El PRS adujo un ataque de dignidad y decidió no acompañar a Urtubey en el frente electoral para las legislativas de octubre. Muchos quedaron desconcertados y se preguntan si se trata de un error de cálculo, o un acierto que, tal vez, algún día se corone con el éxito. Una cosa es segura: no hubo allí ataque de dignidad. (Daniel Avalos)
Esto supondría creer lo que el PRS ha declarado: que la decisión obedeció a la profunda necesidad de que los poderosos del gobierno entiendan que ellos, los renovadores, poseen una identidad propia a la que no pueden traicionar. El argumento sería conmovedor si las masas identificaran claramente algún tipo de identidad renovadora. Ni siquiera existe hoy uno de los rasgos que más caracterizó a esa fuerza desde su surgimiento en 1983: la de considerar al justicialismo como lo absolutamente otro. Lo que todo el activo político sí sabe hoy, es que los renovadores desde hace tiempo se pusieron a disposición de otras fuerzas políticas. Eso y que tal condición estuvo lejos de ser el resultado de una imposición violenta porque constituyó un acto de subordinación voluntaria. Aclaremos rápido que no se trató de un fenómeno paradójico. Solo lo sería si analizáramos la actual política con las categorías de otros tiempos. Cuando a los partidos los definía cierta identidad social, cuando estaban atravesados de planteamientos político-ideológicos y rebosaban de militantes. Nada de eso ocurre acá desde hace años. De allí que en su momento, cuando Andrés Zottos y varios dirigentes del PRS se creían renovadores dignos, tampoco tuvieran como prioridad conservar y ampliar sus bases de adherentes, sino sobrevivir políticamente en un escenario al que interpretaban como hegemonizado abrumadoramente por el PJ y en donde, concluyeron también, para sobrevivir había que entregarse irremediablemente al más fuerte. Y entonces ocurrió lo que suele ocurrir: el justicialismo lo salva políticamente y a partir de ello termina abrigando sobre los renovadores un marcado sentimiento de propiedad. El proceso tuvo sus tiempos: primero, los renovadores se subordinaron a una personalidad surgida de otro partido -Urtubey- y luego empezaron a deslizarse por el camino de la subordinación a la fuerza de la que surgió esa personalidad: el PJ.
Y allí mismo, dice el PRS, está su límite. Entre otras cosas porque el PJ local depende mucho en estas horas de la Casa Rosada y desde allí sí que se baja línea. Esos sí que se encargan de que las órdenes se cumplan y trabajan para meter al rodeo a todos aquellos que para tener vida política se valen del kirchnerismo. Ahora más que nunca. Fundamentalmente porque en la Casa Rosada todos los movimientos están subordinados al gran objetivo: alcanzar en las legislativas de octubre un porcentaje de votos que les posibilite contar en la Cámara de Diputados y Senadores con votos propios y suficientes para impulsar una reforma constitucional. Que esta última se focalice en la re-reelección de Cristina o no, poco importa en este momento. El kirchnerismo buscará alcanzar esos resultados para que, llegado el caso, la iniciativa no dependa de terceros. Por eso hace lo que ya ha demostrado hacer muy bien: trabajar para no perder base de adhesión civil y monitorear que los que lleguen sea gente confiable. El PRS quedó excluido de esa discusión por dos cosas: ni son confiables ni pueden presumir de gran tracción electoral. Lo uno y lo otro explica la humillación que padecieron en los últimos meses. Nadie los consulta para tomar las decisiones importantes que se les comunicaban por los medios y de manera cortante. Así se enteraron, por ejemplo, que la candidata de ellos en la fórmula de senadores sería Cristina Fiore. Una mujer de absoluta confianza para aquellos que estando en el poder, necesitan de esos personajes que, carentes de ideología, solo desean seguir siendo parte del poder. Cristina Fiore cumple el requisito. Y así las cosas, la tesis del ataque de dignidad del PRS es definitiva errónea. Lo que el PRS ha entendido es otra cosa. Que ninguna de las condiciones que justifican una alianza entre ellos y los otros existe en estos momentos: no hay coincidencia ideológica en torno a lo que pasa a nivel nacional y, sobre todo, no gana nada ni acumula poder formando parte de ese frente. Allí se impuso el dilema del qué hacer. Y como un dilema, por definición, constituye una situación en donde cualquiera de las alternativas posibles a tomar implica siempre perder algo, el PRS eligió el camino que le permitía al menos aducir un ataque de dignidad que para ser explicada, requiere de malabarismos verbales. Entre otras cosas porque se van pero no se van, en tanto, aclararon, no abandonan el frente provincial y tampoco los beneficios prácticos que ello supone: el de seguir formando parte de una gestión que le asegura cargos y recursos que marginales en relación a los que goza el PJ, les permite al menos cierta presencia en el aparato del Estado.
Nadie del oficialismo ha lamentado esa partida. Entre otras cosas porque ese oficialismo fracturó de hecho a ese partido y se quedó con la facción más importante: los intendentes. Sin ellos, el PRS se ha convertido en el cuatro de copas en términos electorales. Para confirmarlo hay que bucear en el pasado. La historia de las elecciones a diputados nacionales que el Centro de Estudios Nueva Mayoría registra en su web, así lo sentencia. Veamos. En 1983 el PRS alcanzó el 7,7% de los votos, pero dos años después sorprendió a todos alcanzando el 22,7% de los mismos (71.135). En 1987 baja la performance, aunque con el 19,7% (68.274) advertía que se había transformado en una fuerza sólidamente instalada en el tablero político provincial. De allí que en 1989 le dispute a la UCR el rol de segunda fuerza provincial: mientras el PJ triunfa con el 39,7% y la UCR alcanza el 25,8%, allí, a corta distancia, aparecía la denominada Confederación Federalista Independiente que lideraba el PRS con el 25,6% (84.039). Dos años después logra lo que hacía ocho años, cuando participó de su primera elección, parecía un imposible: triunfa en las elecciones de 1991 con el 53,3% de los votos (189.009) frente al 36% que obtiene el PJ. Con legisladores nacionales propios, con el control de la cámara provincial y con Ulloa en el gobierno, el PRS hace lo que su ideología le ordenaba: sumarse entusiastamente a las radicales reformas neoliberales impulsadas por Menem, aunque haciendo mal lo que Menem y el justicialismo hicieron lamentablemente bien. Y es que el PRS, como el justicialismo, adopta medidas que afectan negativamente al electorado popular, pero a diferencia de ese justicialismo vacila y se sofoca con las palabras y es incapaz de lograr lo que Menem empezaba a lograr: derrotar las resistencias populares e, incluso, imponer valores culturales neoliberales en los sectores de la sociedad que eran víctimas directas de ese modelo.
Y entonces empieza a emerger Juan Carlos Romero. Un Romero que se monta sobre el desencanto de la población, que cuenta con el apoyo de Menem y que genera la confianza de los agentes económicos que están seguros de que el PJ logrará lo que el PRS no: entregarles la provincia. Por todo eso, en 1993 el PJ vuelve al triunfo con el 41%, mientras el PRS pierde veinte puntos en relación a lo que había cosechado sólo dos años antes: 120.669 votos, que representaron el 33,5%. En 1995, el PRS logra imponerse en las legislativas sobre el PJ (35,2% sobre el 33,4%), pero el gobierno salteño ya estaba al mando de Juan Carlos Romero. La debilidad del PRS empieza a manifestarse entonces de dos formas: recurriendo a amplias alianzas que sin embargo no logran romper con la hegemonía justicialista. En 1997 el justicialismo se impone con el 49,4% a la Alianza Salteña, que incluía al PRS, la UCR y el FREPASO, que obtiene el 44,4%. Dos años después, la bocanada de oxígeno que el PRS precisaba llega de la mano de la Alianza, que a nivel nacional alcanza la presidencia de la nación mientras en Salta, esa Alianza, que contaba con el PRS, se impone con el 44,94% de los sufragios al PJ que había obtenido el 42,33%. Rápido de reflejos, Romero -que veía el declive del menemismo- había separado las elecciones: las de gobernador fueron en mayo de ese año y él es reelecto con el 58%, mientras las de diputados nacionales se realizaron junto a las presidenciales en octubre del mismo año. El que encabezaba la lista del justicialismo derrotado en esas legislativas fue, justamente, Juan Manuel Urtubey que, por entonces, consideraba que Romero era el restaurador de Salta. Pero lo cierto es que el PRS nunca más pudo protagonizar una gran elección: en el 2001 obtuvo el 25,05%; en el 2003 el 23,19%; e igual porcentaje alcanzó en el 2005.
Dos años después surgió la era Urtubey: en nombre del mal mayor -Romero-, diversas fuerzas políticas conforman el frente que daría el triunfo al primero. El frente logró un ajustado triunfo sobre Walter Wayar. Y aunque resulta imposible saber qué porcentaje del 44% total alcanzado correspondía al PRS, dos años después, en las legislativas provinciales del 2009 la lista propia del PRS alcanzó un magro 6,7% en capital. En abril del 2011 la cosa se puso peor: en la categoría diputados provinciales por el distrito capital apenas alcanzaron el 4,8% de los votos. Ocho puntos menos, por ejemplo, de lo que saco el Frente Plural ese año. Ese es el piso que el oficialismo cree que le puede aportar el PRS en estas circunstancias en donde carece del apoyo de los intendentes del mismo PRS. Demasiado poco para aceptar que forme parte de la mesa de chica del poder provincial. De allí que el PRS agonice. Agonía no como preludio de la muerte, sino como lucha desesperada para no dejar de existir. A eso, a agonizar, quedará reducida su vida política actual. En eso se le va a ir un poco más de la poca vida política que le queda. Si finalmente perecerá o no, es algo que lo sabemos. Lo que sí sabemos es que nadie sufrirá demasiado. Entre otras cosas, porque nadie cree que el PRS esta muriendo por algo importante ni por grandes ideales. Esos que en otros tiempos convertían a ciertas muertes en heroicas y que le otorgaban un halo de romanticismo a los saltos al vacío.