las pequeñas victorias; todos explotando a carcajadas ante las exquisitas boludeces que a algún comensal siempre se le ocurren; pedidos de prudencia grupales a quienes queriendo dejar en claro que siempre van al fondo de las cosas, secan los vasos de vino o cerveza; y estos que se convencen que al otro día sentirán que la borrachera los despojó del mucho o poco prestigio con el que contaban aun cuando ello, jamás vaya a privarlos del próximo asado donde volverán a ser partícipe de las animadas discusiones sobre el clima, el deporte, la política, dios y el sentido general del universo.

La esencia última del asado, entonces, es su rasgo tumultuario, bullicioso y alegre que hermanó para siempre a la parrilla con el fútbol. Porque nadie podrá negar que otras comidas reúnen a familias y amigos, aunque nadie podrá contar jamás que un grupo alborotado de conocidos estuvieron alrededor de la sartén que fríe milanesas o la olla donde se hierven los fideos. Sólo las brasas son capaces de generar esa comunidad fraternal donde la promesa de un sabroso asado vincula a sus miembros. Que ese rito popular pierde peso por estos días, puede confirmarse también visitando las carnicerías en la mañana de los domingos. Esos lugares que haciendo de asambleas sin objeto público ni función social, como decía Sarmiento de las pulperías en el siglo XIX, concentraban a lo largo de la ciudad a casi tantos feligreses como los púlpitos de las iglesias reúnen los domingos. No para hablar de Dios sino para dar rienda suelta al egoísmo natural de quien reza para que el corte sabroso que identifico en el mostrador, no sea individualizado por los muchos compradores que le precedían en la atención. Ahora las cosas están cambiando. No sólo porque muchos han dejado de concurrir a las carnicerías en busca del asado, sino también porque aquellos que insisten en visitar el lugar descubren que los elevados precios ya no los hacen merecedores de los mejores cortes.

Que la Argentina ya no sea un asado es motivo de celebración para algunos. Indudablemente lo es para los dueños de las vacas que son pocos pero poderosos. Tan poderosos que librados del populismo al que odian por su inclinación a satisfacer los elementales deseos de la plebe; ahora aprovechan la combinación de bolsillos estrechos, subas de precios y estímulo de exportación para desviar los cortes al mercado externo que paga en dólares o un mercado interno estrecho y menos preocupado por el costo del producto. Grandes ganaderos que hasta son capaces de asegurar que la merma de los asados resulta un método de civilización plebeya porque en cada parrillada, el populacho se embrutece un poco más. Por reemplazar a los refinados cubiertos por dedos, por engrasar esos dedos que atenazan un hueso o un trozo de vacío con el que ajustan cuentan a través de sonoros mordiscones que repugnarían a Juliana Awada: la jefa espiritual de la nación en lo que a buen gusto se refiere.

No habría que descartar, incluso, que sectores sin vínculos orgánicos con los estancieros o los grandes frigoríficos, también celebren la crisis parrillera. Por ejemplo los proteccionistas o los veganos que cansados de que los animales sólo tengan una interés comestible para millones de argentinos, ven en la coyuntura una señal de la naturaleza para avanzar en la cruzada que protagonizan: los moderados insistiendo sobre la necesidad de ampliar derechos para los animales, mientras los intransigentes aseguran que los mismos posee almas.

Puede que hasta la izquierda y el progresismo ilustrado prefieran no condenar  la merma de los asados. Ritos paganos que como otras pasiones plebeyas, distrae a los hombres y mujeres de la misión histórica de revolucionarlo todo y les quita público en reuniones donde se enseñan a moldear la historia. Son cosas que pasan entre las vanguardias esclarecidas que dicen amar a la humanidad, aunque también suelan despreciar a gente de carne y hueso a la que interpretan como presas de un populismo imperialista que en la época romana sometía con pan y circo mientras ahora, en estas tierras, opte por hacerlo con asado y fútbol.

Acá, sin embargo, abogamos por un retorno masivo y sin condicionamientos de las parrillas humeantes. No sólo porque ello confirmaría que al menos parte de la riqueza de este país queda en manos de la gente sencilla de costumbres sencillas; también porque esos enjambres maravillosos, solidarios, esperanzadores y humanos que alrededor del fuego fiscalizan la cocción de los chorizos, son unos de los pocos placeres de millones que, por razones que acá no abordaremos, van poco al cine, casi nada al teatro y rara vez en la vida forman parte de las mesas de lujosos restaurantes.

“Qué vuelvan los asados”, entonces, bien podría ser la consigna de lucha que reemplace en esta coyuntura a las otras -“No al pago de la deuda externa”; “Nacionalización de la banca”, “Que la crisis la paguen los capitalistas”- que expresando bien las buenas razones de la izquierda, nunca pudieron traducirse en fuerza y voluntad organizada.