La gran pintora falleció en Salta, esta semana.

Por momentos, parecía no estar ahí. Caminaba lento, se reía apenas, y si uno no sabía quién era, podía pensar que esa señora de pelo blanco y ojos firmes era una jubilada más en fila del banco, o una abuela esperando el colectivo. Pero basta ver uno solo de sus cuadros —planimétricos, sin densidad, con esa extraña levedad de las ciudades que sueñan con ser algo más— para entender que no: que Alina Neyman no fue nunca una mujer común. O al menos, no lo fue en los términos en que la normalidad suele escribirse.

Neyman murió ayer, 15 de mayo, en Salta. Tenía 90 años. Murió en la ciudad que eligió como refugio, como escenario, como hogar. La ciudad donde enseñó, expuso, amó y pintó durante buena parte de su vida. Porque aunque nació en Carmen de Patagones, y aunque vivió diez años en Rosario, fue en Salta donde se quedó. Donde dejó su huella más profunda. Donde sus paisajes —reales y mentales— cobraron forma, espacio y color.

Se casó con un oficial de la Fuerza Aérea. Se volvió profesora a los 22 años. Enseñó, expuso, ganó premios. Estuvo en Nueva York, en Sevilla, en Córdoba, en el Congreso de la Nación. Fue jurado en salones, referencia en círculos artísticos, y durante años una figura discreta, sin estridencias. La suya fue una carrera sin escándalos ni titulares. No vendió polémicas: vendió cuadros. Y por eso muchos tardaron en entender que era —como efectivamente fue reconocida en 2020 con el Premio Nacional a la Trayectoria Artística— una figura central del arte argentino del interior.

Su obra tiene algo de arquitectónica, pero no rígida. Sus paisajes urbanos parecen soñados por alguien que los ha caminado tanto que ya no los mira: los recuerda. Todo es frontal. No hay escorzos ni efectismos. La superposición organiza el mundo. Y aunque no hay profundidad, hay una forma de la distancia que se impone: como si todo estuviera apenas más lejos, apenas más callado. Como si Neyman hablara en voz baja, y sin embargo dijera más que muchos a los gritos.

Alina Neyman no pintó para complacer. Pintó para contar. Su pintura no es sólo técnica: es testimonio. De una época, de una mirada, de un modo de hacer arte desde las provincias sin pedir permiso. Y si hoy alguien intenta contar la historia de las artistas visuales del siglo XX en la Argentina sin nombrarla, comete un error. Porque Neyman estuvo. Desde el borde, sí. Pero estuvo. Y dejó marca. Y ahora, también, deja un silencio.